Con las fuerzas de la desesperación

Episodio #42 de las “Memorias de un niño peronista”, de Teodoro Boot

De Santis y los demás detenidos estaban alojados en la Unidad Regional San Martín. Y con nueva compañía: dos hombres que habían llegado a la casa de la calle Yrigoyen en busca de un amigo. En vez del amigo los recibieron un sargento y dos vigilantes.

 

El más alto de los dos nuevos presos había sido policía. Ahora tenía un taller de equipos de refrigeración. El otro era comerciante.

 

De Santis no recordaba si fueron ellos o alguno de los centinelas quienes dieron la noticia: en La Plata había estallado la revolución y el gobierno había dictado la ley marcial.

 

–A ver si nos matan todavía –dijo uno de los detenidos cuando los llevaban hacia la calle.

 

Los hicieron subir a un camión. Alguno de los policías comentó que los llevarían a La Plata.

 

De Santis sintió en su brazo la presión de los dedos de Polo.

 

–Vos no te separás de mí – susurró Polo.

 

De Santis obedeció. Era un autómata.

 

El camión, un carro de asalto policial, tenía carrocería abierta y techo y laterales de lona. En el interior, los bancos de madera estaban sujetos al piso mediante gruesos bulones.

 

Detrás, esperaba una camioneta de la policía. En la calle había varios vigilantes, todos armados con fusiles máuser.

 

A medida que iban subiendo, los detenidos ocupaban los asientos de adelante hacia atrás. Por último, lo hicieron dos guardias y un cabo. Bajaron la lona trasera, de manera que sólo les era posible observar el exterior a través del parabrisas del conductor. El mundo era un pequeño rectángulo de pavimento apenas iluminado por los focos del vehículo.

 

Aburrido, De Santis paseaba su mirada por los rostros de algunos de los detenidos.

 

No podía verlos a todos, aclaró.

 

 

Hasta yo, que asistía al relato con el corazón palpitando cada vez más rápido, como si escuchara un nuevo episodio de “Peter Fox lo sabía”, podía darme cuenta de eso.

 

 

A quien, por su ubicación, De Santis podía observar con mayor facilidad era al ex policía.

 

Algunos detenidos se lamentaban, explicándose entre sí, pero en un tono de voz lo suficientemente alto como para ser oído por los policías, las razones por las que estaban en aquella casa. Uno había ido a escuchar la pelea. Otro a jugar a las cartas. Un joven bolaceó: había sido sorprendido en la calle al salir de lo de su novia.

 

¿Y yo? –Horacio Di Chiano ni siquiera se había movido de su sillón, en su living, donde había estado escuchando su radio. Y lo habían detenido cuando echaba agua a su bolsa de agua caliente para llevarle a su esposa.

 

Otros rumiaban sus pensamientos, o sus temores, o sus planes en reconcentrado silencio. Si hasta había quien roncaba. De Santis no lo pudo distinguir.

 

El ex policía, en cambio, estaba bien despierto. Sus músculos se tensaban debajo de la camisa. Tenía las mandíbulas apretadas y los ojos alerta.

 

De Santis pudo ver el momento en que esos ojos se cruzaron con los de un centinela, que, por primera vez, le sostuvo la mirada e, imprevistamente, le dio un golpecito rápido y suave en la rodilla. El ex policía permaneció silencioso, un par de segundos en los que De Santis pudo notar que sus facciones se alteraban.

 

–¿Qué pasa? –preguntó en voz muy alta, sin apartar los ojos de los del centinela– ¿Por qué me toca?

 

Algunos de los detenidos se volvieron hacia él. El vigilante tartamudeó:

 

–Por nada, señor. Fue sin querer.

 

Pero entonces fue Polo quien pareció estar alerta.

 

Codeó a De Santis.

 

–Atenti.

 

 

De Santis pasó una mano por su rostro. Cerró los ojos. Las puntas de los dedos se demoraron en sus labios cianóticos, deformándolos como los de un monigote de plastilina.

 

Permaneció en silencio unos minutos mientras Emilio, Friedman y yo lo mirábamos en silencio. Al fin pareció despertar. Abrió los ojos, sacudió la cabeza y, tras acabar con el Cinzano, extendió el brazo.

