El ojo del Huracán

La extradición de Jones Huala a Chile exhibe una remake del Plan Cóndor: excluidos en lucha y represión al servicio de negocios ligados al poder.

A través de una videoconferencia –para así eludir situaciones incómodas–, el juez federal de Bariloche, Gustavo Villanueva, comunicó el fallo que concede la extradición a Chile del líder mapuche Facundo Jones Huala. Pero tal atajo comunicacional no evitó que, de inmediato, éste pronunciara desde la cárcel de Esquel una arenga transmitida con altoparlantes en la periferia del tribunal por la Red Nacional de Medios Alternativos, mientras su voz también llegaba a Italia, España y al país trasandino.

Luego hubo pedradas contra el edificio del juzgado. La respuesta: gases lacrimógenos y una cacería policial en las calles que conducen hacia el Centro Cívico con una cosecha de 19 detenidos; entre ellos, un menor de 13 años, una mujer embarazada y el periodista de radio Piuke, Luciano Beveraggi.

Era, por cierto, la segunda vez que a Jones Huala se lo enjuiciaba por la misma razón. Cabe recordar que el proceso anterior –celebrado en Esquel– se había desplomado por un leve tecnicismo: el único testigo contra el acusado supo aportar datos bajo brutales torturas. Así lo entendió nada menos que el juez federal de aquella ciudad, Guido Otranto, quien no vaciló en declarar la nulidad del asunto sin ser precisamente un adalid del “garantismo”. A eso se le debe añadir el carácter antojadizo del pedido chileno: la extradición del lonko es solicitada por el incendio intencional en 2013 de una propiedad rural en la localidad de Río Bueno, hecho por el cual ya fueron absueltos sus presuntos cómplices, además de probarse que él no se encontraba en Chile al momento de ocurrir.

Lástima que el fallo del doctor Villanueva –un gran logro en la epopeya “civilizatoria” que comparte el régimen macrista con el gobierno de la médica Michelle Bachelet– se vea empañado por su coincidencia con el papelón en torno al denominado “Operativo Huracán”, sucedido al quedar al descubierto una maniobra de los Carabineros –la principal fuerza de seguridad chilena– consistente en el armado de evidencias falsas para incriminar a mapuches en delitos terroristas. Un escándalo institucional de imprevisibles consecuencias y que también salpica a las autoridades argentinas.
Bien vale entonces repasar las claves de esta alianza bilateral, una suerte de Plan Cóndor del presente.

El complot

Lo cierto es que desde mediados de 2016 existía un profuso intercambio de información entre los servicios de inteligencia chilenos y locales para poner en marcha la ilusión del “enemigo interno” en ambos lados de la cordillera; o sea, la fantasmagórica Resistencia Ancestral Mapuche (RAM) en la Patagonia y la no menos brumosa Coordinadora Arauco Malleco (CAM) en la Araucanía. De modo que sus principales ciudades se llenaron de espías y policías.

El capítulo más intenso de esta trama empezó a palpitar durante la visita oficial de Mauricio Macri a Chile. Corría el mediodía del 27 de junio pasado cuando el mandatario argentino ingresó al Palacio de la Moneda. Allí mantuvo una reunión privada con la presidente Bachelet, de quien se despidió pasadas las tres de la tarde. Después trascendió que entre otros asuntos ambos hablaron sobre la situación de Jones Huala, cuyo enjuiciamiento allí era un anhelo de la anfitriona. Y que Macri prometió dar curso favorable a su extradición.

Ese mismo día el caudillo aborigen fue detenido por Gendarmería en la ruta 40 y encerrado en la cárcel de Bariloche. No había orden de arresto en su contra. Y el hecho de que su captura haya sucedido en ese sitio indica que lo venían siguiendo. El responsable de esa tarea de inteligencia ilegal no fue otro que Pablo Noceti, el funcionario predilecto de la ministra Patricia Bullrich.

Ya se sabe que tal arresto fue motivo de una escalada de fricciones entre mapuches y uniformados que derivó, nueve semanas más tarde, en la muerte de Santiago Maldonado durante una incursión de Gendarmería en la Pu Lof de Cushamen. Otro hecho del que Noceti no fue ajeno.

Así se llegó al 29 de septiembre de 2017. Aquel día –mientras la crisis política por la desaparición de Maldonado era observada por el mundo entero– hubo un misterioso cónclave argentino-chileno en el Palacio San Martín de la Cancillería. Por el país vecino asistió una delegación presidida por el entonces subsecretario del Interior (y actual ministro), Mahmud Aleuy, e integrada por el embajador José Viera Gallo y tres funcionarios de menor rango; por la parte argentina estuvo la señora Bullrich y su plana mayor –Noceti, Gonzalo Cané y Gerardo Milman–, además del director del área de Fronteras, Vicente Autiero, y el jefe de Asuntos Jurídicos del Ministerio del Interior, Luis Correa. El tema tratado –según una gacetilla oficial– fue “enfrentar en forma conjunta delitos transnacionales como el contrabando y el narcotráfico”. La razón real era muy diferente y extremadamente delicada.

