El marketing y los monstruos

Rudolph Giuliani en La Matanza y Santiago Maldonado desaparecido en Chubut: apuntes sobre el eterno retorno de la demagogia punitiva y lo que deja la campaña cuando se saca el bozal.

Con Mauricio Macri en el poder la represión ya es parte del paisaje. Pero más allá de ser la única respuesta del Estado ante los conflictos provocados por las medidas de ajuste, su sentido fue cocinado al calor del marketing. Y con una lógica aplastante: poner en práctica iniciativas bestiales para así cautivar al núcleo cavernícola del electorado.

 

De hecho, el sorpresivo ataque policial –con gases lacrimógenos, carros hidrantes y balas de goma– a cooperativistas congregados el 28 de junio ante el Ministerio de Desarrollo Social fue el primer acto de campaña del macrismo en el ámbito porteño. Un criterio proselitista que ahora se aplica en todas las latitudes del país. Aunque no sin descuidar otro guiño muy aplaudido por esa misma masa votante: la demagogia punitiva, cuyos hitos más usuales incluyen “controles poblacionales” en barrios pobres, las constantes vejaciones a niños indigentes, la cacería de adultos jóvenes por razones lombrosianas, el despojo de mercaderías a vendedores ambulantes y el hostigamiento de inmigrantes, entre otras delicias propias de la “patria penal”.

 

Lo cierto es que ese concepto de la seguridad pública también engorda las promesas de otros espacios políticos lanzados a la carrera de las urnas. La alianza 1País, encabezada por el líder del Frente Renovador, Sergio Massa, es un ejemplo de ello. Sus tácticas al respecto no dejan de ser un nítido espejo del anhelo disciplinante que palpita en la “parte sana” de la población. Bien vale entonces analizar tal fenómeno propagandístico en particular, que hasta contó con un experto en la materia: el ex alcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani, quien seguramente no llegó a imaginar que su presencia en el país coincidiría con el primer delito macrista de lesa humanidad.

 

La teoría de las ventanas rotas
William Bratton

El 2 de agosto Massa se dejó caer junto a ese ilustre visitante en el barrio Villa Madero, de La Matanza, para expresar su gran preocupación por el flagelo de la violencia. Giuliani supo concebir –en sociedad con su ex jefe de policía, William Bratton– la famosa doctrina de la Tolerancia Cero.

 

Recibido con cariño en un centro de jubilados, aquel hombre se mostró gratamente asombrado por el programa “Alerta Buenos Aires” (un sistema de sirenas enlazado a una aplicación de celular que Massa presenta como la clave de su campaña). Y no menos beneplácito le causó el choripán que su anfitrión le hizo comer para las fotos. Luego expresó en un dificultoso castellano: “Para reducir el crimen hay que tomar decisiones difíciles, pero justas. Porque si la gente no puede sentirse segura, no le quedan derechos. ¿Para qué les sirve el derecho a ir al cine si tienen miedo?”. Esa pregunta retórica fue respondida con una oleada de aplausos. Massa sonreía satisfecho.

 

Tal vez en aquel momento recordara que entre el 17 y el 19 de octubre de 2013 el norteamericano –que también lo acompañó en su campaña para las legislativas de ese año– improvisó un discurso en el teatro Güemes de Mar del Plata y otro en el teatro Juan Martinelli, de San Fernando. En ambas tribunas repitió: “¿Para qué les sirve el derecho a ir al cine si tienen miedo?”.

 

Pero es aún más notable que aquella misma frase fuera pronunciada en el ya lejano verano de 2000 por el propio Bratton, en ocasión de haber sido traído a Buenos Aires por el entonces candidato a jefe de gobierno porteño del cavallismo, Gustavo Beliz. De idéntico modo que Giuliani ahora, Bratton supo jactarse de la tajante reducción del delito en la Gran Manzana mediante la mágica fórmula creada a dúo con el alcalde. Una fórmula cuya base teórica tuvo un origen azaroso y trepidante.