 

–Ruso, servime otro, por favor.

 

 

El camión no los llevaba hacia La Plata sino en sentido contrario. De Santis lo comprobó al distinguir por el parabrisas del conductor el cruce de la ruta 8 con el Camino de Cintura.

 

Se lo comentó a Polo, en susurros. Polo miró al ex policía, que pareció comprender el mensaje.

 

Luego de un rato de marcha, el camión se detuvo.

 

–Bajen seis –dijo el cabo.

 

Varios bajaron, hacia un camino de asfalto rodeado de campo. Sin embargo, desde la camioneta policial surgió una voz de contraorden.

 

–No, acá no. ¡Más adelante!

 

El camión reanudó la marcha hasta que volvió a detenerse.

 

Esta vez los que bajaron fueron más, entre ellos Gavino y Carranza. Sólo permanecían en el camión Polo, De Santis, el ex policía, su amigo comerciante y Carlitos, a quien Polo había retenido cuando se disponía a bajar.

 

–Vos te quedás acá, pibe.

 

También quedaron los dos vigilantes.

 

 

Todo sucede en un instante, como el fogonazo de un flash: apenas se escuchan los primeros disparos, el ex policía salta sobre los vigilantes, les junta de un golpe las cabezas y los arroja hacia los costados.

 

–¡Vamos!

 

De Santis cae aparatosamente del camión, empujado por Polo.

 

El ex policía lo agarra del brazo para ayudarlo a incorporarse.

 

–¡Vamos! –urge.

 

De Santis escucha un ensordecedor estampido a sus espaldas. Se da vuelta. En el camión, las rodillas de Polo se aflojan. Una mancha oscura se extiende en su camisa.

 

Reaccionando, después de balear a Polo los vigilantes se arrojan sobre Carlitos. El comerciante, que había conseguido bajar del camión, sigue aferrando la mano del joven. Hasta que, arrastrado por los policías, los dedos de Carlitos se escurrien entre los suyos. El comerciante echa entonces a correr detrás de De Santis y el ex policía. En pocos segundos se han alejado treinta metros del camión. Corren, a los tumbos, con las fuerzas de la desesperación, protegidos por la oscuridad de la noche.

 

 

¿Saben lo que hizo ese tipo? –preguntó De Santis, con los ojos dilatados de asombro, como si en efecto todo volviese a ocurrir en este mismo instante.

 

Hablaba del ex policía.

 

¿Cómo iba a saber, si estaba durmiendo?, estuve por contestar, hasta que me di cuenta de que la pregunta no iba dirigida ni a mí ni a ninguno de los presentes. De todos modos, calculo que por cortesía, Emilio preguntó a su vez:

 

¿Qué hizo?

 

Cuando llegamos a una zanja nos metimos adentro, explicó De Santis.

 

“Usted siga”, me dice.

 

Lo miro. Entonces entiendo. ¡Va a volver!

 

De Santis sonríe. Es una sonrisa desvaída, casi patética:

 

Dije que entiendo. ¡Qué carajo voy a entender!

 

 

Dejando a De Santis a salvo, el ex policía regresó sobre sus pasos en busca de su amigo Benavidez, el comerciante. No lo encontró entre los muertos, que eran varios. Estaba el pibe, Carlitos, con cuatro tiros en el pecho y uno en la cara. Y Carranza, con el cráneo destrozado por un tiro de gracia. Pero no vio a Polo. También había desaparecido.

 

Pensando que Polo y Benavidez se habían salvado, caminó hasta José León Suárez. Cerca de la estación se topó con uno de los sobrevivientes, cubierto de sangre. Es Di Chiano, el vecino de la casa de adelante. Un oficial de policía lo ayudaba a caminar, tomándolo de las axilas.

 

Nos fusilaron. Nos fusilaron –decía Di Chiano.

 

Al pasar a su lado, el oficial reconoce al ex policía.

 

–¡Hola, Troxler! –le grita– ¿Cómo te va?

 

Bien. Ya lo ves –contesta Troxler. Y sigue su camino. Se detendrá seis días después, una vez que consiga cruzar la frontera con Bolivia.

