El futuro como amenaza. La pedagogía distópica en The Last of Us

El futuro parece ser un problema para nuestras sociedades modernas. La incertidumbre y el imaginario distópico están a la orden del día en las principales producciones culturales. The Last Of Us (TLOU) es una apuesta por la multiplicación de los escenarios aterradores. Una sonrisa hacia el vacío que nos es devuelta.

Por Nahuel Jaszczyszyn y Fabio Primo

La consumación de la ciencia ficción como industria ha venido a adjudicar un papel ideológico. La ciencia ficción es un factor ineludible a la hora de explicar la constitución de nuestro imaginario. Quizá haya que verla como el último destello de la ideología del progreso.

Pablo Cappana en Ciencia Ficción, utopía y mercado.

El futuro parece ser un problema para nuestras sociedades modernas. La incertidumbre y el imaginario distópico están a la orden del día en las principales producciones culturales. Se conjugan un notable pesimismo con el anquilosamiento en la respuesta a la crisis climática, suscitando dudas en torno al porvenir de la civilización humana. La ciencia ficción parece ser el único género que está lidiando con este asunto pero no desde la propuesta. The Last Of Us (TLOU) es una apuesta por la multiplicación de los escenarios aterradores. Una sonrisa hacia el vacío que nos es devuelta. 

Apocalipsis, Armageddon, Día del Juicio, cataclismo, hecatombe, el Tlatzompan de los nahuas, el Ragnarok nórdico o el Pachakuti andino son algunas de las formas en la que el ser humano ha expresado la disolución del vínculo entre la historia de nuestra especie y el mundo que habitamos. Mientras que en las distintas cosmovisiones estos conceptos anunciaban el fin de una era o la inversión de un orden dado, sea místico o político, en la actualidad estas nociones nos remiten a una suerte de fin de la historia. Fin de la historia ya no como la victoria definitiva del proyecto del occidente capitalista anglosajón sino más bien en su sentido fuerte: la clausura definitiva espacio temporal del habitar humano, como agotamiento del proyecto moderno en tanto éste es la causa fundamental del colapso, la vía de un desarrollo civilizatorio que se expandió surfeando la ola de los combustibles fósiles. Los países integrantes del G7, principales responsables de la actual crisis climática, postulan esta cuestión en la llamada Agenda 2030 pero no empujan a los grandes generadores de huella de carbono a tomar verdaderas cartas en el asunto. Parece más bien una acción cínica donde los tiempos de la mitigación climática no coinciden con la urgencia de las transformaciones necesarias. Doomsday clock está por dar la hora cero.    

¿Un final definitivo?

¿Cuántos fines del mundo entran en la tierra? ¿Cuántos registros de diferentes culturas desde el neolítico hasta aquí han dado cuenta del apocalipsis? Desde hace milenios, el agotamiento de los recursos o las alteraciones del clima han dejado a nuestros ancestros en situaciones de extrema vulnerabilidad frente a los elementos. En los últimos años la historiografía ambiental ha puesto el ojo en las experiencias de colapso social de las civilizaciones de la edad antigua. 

Una cosa es tener conciencia de la propia finitud individual, de la finitud del propio sistema solar o del mismo universo dentro de miles de millones de años, otra muy diferente es considerar que con el actual estado del conocimiento científico nos precipitemos a un derrotero tanatico en el que:  “Las próximas generaciones tengan que vivir en un medio empobrecido y sórdido, un desierto ecológico y un infierno sociológico” (Viveiro de Castro; Danowski. 2019. p. 48). La noción de Antropoceno colabora en varios aspectos como condensador de una serie de debates en torno a la aceleración de la temporalidad. En principio tiende un puente entre ciencias del hombre y ciencias de la tierra al brindarle a la especie humana un estatus de fuerza geológica. No solo de manera cuantitativa sino de manera cualitativa.  Para tristeza de los neomalthusianos, la enorme responsabilidad de la actual crisis no recae sobre los 8000 millones de seres que padecen sus efectos, sino en la pequeña porción de familias privilegiadas que vienen organizando el mundo del trabajo desde el take off industrial del siglo XVIII inglés, como claramente quedó maravillosamente expuesto en las discusiones entre Maurice Dobb y Paul Sweezy. Los sistemas inter imperiales europeos forjados a sangre y fuego en el siglo XIX, que arrastraron a la guerra a todo el planeta dos veces para luego dar lugar a los estados benefactores –sean capitalistas o socialistas– y dejarnos sus despojos en el actual sistema neoliberal globalizado son la genealogía de una civilización moderna que se montó sobre la ola de los combustibles fósiles para hacer de nuestra especie una inmensa red de emisores de carbono hacia la atmósfera. Historia Natural e Historia Social se empalman en campos disciplinares continuos.

