El regreso triunfal de Otranto

Un giro en la causa Santiago Maldonado devolvió a escena al otrora desterrado juez federal de Esquel. Historia de un magistrado que nació garantista y terminó garante de la impunidad.
Foto: Télam

Un giro procesal digno de un texto escrito por Franz Kafka. El joven mapuche Matías Santana, hasta ahora el testigo más importante del expediente sobre la desaparición forzada de Santiago Maldonado, acaba de ser denunciado por la Gendarmería como presunto hacedor del cascotazo que habría herido el rostro del subalférez Emmanuel Echazú. Éste, a su vez, es el principal sospechoso de la captura del desafortunado tatuador. La paradoja se completa con un detalle no menos aciago: tal presentación será instruida por el juez federal de Esquel, Guido Otranto, el mismo que fuera apartado de la otra pesquisa por “temor de parcialidad”, además de cargar una acusación por abusos contra pobladores de la Pu Lof de Cushamen –entre los cuales estaba Santana– durante el aparatoso rastrillaje policial que encabezó en el transcurso del 18 de septiembre.

 

Aquellas circunstancias son una muestra palmaria de la descomposición en Argentina del Estado de derecho. Y la figura de Otranto es su ejemplo más actual. Bien vale entonces explorar su historia.

 

El héroe de la meritocracia

A diferencia de personajes como su colega porteño Claudio Bonadío o el ya eyectado fiscal general de San Isidro, Julio Novo, este sujeto de 45 años no es un dinosaurio ideológico de la familia judicial sino un versátil equilibrista del poder político de turno. Ese es el origen de su zigzagueante trayectoria.

 

Introvertido pero amable, algo opaco pero laborioso: así lo evocan sus compañeros de cursada en la Universidad de Buenos Aires. Y, por cierto, tuvo muchos ya que tardó casi una década en obtener el diploma de abogado. Eso sucedió en el otoño de 2000.

 

Su inicio universitario coincidió con el comienzo de su carrera judicial como “pinche” –tal como se llama en la jerga tribunalicia a los meritorios– y ya en 1992 pasó a ser empleado en la Sala II de la Cámara Federal porteña. Algo deslucido pero diligente: así lo recuerdan sus colegas y jefes. Entre estos últimos, los jueces Horacio Cattani, Martín Irurzun, Eduardo Farah y Eduardo Luraschi. Con esforzado empeño, demoró más de 20 años en superar todos los escalafones de aquel mundillo hasta convertirse en secretario letrado.

 

En paralelo, impartía clases en la UBA como ayudante del ex camarista Carlos Elbert en la cátedra de Derecho Penal.

«Con el proverbial fervor de los conversos, Otranto fue en la causa por la desaparición forzada de Maldonado el garante de la impunidad»

Abandonó ambos quehaceres en 2011 al mudarse a la Patagonia. Había concursado en el Consejo de la Magistratura y fue nombrado juez por decreto del Poder Ejecutivo. Y su debut en ese cargo fue en calidad de subrogante del juzgado federal de General Roca. Allí se enamoró de su secretaria letrada, la doctora Rafaella Riccono. Con ella marchó en 2013 hacia Esquel para hacerse cargo allí del flamante juzgado federal.

 

Su asunción fue muy emotiva. El presidente de la Cámara Federal de Comodoro Rivadavia, Javier Leal De Ibarra, le tomó juramento. Se encontraban presentes el intendente de la ciudad y todos los representantes de sus fuerzas vivas, además del entonces gobernador de Chubut, Martín Buzzi. Por su parte, Rafaella –quien ya había conseguido conchabo como secretaria de la fiscalía federal de aquella urbe– no disimulaba su orgullo.

 

En tal ocasión, el doctor Leal de Ibarra pronunció un breve discurso. “En este acto fundacional es un lujo tener entre nosotros al juez Otranto”, fue una de sus frases. El aludido sonreía de oreja a oreja, aunque era consciente que había llegado a la cima con paso de lombriz.

 

Y no imaginaba que un lustro después el propio Leal de Ibarra firmaría su alejamiento del expediente más resonante de su existencia.

 

Pero entre ambas situaciones hubo una larga e imperceptible cadena de eventos.

 

El último garantista
Foto: Emmanuel Fernández | Clarín

Fiel a su estilo, basado en esa silenciosa persistencia, el nuevo juez dejó de ser en Esquel un forastero. Y acorde con el clima que corría supo lucir un perfil módicamente “garantista”. Incluso en las sobremesas oficiales le salían de los labios algunas citas del doctor Eugenio Zaffaroni. En lo estrictamente judicial, actuaba con apego a la ley ante las pocas causas por narcotráfico –siempre en escala casera– que caían en su juzgado. Y frente a delitos menores fallaba con suma comprensión y tolerancia. “Es un tipo muy humano”, solían susurrar los abogados a sus defendidos antes de sus indagatorias, y él no los defraudaba. Además, había otro detalle que completaba tanto virtuosismo pueblerino: que su media naranja fuera la letrada de la fiscalía no generaba ningún conflicto de intereses. Claro que la paz de ese hombre no sería duradera.