 

 

Entonces Polo…, quiero preguntar. Pero las palabras no alcanzan a salir de mi boca.

 

De Santis se da cuenta. Tal vez Emilio le haya hecho la pregunta que no pude formular, porque el rostro de De Santis se ensombrece. Menea la cabeza. Sus ojos se clavan en el nuevo vaso de Cinzano.

 

No –dice–. Con ese tiro en el pecho…

 

 

De Santis caminó hasta la estación Chilavert. En la unidad regional le habían vaciado los bolsillos y no tenía un peso. Pero era más imprudente, o incauto o inexperto que Troxler y se acercó a unos muchachos que conversaban en una esquina. Les contó, vagamente, lo que había pasado. Dijo algo así como “La cana me quiso amasijar”.

 

Los muchachos metieron las manos en los bolsillos. Uno sacó un billete de diez. Otro le dio cinco. Y así.

 

–Uno hasta retiro. Ida. –dijo en la boletería, por decir algo.

 

Y él también tuvo su encuentro con un sobreviviente. Lito Giunta, el vecino de al lado, había sido detenido en casa de Di Chiano mientras escuchaban la pelea. Estaba en el andén. Tenía los pantalones destrozados y los zapatos cubiertos de barro. Tres hombres lo miraban con atención.

 

Todos subieron al mismo tren que De Santis, que los perdió de vista: mientras se dejaba caer en el primer asiento, don Lito Giunta caminaba por los vagones en dirección a la máquina.

 

De Santis volvió a verlo en la estación San Andrés. El tren ya había arrancado cuando de pronto Giunta apareció haciendo cabriolas en el andén. Se había arrojado para escabullirse de los tres hombres.

 

Detuvo su desordenada carrera al estrellarse contra un grupo de ligustros.

 

Pero estaba a salvo.

 

 

De Santis no había pensado, ni por un instante, en llegar a Retiro.

 

Se bajó en Migueletes y caminó flanqueando la General Paz del lado de la capital hasta avenida San Martín, donde tomó un colectivo. Era casi de madrugada cuando se apeó en el puente.

 

Recién entonces, mientras bajaba las escaleras, se dio cuenta de que no sabía qué hacer.

 

En la curva de Lascano vio el bar, cerrado y sin luces. Pronto mi tío Rodolfo levantaría la cortina. Ya debía tener encendida la máquina de café. Apuró el paso. Un desayuno con medialunas era tentador, pero no quería encontrarse con mi tío. No podía sacarse a Polo de la mente.

 

Cruzó Gavilán por la vereda opuesta al bar. Estaba bajo la luz. Después de la esquina podría volver a caminar junto a la pared, oculto por las sombras. Tenía que esperar que se hiciera de día para entrar a casa de doña Carmen. Los policías también se habían quedado con sus llaves.

 

Ya casi había terminado de cruzar la bocacalle cuando escuchó un chistido.

 

–¡Di Santi!

 

Pablito Serún le gritó desde la puerta del pasillo, que comunicaba directamente con la casa de mi tía.

 

De Santis le hacía señas desesperadas para que se callara la boca, pero Pablito no era una persona normal.

 

–¡Ti estoy isperando! –gritó, más fuerte.

 

De Santis cruzó la calle rápidamente.

 

–No grites, querés.

 

¡Ti llamó Perón! –siguió gritando Pablito.

 

De Santis se desentendió del borracho, dispuesto a seguir su camino pero sin saber a dónde dirigirse.

 

–Quiría saber cómo había salido Lausse.

 

A lo de Emilio”, pensó De Santis. “Vuelvo a lo de Emilio”.

 

–Iste Perón es medio loco –dijo Pablito.

 

De Santis se detuvo y miró al borracho.

 

–Li conté que había ganado por nocaut ¿y sabés qui mi dijo? ¿No querís sabés qui mi dijo?

 

De Santis no quería saber.

 

“Yia lo sabía yo”, eso mi dijo.

 

De Santis cerró los ojos y lanzó un largo suspiro, antes de seguir su camino.

 

¿Mi podés explicar algo? –seguía gritando Pablito a las espalda de De Santis, que se alejaba en dirección al pasaje–. Si ya sabe ¿para quí mierda prigunta?

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