«Dicha estrategia para combatir el crimen se basa en una idea geométrica del “mal”. O sea, en la progresión acumulativa de hechos inadecuados»

En el atardecer del 22 de enero de 1984 –a diez años del estreno de la película El vengador anónimo, donde Charles Bronson se pone en la piel de Paul Karsey, quien, alicaído por el crimen de su esposa, empieza a limpiar a tiros las calles de Nueva York–, un individuo que acababa de subir al subte en Manhattan acribilló a cuatro adolescentes de porte sospechoso ante la atónita mirada de 20 pasajeros. A partir de entonces, dicha sombra adquirió estatura de mito. Su arresto –ocho días después– le aportó cara y apellido: se trataba de Bernhard Goetz, un ingeniero delgado, frágil y racista, que había sufrido un robo en 1981.

 

Su acto extremo mereció una excelente acogida del público. El subte de Nueva York era por aquella época muy peligroso, tierra de nadie, tal como se acostumbra a decir. Y lo de Goetz visibilizó tal problema ante los ojos de las autoridades comunales. Éstas lo remediaron al poner al frente de su seguridad a un auténtico especialista. El tipo hizo un excelente trabajo. No era otro que Bratton. Su éxito le deparó un destino de gloria: en 1994 fue convocado por el flamante alcalde Giuliani. Y la huella de ambos en la Tierra fue la Tolerancia Cero.

 

“¿Para qué sirve el derecho de ir al cine si la gente tiene miedo?”, dijo Bratton hace ya 17 años en un acto proselitista del espacio Nueva Dirigencia. Beliz sonreía satisfecho.

 

Bernhard Goetz

Ese día, el candidato y su invitado, en compañía de algunos asesores y un selecto puñado de periodistas –entre quienes estaba el autor de esta nota–, hicieron un tour por las zonas más inseguras y violentas de la ciudad. El punto de encuentro fue la comisaría 2ª, en pleno centro porteño. Allí, el ex jefe de la policía neoyorquina contempló con gesto aprobatorio una celda acondicionada para su visita con paredes recién pintadas y una cama con sábanas y colchón. Tras ello, Bratton, Beliz y su comitiva recorrieron en camioneta ciertos puntos álgidos de la ciudad –villas y casas tomadas–, pero siempre a la distancia.

 

Al ver unos pibes que aspiraban pegamento tras un alambrado de la Villa 31, Bratton preguntó: “¿Qué hacen las autoridades al respecto?” Nadie le supo contestar. El legendario policía, quien suponía que esos chicos eran simples desertores del sistema educativo, habló entonces sobre las Fuerzas de Patrullas creadas por él con el propósito de localizar escolares que se ausentan de las clases sin permiso.

 

Finalmente, manifestó su deseo de ver la oferta sexual en la ciudad. El vehículo enfiló entonces hacia el barrio de Constitución. Corría el mediodía de un domingo, el termómetro marcaba 34 grados y no había un alma en la calle.

 

“Alguien debe haber alertado a las prostitutas sobre nuestra llegada”, esgrimió Beliz a modo de justificación.

 

En caso de ser elegido, aquel hombre pretendía aplicar el programa de la Tolerancia Cero en la Ciudad de Buenos Aires.

 

Ahora aquella misma bandera flamea en el mástil de Massa. Y Giuliani volvía a decir: “Hay que tomar decisiones difíciles, pero justas”. A espaldas del orador se leía una consigna: “La seguridad, una necesidad de todos / Leyes de tolerancia cero contra el delito y la droga”.