 

En 7 de agosto de 2016 se efectuó en Esquel el juicio por la extradición a Chile del líder mapuche Facundo Jones Huala. De incógnito entre el público resaltaba un tipo con estampa sombría. No era otro que el jefe de gabinete del Ministerio de Seguridad de la Nación, Pablo Noceti, cuya presencia fue puesta al descubierto por un reportero gráfico. Su foto fue publicada esa misma tarde.

 

Ajeno a tal situación, a Otranto después no le había temblado el pulso al declarar nulo ese proceso porque el único testigo en contra del acusado había aportado datos bajo brutales torturas.

 

Al parecer, el magistrado tampoco estaba al tanto de que por aquellos mismos días el ministerio de Patricia Bullrich había elaborado un informe con el siguiente andamiaje argumental: los reclamos de los pueblos originarios no constituyen un derecho garantizado por la Constitución sino un delito federal porque “se proponen imponer sus ideas por la fuerza con actos que incluyen la usurpación de tierras, incendios y amenazas”. Una dinámica cuasi subversiva puesto que –siempre según ese documento– “afecta servicios estratégicos de los recursos del Estado, especialmente en las zonas petroleras y gasíferas”.

 

De hecho, al pobre Otranto lo tomó de sorpresa el pedido de jury que el gobernador Mario Das Neves solicitó ante el Consejo de la Magistratura para él. Había comprendido con notable tardanza que los vientos favorables a las virtudes del “debido proceso” ya no soplaban. Pero también intuía que aún no era tarde para ensayar una oportuna voltereta.

 

No se equivocó. Aunque su quebrado vínculo con el gobernador jamás pudo recomponerse.

“Dicen que por toda reacción, el “juececito” se quedó en el molde. Ese hombre no estaba dispuesto a malograr su candidatura para presidir un tribunal oral en la ciudad de General Roca”

Tres meses y medio después, sin embargo, junto a Das Neves y su par en la justicia ordinaria, José Colabelli, mantuvo una fluida comunicación con Noceti a los fines de organizar un “jubileo” singular, una especie de homenaje a la Campaña del Desierto. Otranto había aprendido la lección; de garantista ya no le quedaba ni una sola célula.

 

El evento se hizo en la Pu Lof de Cushamen el 10 y 11 de enero de este año con tres atracciones de categoría: apaleamiento de “indígenas” –incluidos niños y mujeres– por 200 gendarmes en un tramo de las vías de La Trochita; saqueo de los animales de la comunidad y cacería de “indígenas” por patotas de la policía local; en tanto que el cierre consistió en prácticas de tiro al blanco –con postas de goma y plomo– sobre objetivos “aborígenes”, también a cargo de esa fuerza policial. El saldo: 11 detenidos y 15 heridos; dos, de gravedad.

 

En la clausura de la celebración el gobernador se lució con una rima: “Entre los mapuches hay violentos que no respetan las leyes, la Patria y la bandera, y que agreden a cualquiera”.

 

Tales fueron sus palabras. Una frase por cuya terrorífica simpleza se deslizaba un auténtico progrom en clave telúrica.

 

Noceti volvió a Buenos Aires, dejando atrás una agria disputa entre Das Neves y Otranto por las repercusiones negativas del asunto a nivel nacional.

 

“¡Fue el juez quien armó todo este lío! Fue él quien ordenó reprimir”, proclamaba el gobernador ante todo micrófono que tuviera a tiro.

 

Entre ambos se había avivado otra vez el fuego de la discordia. Y Das Neves insistía: “¡Fue el juez quien armó todo este lío!”

 

Pero Otranto argumentó que su orden a la Gendarmería sólo se limitaba a “remover y secuestrar los obstáculos materiales que se encuentren colocados sobre las vías del tren sin que ello contemplara detenciones”, apuntando –sin nombrar a nadie– hacia el enviado del Poder Ejecutivo nacional.

 

Mientras tanto, en Buenos Aires reinaba un clima apaciguado. “Quedate tranquila; este es un tema de Mario”, sopló el Presidente a la oreja de la señora Bullrich. El tal Mario, claro, no era otro que Das Neves.

 

El episodio fue rápidamente olvidado por la opinión pública.