El Antropoceno supone lo que Isabelle Strengers llama “intrusión de Gaia”, en tanto que la alteraciones del régimen termodinámico de la tierra produce a su vez enormes desajustes en el llamado Sistema Tierra y por lo tanto, en el orden de lo humano. Los seres humanos construyeron junto con la división disciplinar entre la ciencias una muralla entre el orden natural: los ecosistemas y el orden donde la soberanía humana es total: las ciudades y sus hinterland. La intrusión de Gaia hace añicos este tabique.

El devenir humano en fuerza geológica presiona al Sistema Tierra y produce la intrusión de Gaia en el orden humano, intrusión por cierto amenazadora. Esto se combina con un escenario cultural marcado por un pesimismo ontológico y una enorme profusión de imaginarios distópicos, sean estos la ensoñación de un mundo sin humanidad como en la mayoría de los relatos apocalípticos donde el paraguas cultural se ve astillado por un colapso generalizado del sistema mundo, y nuestra especie se retrovierte a estados de naturalezas de tipo hobbesianos donde gobiernan los bajos instintos; sean estos relatos sobre órdenes políticos de la deshumanización, la sintetización de la conciencia, del control total por una autoridad automatizada o una conciencia artificial. No importa cual sea el caso, al parecer el llamado fin de la historia al cual aludió Francis Fukuyama –y fue abrazado acríticamente por las elites políticas y económicas mundiales– terminó por abrir la caja de Pandora. El axioma neoliberal donde no hay alternativas ante el triunfo del sistema capitalista –no siempre democratico– como único paradigma posible para la gobernanza planetaria, precipita la aceleración tecnológica y petrolera unificando también la historia natural del planeta con la historia de la humanidad en una única línea temporal. El fin de la Historia es ahora sí un principio de agotamiento del futuro y de disolución del vínculo humanidad-naturaleza.

Este estado de cosas genera un escenario donde prima la incertidumbre y el temor al futuro. La ciencia ficción de posguerra nos convenció de que seríamos una especie galáctica, destinada a extender su gen y su cultura hacia los confines del cosmos. Pero como atinadamente señala Eduardo Viveiro de Castro: “nos creíamos destinados al vasto océano sideral y henos aquí de vuelta rechazados en el puerto del que partimos”. En su lugar el derrotero mismo del funcionamiento del sistema mundo globalizado parece depararnos lo que Isabelle Stengers llama “la barbarie que viene”. La crítica constante a la existencia de alguna alternativa imaginaria o utópica que nos salve de las desgracias del capitalismo actual nos esta arrojando lentamente a un escenario donde las poblaciones de los distintos países carecen de herramientas para controlar el funcionamiento de los circuitos económicos y sus efectos devastadores sobre los ecosistemas y el clima. La experiencia colectiva de la ya forzosamente olvidada pandemia de Covid 19 nos trajo una muestra gratis de esa barbarie por venir: un patógeno de origen zoonótico empieza a propagarse en el sur de China, la aceleración y constancia del intercambio de bienes por medio de los circuitos comerciales se transfiguran en las arterias que facilitaron el contagio de una extraña enfermedad en todas las sociedades del mundo. La serie de HBO The Last of Us se inscribe en esta misma problemática pero la exacerba. Con un carácter profético, el video juego desarrollado en 2013 por Neil Druckmann  augura la posibilidad de una pandemia mundial imparable que tomaría al comercio globalizado como su principal medio de transporte, donde en vez de un virus lo que invade nuestro sistema es un hongo que se traslada a través del trigo y que se ha adaptado a las alteraciones climáticas, sirviéndose de nuestro sistema nervioso como hábitat.  

El futuro acabó, hace rato…

En primera instancia, nos detendremos en los aspectos alegóricos que creemos notar que de forma pertinente actúan como crítica a la responsabilidad criminal de Estados Unidos en el estado actual de la crisis socioambiental. La serie empieza en Texas bajo una atípica y calurosa primavera del 2003. La era Bush ha dejado su marca en este estado del sur: la llamada “guerra contra el terrorismo” esta en su apogeo como legado de padre a hijo. La campaña del desierto consumada en los noventa (con su voraz apetito por el crudo) y una nueva invasión a Irak está en curso.

El reloj es el gran simbolo de esta introducción. El doomsday clock repetido como alarma hasta el agotamiento; como si de Reagan hasta Bush Jr paradójicamente el tiempo se hubiera acelerado por el establecimiento de Estados Unidos como único regente mundial. El triunfo definitivo de occidente auspicia la llegada del juicio final. En la serie el gluten y la harina tienen un rol central, son el sustrato de la expansión mundial de unos hongos que nos colonizan el cerebro, en ancas de la globalización y la concentración del sector granario cartelizado. La revolución neolítica y la globalización son las intersecciones que están en el origen de esta pandemia ficcional. Son las alteraciones en el régimen climático las que propician condiciones adecuadas para un peculiar apocalipsis zombie.

