Cartografías del Sistema Interestatal

Cómo se configura el mapa actual internacional y qué coordenadas definen su cartografía: doctrinas idealistas que configuraron y configuran –aún hoy— la geopolítica.

En el siglo V a. C. el historiador griego Tucídides ideó un esquema teórico útil para explicar la compleja red de alianzas, ciudades y etnias que componían el sistema interestatal griego clásico. El modelo que proyectó era un modelo binario que servía por igual para describir los conflictos domésticos como los externos. Ante cada situación o problema que los atenienses debían resolver en asamblea, se presentaban dos propuestas antagónicas que se enfrentaban en un agon discursivo. Toda guerra civil involucraba necesariamente dos bandos, oligarcas y demócratas, y los conflictos interestatales se organizaban en torno a dos grandes oponentes. Ese modelo fue funcional a sus objetivos de lograr un relato conciso e inteligible. 

Al momento de explicar la guerra que da nombre –desde Diodoro Sículo en adelante—, a su obra, Tucídides aplica este esquema obteniendo como resultado un mapa claro del conflicto. Dos grandes Estados –Atenas y Esparta—, dos espacios geográficos bien marcados –el Peloponeso y el Egeo—, dos alianzas militares –la de Delos y la del Peloponeso—, dos grupos étnicos –jonios y dorios—, y dos regímenes políticos –democracia y oligarquía—. Incluso en los casos donde el escenario bélico cambia de lugar, el modelo binario se sigue aplicando. Por ejemplo, en la campaña ateniense a Sicilia, Siracusa ocupa el lugar de Esparta para mantener el esquema de dos Estados o bloques de Estados. Y el espacio insular se divide en la llanura –fiel a Siracusa—, y el interior, aliado de Atenas. 

Cuando Tucídides es recuperado en el mundo contemporáneo, en el período de entre guerra europeo, lo hace ya no como un historiador, sino como un referente, el mayor tal vez, del pensamiento político griego. Sus afirmaciones e ideas fueron consideradas de una actualidad sin precedente, y nada demostró cuan significativamente moderno era su pensamiento por la capacidad que su modelo binario tenía para cartografiar el mundo de posguerra. La guerra fría marcó el ascenso de Tucídides al panteón de los mayores teóricos de la teoría de las relaciones internacionales. Mucho tuvo que ver su forma de mapear los conflictos interestatales. 

El mundo partido en dos

El modelo binario resultó eficaz para describir la competencia entre Estados Unidos y la URSS; dos grandes estados, dos espacios geográficos bien delimitados –Occidente y Oriente—, dos alianzas militares –la OTAN y el Pacto de Varsovia—, dos actitudes religiosas –cristianos y ateos—, dos sistemas socioeconómicos –capitalismo y comunismo—, y dos regímenes políticos –democracia bipartidista y centralismo de partido único—. Por tanto, durante la segunda parte del siglo XX los estudios y análisis del sistema interestatal se estructuraron según este modelo. “La escuela nunca me enseñó que al mundo lo han partido en dos” decía la letra de una conocida canción de rock nacional, y en efecto, el mapa de la geopolítica de la guerra fría dividía al planeta en dos partes.

Con el desmembramiento de la URSS y el fin del comunismo en Rusia el mundo entró en una nueva etapa en que la doctrina unipolar reemplazó brevemente a la idea binaria. Sin embargo, no duró mucho. El ascenso de China, sumado a la pérdida de credibilidad internacional lograda por Estados Unidos tras la aventura imperial en Irak y Afganistán, supuso el fin del sueño unipolar americano. Para hacer frente al nuevo desafío los políticos y analistas norteamericanos desempolvaron el viejo esquema de Tucídides. 

A diferencia de la URSS, China no representa una alternativa al capitalismo, pero sí una alternativa a la democracia liberal con su sistema personalista de partido único. Además, es un país del hemisferio Oriental y una economía de mercado dirigida por el Estado. Todo eso permite pensar la conflictividad sino-estadounidense en clave binaria según el modelo de la Guerra Fría. Lo que en efecto hacen los analistas norteamericanos. Uno de ellos, Robert Kagan, sostiene desde las páginas del Washington Post que la lucha típica del siglo XXI es entre democracias versus totalitarismos. 

Esa idea es central en los modos en que la Administración Biden –que hoy gobierna Estados Unidos—, cartografía el sistema interestatal; con un Occidente democrático enfrentado a un Oriente totalitarista. Ejemplo de esto han sido las dos Cumbres por la Democracia organizadas por la Casa Blanca con el declarado objetivo de contrarrestar a Rusia y China. En la última de estas, que tuvo lugar en marzo de 2023, la declaración final apunta a criminalizar veladamente alguna de las prácticas que Estados Unidos identifica con sus rivales; el uso de tecnologías para violentar derechos civiles, o la manipulación informativa de parte de medios extranjeros (léase Russia Today). 