El fallo del doctor Villanueva coincide con el papelón en torno al denominado “Operativo Huracán”, una maniobra de los Carabineros consistente en el armado de evidencias falsas para incriminar a mapuches en delitos terroristas. Un escándalo institucional de imprevisibles consecuencias y que también salpica a las autoridades argentinas.

Una semana antes se produjo en los alrededores de la ciudad chilena de Temuco el espectacular arresto de ocho “extremistas” de la CAM, incluido su líder, Héctor Llaitul. Se los imputaba de atentados incendiarios, entre otros actos sediciosos. La acción, bautizada con el criterioso nombre de “Operativo Huracán”, fue un logro de la Dirección de Inteligencia Policial de Carabineros (DIPOLCAR) por orden del fiscal de la Araucanía, Luis Arroyo,
Gran alarma causó la revelación de conversaciones por WathsApp entre los detenidos sobre la posible importación de armas desde Argentina. Uno de esos audios se refería a “6 escopetas, 10 revólveres, 12 pistolas, 2 fusiles de asalto 250 cartuchos, 550 balas calibre 38 y 84 balas calibre 9 milímetros”. La hasta hablaba de un presupuesto de “900 lucas”.

A la ministra local se le hacía agua en la boca. Y sin que le temblara la voz, aseguró tener “información coincidente” con aquellos datos. Argentinos y chilenos acordaron entonces cerrar los pasos fronterizos, junto con muchas otras medidas de excepción.
En aquel momento no imaginaban que el inapelable peso de la realidad infectaría sus planes de manera estrepitosa.

Madres de Plaza de Mayo y organizaciones de DDHH acompañaron a la comunidad mapuche en el reclamo de libertad a Jones Huala.

Su señoría

Alivio, redención y triunfalismo. Aquellos tres vocablos resumen el clima que envolvía al Poder Ejecutiva tras ser hallado el cadáver de Maldonado en un recodo del río Chubut. Y su epílogo forense –“ahogamiento por sumersión”– le posibilitó instalar la idea de una “muerte accidental”, como si eso pudiese realmente ocurrir en medio de un ataque represivo descontrolado y atroz. Una especulación que no evitó la horrenda superposición temporal entre el entierro de Santiago en la ciudad bonaerense de 25 de Mayo y el asesinato del joven mapuche Rafael Nahuel esta vez en manos de una horda del Grupo Albatros al ser desalojada cerca de Bariloche la comunidad Lafken Winkul Mapu. Y nada menos que por orden del juez Villanueva, quien, por esas vueltas de la ruleta penal, también le tocó investigar dicho homicidio. Era el 25 de noviembre.

La ministra Bullrich demoró 36 horas en esgrimir una explicación sobre lo sucedido. Y sus palabras fueron en verdad una declaración de principios: el Gobierno “no tiene que probar lo que hace una fuerza de seguridad”. ¿Acaso fue un exabrupto? Todo indica que no. Porque tal tesitura fue apuntalada por prestigiosas voces; entre estas, la de Macri (“Hay que volver a la época en que la voz de alto significaba entregarse”); la de Gabriela Michetti (“El beneficio de la duda siempre lo tienen las fuerzas de seguridad”); la del ministro de Justicia, Germán Garavano (“La violación de las leyes ahora va a tener sus consecuencias”) y la del diputado del PRO, Waldo Wolff (“Se debería tomar medidas contra el magistrado si no actúa”). A modo de remate, “La Piba” –tal como sus allegados aún llaman a esa mujer de 62 años– hasta suscribió una resolución para que los uniformados “no obedezcan órdenes de los jueces si consideran que no son legales”.

¿Se podría suponer que esa fue una iniciativa de su propio cuño o una medida debidamente consensuada en las más altas esferas del poder? Alguna vez se sabrá en qué despacho oficial –y con qué funcionarios– fue ideada y pulida tal “doctrina” que legitima, entre otras peligrosidades, el pogrom contra los pueblos originarios.

El secretario de Derechos Humanos, Claudio Avruj, otro alfil de aquella política, expresó entonces en un comunicado el disgusto gubernamental ante la realización de una mesa de diálogo con la comunidad Lafken Winkul Mapu, puesto que ello obligó a Villanueva frenar la represión. Por lo pronto, aquella circunstancia también provocó un cisma entre el juez y Bullrich, su –hasta ese momento– socia en el asunto. De modo que, en relación al crimen de Rafael, ella resumió su animosidad con elocuencia: “Es el juez quien debería buscar pruebas, y ya está perdiendo bastantes días”.

Un encono injusto hacia el hombre que obedeció con suma docilidad los dictados segregacionistas del Poder Ejecutivo. De hecho, fue Villanueva quien llevó a juicio por primera vez a Jonas Huala para su extradición, y también fue él quien –tras la anulación de ese proceso– legitimó otra vez su detención en medio del encuentro de Macri con Bachelet.