 

La Campaña del Desierto

El siguiente capítulo de esta historia comenzó a palpitar en el transcurso de la visita oficial de Mauricio Macri a su par chilena, Michelle Bachelet. Aquel 27 de junio el mandatario argentino le prometió a la anfitriona resolver con suma prontitud la “situación” de Facundo Jones Huala.

 

Ese mismo día el líder mapuche fue detenido por la Gendarmería en la ruta 40 y encerrado en la cárcel de Bariloche. El asunto causó una nueva escalada de fricciones entre mapuches y uniformados.

 

Durante la mañana del 31 de julio Noceti convocó en el hotel Cacique Inkayal, de Bariloche, a los jefes de todas las fuerzas federales de Río Negro y Chubut; entre ellos, los cabecillas de los escuadrones 35 y 36 de Gendarmería, además de los secretarios de Seguridad de ambas provincias.

 

Ante ellos expuso su plan de “provocar” una situación de “flagrancia” en el territorio mapuche de Cushamen para así embestir contra sus pobladores. El funcionario se mostró fanatizado y torpe. Se tropezaba con las palabras. Y –según la reconstrucción del cónclave publicado el 3 de octubre por Santiago Rey en el portal barilochense En estos días– se permitió un ejemplo atroz: “Si están violando a mi mamá, voy a actuar”. Fue su modo de alentar la represión. Aludió luego a los “últimos diez años de descontrol en el país”. Y asombró a los presentes al tratar a Otranto de “juececito”.

 

Sin embargo, más tarde se comunicó por teléfono con él para anticipar su plan operativo. Y, de paso, lo puso al tanto de una prueba piloto que bajo sus órdenes acababa de realizarse: la “dispersión de elementos mapuches” que reclamaban ante el juzgado federal de Bariloche la liberación de Jones Huala. Y hasta se vanaglorió de las balas de goma disparadas sobre los manifestantes. Muchos resultaron heridos y se efectuaron nueve detenciones.

 

Otranto no se mostró impresionado.

 

Así se llegó al fatídico 1º de agosto.

“Ahora, en virtud de la absurda denuncia contra Santana presentada por los abogados de la Gendarmería, Gustavo Dalzone y Facundo Perelli, el diligente Otranto renació de sus cenizas”

A lo largo de aquella jornada –y después de que Gendarmería desalojara un corte en la ruta 40 con una orden del juzgado federal de Esquel–, Otranto atendió llamadas previas, contemporáneas y posteriores al ataque a la Pu Lof de Cushamen –donde desapareció Santiago– desde el celular número 0111563XXX54. Su usuario: el inefable Noceti.

 

A continuación –ya pasado el mediodía– el magistrado recibió a Noceti en su despacho. Según una fuente del juzgado hubo allí el siguiente diálogo:

 

–Le adelanto que Gendarmería actuó sin orden judicial –soltó Noceti– porque, usted sabe, con la figura de flagrancia nos basta.

 

–Vea –contestó Otranto–, con eso usted puede despejar la ruta. Pero no entrar al territorio mapuche. Para eso necesitaba una orden mía…

 

Noceti insistió con el criterio de la autonomía de las fuerzas. Y remató:

 

–De todos modos, el operativo ya está hecho.

 

Dicen que por toda reacción, el “juececito” se quedó en el molde. Ese hombre no estaba dispuesto a malograr su candidatura para presidir un tribunal oral en la ciudad de General Roca.

 

La segunda oportunidad

El resto de la historia es conocida. Con el proverbial fervor de los conversos, Otranto fue en la causa por la desaparición forzada de Maldonado el garante de la impunidad. Omitió pruebas de valía, se negó a cruzar las llamadas del celular de Noceti (en salvaguarda de su propia línea telefónica), le informaba a éste sus próximos pasos (como la inspección de los vehículos utilizados por la Gendarmería en el operativo), rechazó un allanamiento al casco de la estancia Leleque, del grupo Benetton (a sabiendas de que allí había una base secreta de aquella fuerza), aceptó a pies juntillas la “intervención” del juzgado por parte del funcionario ministerial Gonzalo Cané, desestimó declaraciones clave y hasta cometió abusos y vejaciones a testigos de la causa (como el mismísimo Matías Santana), además de influir en el trabajo de la fiscal Silvana Ávila (a través de su pareja, Rafaella), entre otras trapisondas.

 

Pero no calculó que una simple frase suya publicada el 17 de septiembre en el diario La Nación –“La hipótesis más razonable es que Maldonado se ahogó”– sería su pasaporte hacia la desgracia. Esas palabras bastaron para que la Cámara Federal de Comodoro Rivadavia lo eyectara de la causa.

 

Pero ahora, en virtud de la absurda denuncia contra Santana presentada por los abogados de la Gendarmería, Gustavo Dalzone y Facundo Perelli, el diligente Otranto renació de sus cenizas

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