La pregunta ontológica ¿A dónde vamos? es la única que resuena como problemática en la clase de Sarah. No será la última ni única vez que se verbalice este cuestionamiento sobre el este destino (¿Manifiesto?). Se retoma 20 años después del colapso civilizatorio en Boston, en un cuadro social totalmente deteriorado y polarizado entre dos facciones: FEDRA –expresión de un militarismo fascistoide— y las Luciérnagas, organización rebelde que emerge contra esta última. No es casual que la elipsis temporal vuelva a Massachuset, cuna de la independencia norteamericana, donde se dio a luz al mayor imperio industrial militar del siglo XX. Una entidad fungo como el cordycep, que detenta su expansión sobre el total de la humanidad, parece ser un reflejo del apetito insaciable del poderoso país. En el penúltimo capítulo, el antropófago y pedófilo pastor David de la comunidad canibal, confiesa a Ellie haber encontrado a Dios (patrono nacional por excelencia hasta en sus billetes) en la similitud del desarrollo violento del hongo. Ese ímpetu, según el pastor, fomenta su multiplicación y con celoso amor arrasó con todo solo para cuidar de sí mismo. El antes profesor de letras, vio en esta situación una revelación divina. ¿Otra metáfora del espíritu fagocitador de un país descontrolado como el Saturno de Goya?

Algo que late, reloj y corazón…

La muerte de Sarah al inicio de la trama, es el punto de identidad de Joel, quien en su relación con Ellie, encontrará redención a su herida perpetua. Ambos construirán no sin esfuerzo un vínculo tan sólido que no resistirá separación. En este aspecto existe otro curioso símbolo materializado en el reloj que Sarah repara y le regala a Joel en su último día juntos. Este artefacto –fracturado al momento de la muerte de su hija— lo llevará siempre puesto, paralizado, como su corazón. El apocalipsis personal de Joel dio la hora final al mismo tiempo que en el resto del globo. Y como le revela a Ellie en los momentos finales, no es el tiempo el que sana las heridas, sino el amor. Horas después de estas palabras, y con la decisión de la jefa de las luciérnagas de sacrificar a la protagonista sin su consentimiento, es donde Joel toma la decisión más polémica para algunos críticos, que nosotros nos proponemos complejizar.

En este ucrónico 2023, FEDRA (Agencia Federal de Respuesta al Desastre), es la continuidad ineludible del régimen político de Bush Jr. Un nazi, en palabras de Bill. Esta organización representa un intento apocado de reconstitución de un orden social por la vía autoritaria, donde los costos humanitarios no cuentan, donde el ahorro de balas no afecta a los presupuestos. Las luciérnagas son su espejo simétrico, como si el mundo postapocalíptico no pudiera evitar ser definido bajo otros signos que no sean izquierdas y derechas. La rebelión contra el engendro leviatánico es justa pero los métodos de las Luciérnagas son igual de brutales. Parece haber un consenso entre ambas: una noción sacrificial en nombre de los buenos deseos, de un futuro próspero que asemeja a más un espejismo que a un verdadero oasis. Cuando Marlene, capitana de las luciérnagas, le revela a Joel que su único plan es sacrificar la vida de Ellie –portadora de una posible cura– sin certeza alguna de que su vida salve al resto de la humanidad, el protagonista masculino, con una determinación implacable, se los carga a todos sin remordimiento alguno. En Marlene resuena una frase thatcherista: No tengo alternativa. Ella dice que perdió su fe en la Revolución hace 20 años. Su única esperanza es el sacrificio de Ellie, quien no está consciente de esta decisión potencialmente esteril. 

¿Cuál es el precio de la Salvación? El vínculo afectivo entre Joel y Ellie es lo único de humanidad que queda en el mundo. Sacrificarlo es romper con su última chispa. La especie a la que hay que salvar está totalmente degradada. ¿Vale la pena sacrificar ese amor en pos de salvar a una humanidad que está en guerra civil consigo misma, en un estado de naturaleza del que no puede salir? Los defensores de la razón de estado y el decisionismo sostendrán que la posición de las luciérnagas es la acertada. Una resolución dura puede ser un golpe a la moral pero un acierto estadístico. Por lo que queda en nuestras retinas, tenemos la certeza de que FEDRA procedería de igual modo que Marlene. Joel no es la expresión encarnada del don’t tread on me del individualismo independentista. No es un libertario ni un defensor de la segunda enmienda. Es un padre destrozado, un sobreviviente. Joel es un ser liminar, vive en las fronteras de un mundo en guerra y no pacta. Junto con su hermano Tommy –quien es un desertor de ambos bandos— están en la búsqueda de una tercera vía, una tercera posición: la apuesta por la comunidad. Algo parece seguro: La salvación del apocalipsis tiene que cerrar con toda la gente adentro.

Bibliografía

Viveiro de Castro, Eduardo; Danowski, Deborah. ¿Hay un mundo por venir? Ensayo sobre los miedos y los fines. Caja Negra. Buenos Aires. 2019

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