En tanto, la información que oportunamente aportó el ministro Aleuy durante su visita del 29 de septiembre a Buenos Aires fue incorporada –como si fuera cosecha propia– al ya famoso protocolo de 180 páginas redactado por especialistas del Ministerio de Seguridad sobre el “terrorismo mapuche” en la región. Su riqueza conceptual también incidió en la creación de un “comando unificado” entre las fuerzas federales de seguridad y las policías de Neuquén, Río Negro y Chubut, en base a un convenio de la ministra con sus pares en aquellas provincias, Jorge Lara, Gastón Pérez Estevan y Pablo Durán.

No está de más reconocer que el pacto punitivo entre ambas naciones se tornaba cada vez más fructífero. Tanto es así que el 15 de enero Bullrich precisó a la agencia Télam que “la colaboración con Chile es permanente”. También dijo: “Allí hay un elevado nivel de violencia de la CAM, socia de la RAM”. Agregó que “la frontera del sur es muy fácil de cruzar”. Y su remate fue: “Eso lo estamos trabajando mucho con Chile”.

A la luz de los hechos que por aquellas horas ya se habían desatado en el país vecino, sus palabras ahora resultan sumamente ridículas.

La policía de Río Negro reprimió la manifestación que repudió el fallo del juez Villanueva.

Operación Huracán

El primer signo del escándalo se produjo el 26 de diciembre en el despacho de Aleuy, al llegar allí –sin anunciarse– el jefe máximo de Carabineros, general Bruno Villalobos. El tipo lucía nervioso.

A manera de saludo, Villalobos soltó a boca de jarro: “Mi subsecretario, todo indica que alguien filtra información confidencial a los mapuches”. Pero después sólo balbuceó generalidades inconsistentes sobre ello, adjudicando la responsabilidad del asunto a “funcionarios judiciales de la zona de conflicto”.

Aleuy, azorado, solamente atinó a ordenar una pesquisa al respecto. Y Villalobos dijo que “la pesquisa ya estaba hecha”. No faltaba a la verdad.

La investigación –iniciada el 9 de ese mes por la Dirección Nacional de Inteligencia de Carabineros, encabezada por el general Gonzalo Blu– acababa de ser remitida al fiscal general Jorge Abbott.
De inmediato, el doctor Abbott notificó al fiscal de Alta Complejidad de la Araucanía, Luis Arroyo, la recepción del paper, antes de enviarle una copia.

Un sencillo vistazo al material le bastó a éste para palidecer y, después, montar el cólera. El informe –basado en grabaciones telefónicas– daba cuenta de que la filtración de datos del “Operativo Huracán” hacia la CAM había sido obra de su asistente letrada, la doctora Mónica Palma, quien, según el paper, mantendría un tórrido romance “con un activista mapuche”.

En realidad, quien mantenía una relación sentimental con la sospechada era él. Y enseguida comprendió que en este asunto había un tiro por elevación hacia su persona. También dedujo su autoría. Arroyo nunca fue del agrado de los agentes de la DIPOLCAR. Claro que tal recelo era mutuo.

Sin perder un segundo, Arroyo llamó entonces por teléfono al doctor Abbott para comunicarle una decisión: presentar a título personal una querella contra la DIPOLCAR.

Abott sabía que dicha causa sería investigada por el Ministerio Público; entonces, con tono casual, dijo:
– ¿Está usted seguro, Luis?
– Esta basura es para causar un daño irreparable a mi imagen –contestó Arroyo, visiblemente ofuscado. No hubo modo de disuadirlo.

El asunto desembocó en una situación impensada: tras la denuncia del fiscal en el Juzgado de Garantías de Temuco, no solamente se comprobó que las escuchas que acompañaron la denuncia policial –efectuadas bajo el amparo de la ley de inteligencia– eran fraguadas sino que la investigación misma del “Operativo Huracán” era un fraude, ya que –según los peritajes– los registros de WathsApp y demás grabaciones telefónicas habían sido manipulados con diálogos falsos. De modo que Abbott –que reconoció no haber tenido control sobre los orígenes del material reunido por los instructores policiales– anuló la pesquisa sobre los presuntos integrantes de la CAM y abrió otra causa contra la DIPOLCAR.

Desde entonces el escándalo en Chile es mayúsculo. Un escándalo que enfrenta a la Fiscalía Nacional con el Poder Ejecutivo. Una maniobra delictiva que involucra al mismísimo general Villalobos, a su alfil, al general Blu y a los integrantes del estado mayor de de la DIPOLCAR. Un papelón que hunde en la hilaridad la hipótesis del Estado chileno sobre la “amenaza terrorista” de las comunidades mapuches. Y que, por ende, hiere de muerte su Plan Cóndor con el gobierno argentino.
En medio de tamañas circunstancias, Facundo Jones Huala no es sino el trofeo de una comedia teñida en sangre.

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