Tal discurso es recepcionado y amplificado en nuestro país como si de una verdad incuestionable se tratase. Desde diferentes sectores políticos se esgrime la tesis de que por ser una democracia, y tener vínculos históricos con Europa occidental y Estados Unidos, Argentina debería alinearse tras el gran país del norte y mantener distancia respecto de China. Se piensa la inserción geopolítica del país como parte del hemisferio occidental e ideológicamente una nación democrática. Esa lectura procura establecer las coordenadas que debe seguir nuestro país de acá en más. 

La pregunta necesaria es la siguiente; ¿Es el modelo binario desarrollado en el marco de la Guerra Fría todavía operativo? ¿No se incurre en el error de navegar las aguas de la política internacional con mapas anticuados? A juicio de quien aquí escribe ni la clásica división Occidente/Oriente representa ya el principal antagonismo geográfico, ni la lucha democracia/totalitarismo constituye el conflicto ideológico dominante. 

El sur también existe

Un rápido vistazo a la cartografía del siglo XX deja en evidencia que no todo el hemisferio occidental estaba incluido en la expresión “Occidente”. Este término sólo incluía a Europa occidental y Norteamérica, es decir, a los países nórdicos del hemisferio. Lo mismo sucedía con Oriente, conformado por Europa Oriental y China, la región nor-oriental. Esto implicaba que todo el sur global quedaba fuera del mapa. No de casualidad, un poeta uruguayo y un cantautor catalán advertían, a quien quisiera oír, que el sur también existe. 

En efecto, el sur, salvo posibles excepciones como Australia, fue generalmente marginado por la geopolítica de la Guerra Fría. Hollywood lo representaba como una zona del mundo atrasada y caótica, sede de conflictos políticos y tribales, llena de playas exóticas y mujeres lujuriosas. Las demandas que la región pudiera llegar a plantear ante la comunidad internacional rara vez eran escuchadas, y cuando lo hacían primaba un paternalismo neocolonial. Mientras el norte dirimía el destino del mundo, el sur era reducido a mero espectador. 

Sin embargo, el siglo XXI trajo como novedad la irrupción de algunas naciones del hemisferio sur que plantean una agenda diferente a las potencias del norte. Países como Brasil, Sudáfrica, Indonesia, India, Argelia, Egipto o Irán, presentan lecturas propias sobre las necesidades actuales del sistema interestatal. Cabe recordar que en términos geopolíticos los criterios para delimitar los hemisferios no son los mismos que en la geografía. Alemania es un país oriental para la geografía, pero no lo es para la geopolítica. Asimismo, India o Argelia son geográficamente parte del hemisferio norte, pero su pasado colonial y marginal los ubica políticamente en el sur global. 

En consecuencia, la principal división del mundo hoy día es entre Norte y Sur, en lugar de Occidente-Oriente. La evidencia la encontramos en varios ejemplos, siendo el más relevante el bloque económico conocido como BRICS. Tres de los cinco países que lo integran son del Sur y todos los que pretenden hacerlo, excepto Turquía e Irán, son antiguas colonias europeas del sur del mundo. Sin embargo, Estados Unidos insiste en presentar a los BRICS como un instrumento económico de las potencias de Oriente (China y Rusia), invisibilizando, una vez más, el papel de las naciones del Sur. Una de ellas, India, ha marcado un hito recientemente al convertirse en la primera ex-colonia cuya economía logra superar a su antigua metrópoli. 

Otro ejemplo es el ascenso de África. Bajo liderazgo Sudafricano, secundado por Angola y Nigeria, la Unión Africana ha sido bastante exitosa en el objetivo de mediar en los conflictos que asolan al continente desde que se fueron los europeos. En 2022 se puso fin a la Guerra del Tigré que enfrentó al Gobierno de Etiopía con el Frente Popular de Liberación del Tigré. Un mes más tarde se logró lo mismo con la llamada Guerra del Coltán en el Congo. Estos logros parecen responder a una maduración política del panafricanismo que redunda en una mayor confianza a la hora de plantear una agenda propia. La presencia, no obstante, del Grupo Wagner colaborando en varios conflictos militares y las inversiones chinas en infraestructura, facilita la lectura arcaica que hace de África un territorio virgen librado a la disputa colonial entre las potencias occidentales en retirada, sobretodo Francia, y las de oriente.

En este contexto resulta más pertinente pensar la inserción de Argentina en el mundo como un actor del hemisferio Sur, vinculado por historia, geografía y problemáticas socio-económicas y socio-culturales a países como Sudáfrica o India, en lugar de ubicarla en Occidente donde la asimetría de intereses es evidente. Lo cual, por cierto, no significa desechar los vínculos tradicionales con Europa y Estados Unidos, sino pensarlos desde una coordenada geográfica diferente. La idea de una Argentina Occidental implica una semejanza política, económica, social y cultural con Europa y Estados Unidos que en la práctica no se evidencia. Las diferencias son más perceptibles en lo que refiere a la economía y la estructura social, pero abarcan mucho más. La Argentina sureña, en cambio, puede cooperar con Occidente sin perder de vista las particularidades que la hacen excepcional, empezando por su ubicación geográfica. 