 

Dicha estrategia para combatir el crimen se basa en una idea geométrica del “mal”. O sea, en la progresión acumulativa de hechos inadecuados. Y su remedio consiste en abortarlos a tiempo; por caso: penalizar al borracho que orina en un árbol para de esa manera evitar asesinatos múltiples y otras calamidades. Eso se inspira en la denominada “teoría de las ventanas rotas”, concebida por los criminólogos James Q. Wilson y Georges Kelling. Ellos lo fundamentan así: “Consideren un edificio con una ventana rota. Si la ventana no se repara, los vándalos tenderán a destrozar unas cuantas ventanas más. Finalmente, quizás hasta irrumpan en el edificio, y si está abandonado es muy posible que sea ocupado por ellos o que le prendan fuego. Algo similar podría suceder en una acera: se acumula algo de basura; pronto, la gente dejará más bolsas de basura, la acera se colapsará y eso bastaría para convertirla en tierra fértil de atracos y violaciones”. Es curioso que semejante razonamiento pueda cristalizar una política de Estado. Curioso pero plausible. Y en nombre de la “prevención del delito”.

 

¿Por quién doblan las alarmas?
Castillo y Sosa

En ese intenso primer miércoles del mes en curso Massa llevó a Giuliani con premura desde las ásperas calles de La Matanza al elegante Salón Libertador del hotel Sheraton para presentar su libro Así lo hicimos, que brinda detalles de su experiencia personal en la lucha contra el delito.

 

¿Acaso sus páginas dan cuenta del estrecho lazo que lo unía al ex fiscal general de San Isidro, Julio Novo, quien renunció después de que la Cámara Federal de San Martín lo procesara a raíz de su complicidad con una banda de narcos posteriormente encarcelada en España por contrabando de cocaína? ¿Acaso también aborda la vidriosa alianza en la zona norte del Gran Buenos Aires entre intendentes, policías y fiscales –que Novo y él supieron integrar– en salvaguarda de negocios sucios? Lo cierto es que en aquel evento Massa no dio precisiones al respecto. En cambio, soltó: “El libro refleja cómo luchamos en Tigre para que nuestros vecinos no tengan miedo”.

 

Ese mismo día debía comenzar en los tribunales de San Isidro el juicio oral contra dos oficiales del Comando de Patrullas de Tigre (COT), la mazorca municipal creada por Massa en su época de intendente. Los acusados son el sargento Gustavo Castillo y el inspector Héctor Sosa, quienes el año pasado agredieron brutalmente a un repartidor de harina –al cual dejaron con fractura de tibia y peroné– luego de que éste les pidiera que corrieran el patrullero para estacionar su camioneta. El asunto puso otra vez bajo la luz pública a Sosa, un inspector exonerado de La Bonaerense por fusilar a Víctor “El Frente” Vital, en un caso emblemático de los Escuadrones de la Muerte. Y que tuvo una segunda oportunidad laboral al amparo de Massa. Pero aquel miércoles –con los dos uniformados a punto de sentarse en el banquillo– de modo súbito el juicio fue suspendido. Ahora es un secreto a voces que esa postergación fue para que la cobertura periodística del asunto no malograra la presencia de Massa y Giuliani en el Sheraton.

 

Pero el ex intendente de Tigre no era por esas horas el único adalid de la seguridad pública en ser aguijoneado por los avatares de la actualidad.

 

En ese mismo momento la ministra de Seguridad de la Nación, Patricia Bullrich, era recibida el barrio La Loma, de Vicente López, por el intendente Jorge Macri. Juntos recorrieron un centro de monitoreo policial y participaron en un control callejero, además de repartir besos y apretones de manos ente los vecinos. Ella exhibía su habitual mueca de jolgorio. Nada hacía suponer que aquella mujer acababa de incurrir en un nuevo desafío: estar implicada en un delito de lesa humanidad.

 

No había transcurrido aún un día entero desde la desaparición forzada de Santiago Maldonado, visto por última vez golpeado mientras lo cargaban a una camioneta blanca de Gendarmería durante la brutal represión en la lof de Cushamen, en Chubut. El asunto había sido comandado personalmente por su propio jefe de gabinete, Pablo Noceti, un abogado de represores presos que se volcó a la función pública.

 

La respuesta más nítida del Gobierno ante este hecho de imprevisibles consecuencias institucionales fue un estruendoso silencio.

 

Ya se sabe que los sueños del marketing crean monstruos.

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