Aguardientes. Segunda temporada.
Allí está el frío, que no es otra cosa que la lejanía del calor. Allí está, con su pregunta que interroga por lo que fue, que le pone a la inquisición imágenes nocturnas, kepi crudo, masculinidades descubiertas en el apurado vino con soda, en los arrebatos de pasillos, en las disputas con el juego de cartas dispuesto sobre la pantalla de la PC.
Allí está el frío, con su rémora culpable de confesiones innecesarias después que el mar se había hecho menos misterioso y más albergador que en toda una vida, con los gritos de un dolor que no debieron ser gritados, con las defraudaciones surgiendo de una cobardía inexplicable que terminó arrasándolo todo.
Allí está el frío, diciéndome que la distancia es la del sol, y que la carreta del amor de madrugada, y los zapatos contoneados como todo vestido, no alcanzan para salvar el abismo.
Allí está el frío, mi amor, con su te quiero sin respuesta envuelto en el abrazo tibio, con el querer tus extensiones, tu flamenco, tu boca chasqueando de deseo, tus citas de Macedonio, tu pollera olvidada, con la noche en que te rescaté del llanto, con los martes, con tus odios a los supermercados, tus proclamas contra los ascensores y tu amor a los paseos silenciosos en los parques vacíos.
Allí está el frío, mi amor, clavando su diente de hielo en las proximidades de otro verano. Allí está, relamiéndose de mi desabrigo.