Local contra global

Tampoco la lucha entre democracias y totalitarismo parece ser la disyuntiva dominante en el mundo actual. En el corazón de Occidente, Estados Unidos, la batalla entre trumpistas y sus adversarios pasa por otro lado. Los demócratas hoy en el poder sostienen la necesidad de una política que busca conjugar disciplina con instituciones. En otras palabras, disciplinar a las naciones emergentes mientras se fortalecen las instituciones globales y los acuerdos de libre comercio. A esta facción se la conoce como “globalistas”. Su objetivo es netamente conservador, mantener en pie el orden unipolar y la globalización de los años 90. Del otro lado se encuentran aquellos que reclaman políticas proteccionistas para la industria estadounidense frente a la competencia de China, Alemania o Japón. Este grupo, denominado “americanistas”, no busca libre comercio, sino expandir el mercado interno. 

En el resto del mundo se replica el mismo conflicto; quienes procuran mantener el orden liberal basado en el libre mercado, y la hegemonía estadounidense como garante del mismo, y quienes buscan potenciar los intereses locales con políticas proteccionistas que cuestionan la supremacía de Washington. La era de los grandes proyectos globales ha terminado, la coyuntura actual es la de grandes proyectos nacionales; es la era de la Rusia de Putin, la Turquía de Erdogǎn, la India de Modi, la Sudáfrica de Ramaphosa, o la Hungría de Viktor Orban. Potencias regionales que pretenden reconfigurar el mapa global proyectando su poder económico, diplomático y militar en una determinada zona de influencia. 

Lo anterior no conlleva un rechazo a los organismos e instancias interestatales. La posición de estos Estados puede resumirse en la premisa “pensar globalmente, actuar localmente”. Lo que implica subordinar o adaptar los organismos globales o regionales a los intereses y necesidades locales. Desde ese lugar se vuelven un desafío para el orden liberal tradicional. Turquía es un buen ejemplo, miembro de la OTAN, solicitó su ingreso a la Unión Europea y a los BRICS, mantiene buenas relaciones con Rusia pero es aliado militar de Estados Unidos. Con Erdogǎn ha logrado convertirse en un actor de peso en Medio Oriente y la principal potencia naval del mediterráneo. Otro ejemplo es la tendencia, cada vez mayor, de usar monedas locales en reemplazo del dólar en el comercio bilateral. Eso le permitió a Rusia sortear con relativo éxito las sanciones de Occidente.  

La polarización izquierda-derecha poco sirve para entender esta situación. Si bien la tendencia es asociar localismo con nacionalismo, es un error considerar todo nacionalismo como expresión de derecha. De hecho, los populismos latinoamericanos de principios de siglo tenían una agenda local/regional crítica de la globalización y la hegemonía estadounidense. En Europa fue la derecha quien asumió esa crítica, enfocada en la UE y el libre comercio. Es solo en los últimos años con el ascenso de Trump que las posturas localistas han sido vinculadas con la derecha. 

Tampoco sirve de mucho analizar el fenómeno en clave democracia versus totalitarismo. El concepto de “Autocracia electiva” ha sido formulado para describir a los gobiernos de Putin, Erdogǎn o Modi, pero es absurdo incluir en una misma definición a experiencias tan disímiles. Polonia, un Estado democrático, aliado de Estados Unidos y comprometido con el orden liberal, tiene una política claramente localista y nacionalista que aspira a convertir al país en una potencia regional dentro de la UE. En síntesis, lo que está en discusión no es la democracia sino el orden interestatal tal como fue diagramado tras la caída de la URSS. Que en ocasiones se asocie deliberadamente ese orden con la democracia es otro tema.

 Una nueva cartografía

El procedimiento de Tucídides tendiente a organizar los actores del sistema interestatal según categorías territoriales, políticas, ideológicas y socio-económicas permite establecer coordenadas para representar el espacio. Su fin es hacer inteligible y previsible el orden mundial. Porque es fácil de aprehender es que ha sido un procedimiento exitoso en el mundo contemporáneo. Sin embargo, su utilidad depende de una actualización constante de los cambios que ocurren en el mundo y de no convertir su modelo binario en algo taxonómico.

Un país, como creo lo hace Brasil, puede percibirse occidental y democrático y desplegar una agenda en política exterior centrada en los intereses del sur global y en un proyecto nacional. En ese caso priorizará la cooperación no solo con quienes compartan su cultura y régimen político, sino también con quienes tengan la misma perspectiva centrada en el sur y contribuyan a su engrandecimiento como nación. En otras palabras, la polarización Occidente/Oriente no es, en esta coyuntura, tan dominante como lo fue en el pasado aunque sigue presente. Igualmente, el conflicto democracia/autoritarismo no tiene la incidencia en la construcción del orden mundial que se le ha querido asignar. 

En conclusión, en nuestro país urge mapear nuevamente el sistema interestatal teniendo presente los cambios antes mencionados y renunciando a las miradas maniqueas propias de la doctrina idealista en materia de relaciones internacionales.      

*Foto de portada: Mapa de Marini. Palacio Itamaraty en Brasilia

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