Por Facundo Nanni. Nota en colaboración con el Colectivo Gallo Negro
En esta vorágine un poco inmediatista en la que vivimos, con mensajes permanentes en nuestros celulares y calores extremos, se ha discutido el sentido de las celebraciones, que implican un tiempo más acompasado: ¿Sólo para “resucitar” cada año a un determinado prócer tiene sentido suspender la escolaridad? ¿Estamos como para próceres ante tanta malaria e incertidumbre? Conviene detenerse a pensar la función de las fechas, a discutir con tranquilidad el significado de las efemérides en una sociedad. Desde aquellos que quieren limpiar permanentemente el bronce de los heroísmos, hasta el paroxismo de tirar hacia la mar todos los monumentos y quedarnos sólo con el seleccionado nacional, hay en el medio un interesante degradé de coloraturas. Nos detendremos desde ese enfoque en la figura del tucumano Bernabé Aráoz, quien hace décadas se encuentra en la mira de algunos sectores locales para impulsarlo a un panteón al menos provincial, o bien descansar en el cómodo sillón del olvido, que es al fin y al cabo donde descansaremos más allá de lo que hagamos en vida. Dilemas de próceres y de simples mortales podríamos decir, pero veamos algunos ejes de esa memoria fragmentada.
Al cumplirse 199 años de la muerte de Bernabé Aráoz, el nivel de conocimiento respecto a este hombre de guerra –alabado en su momento por Manuel Belgrano y José de San Martín— es más bien bajo o nulo, sobre todo en áreas geográficas alejadas del norte argentino. En la actualidad, para las provincias de Santiago del Estero y de Catamarca, murmurar el nombre del tucumano, al menos se vincula con la escolaridad cuando evoca acontecimientos centrales de su provincia, como las respectivas autonomías que acaban de celebrar su bicentenario.
Es que, en ambos casos, en 1820 y en 1821, oponerse a Don Bernabé y lograr que sus pueblos se desliguen de su anterior sumisión a la República de Tucumán, eran una misma cosa. Ambos gestos equivalían a iniciar su proceso de provincialización y por eso en los recientes festejos provinciales se lo recordó al gobernador tucumano, no precisamente para alabarlo.
Es decir que al menos por la vía del espanto, para santiagueños y catamarqueños la figura de este miembro de la legendaria facción de los Aráoz (mismo tronco que Gregorio Aráoz de Lamadrid, y que Alberdi), no es del todo desconocida. Aun así, su huella parece pesada, de plomo o de gruesos corceles por así decirlo. Los detalles de su participación en una Argentina que todavía no era Argentina, se pierden en las cenizas, en la suma de las noches, como le ocurre a muchos hombres y mujeres del pasado, simplemente sepultados por el tiempo y por la imposibilidad de recordarlo todo.
Este 24 de marzo (fecha que tiene otras urgencias para la memoria), empieza a anticiparse el próximo bicentenario del fusilamiento del primer gobernador tucumano, ocurrido en el muro sur de la Iglesia de Trancas entre Tucumán y Salta. Es una buena ocasión para encontrarnos con proyectos que nos acerquen a esta parte fundante de la historia del norte de nuestro país, como parte de la historia continental de la emancipación. Ni Güemes debería ser desconocido en Tierra del Fuego, ni el cacique Namuncurá debería ser desconocido en Jujuy, ya que las efemérides son en gran medida nacionales.
Para entender fenómenos de valor americano, como la Declaración de la Independencia, o la decisiva Batalla de Tucumán, este hacendado y hombre de armas tucumano es una referencia importante. Aun así: ¿Cómo evocarlo? ¿Qué puede hacer por su memoria la historia como disciplina? ¿Cómo darles vida a los viejos papeles, a los escudos con el símbolo de la República de Tucumán, a las viejas banderas y monedas? ¿Quién fue decidiendo los próceres masculinos y femeninos para nuestras calles, y qué podemos hacer al respecto? ¿Puede Bernabé acercarse al menos someramente a la nacionalización del culto que lograron otros caudillos provinciales como Facundo Quiroga y Martín Miguel de Güemes? Vamos por parte, para acercarnos al menos lateralmente a los mencionados interrogantes.
De paso agreguemos algo más a nuestro argumento: ni las imágenes han sido piadosas con el caudillo local. Hay dos representaciones difundidas acerca de cómo pudo ser su aspecto en las décadas de 1810 o 1820. Ninguna pertenece a su época. Son reconstrucciones posteriores, una de ellas un grabado tomado del periódico El Orden, la otra un cuadro del artista Honorio Mossi. En la primera su pelo pareciera oscuro, sus rasgos angulosos o prominentes. En la de Mossi el prócer tiene ojos claros y nariz menos aguileña. Parecen dos personas distintas, es decir que tampoco sabemos con certeza cómo fueron sus atributos físicos, sólo fueron imaginados. Bernabé nos observa desde rostros cambiados, desde ojos ausentes.
Del mitrismo hacia nuevas miradas. Revisar los caudillismosSi bien se suele pensar que la posmodernidad supone un abandono de los ceremoniales, un triunfo del consumo, o del pensamiento “light”, esto no es completamente cierto. La búsqueda de ceremonias no ha cesado, más bien ha mutado. Seguramente mientras leemos estas líneas, alguien atenta en Ucrania contra una estatua de Stalin, alguien cuestiona en Filadelfia algún monumento que honra a Cristóbal Colón, alguna escuela se prepara para enseñar las durezas del pasado reciente en la Argentina. Las agendas del presente condicionan la mirada hacia atrás, y se disputan sentidos históricos, ideológicos, en el más amplio de los sentidos. Cada pueblo narra su pasado, vive su presente, proyecta su futuro. Elegir a quién honrar, no aparece en un decreto, no es una tarea que implique solo a los historiadores y se transforma permanentemente sin miedo a las discusiones. Se advierten los péndulos de izquierda a derecha y viceversa, incesantes de hecho y nunca lineales, no es tan sencillo como decir que la aceptación de los caudillos es un indicativo de que un autor pertenece a algún revisionismo de izquierda. No sería una descripción acertada de las variadas formas de interpretar a Bernabé Aráoz. Es, además, ya lo dijimos, una figura poco abordada, y por tanto no ha sido un gran objeto de disputa de sentidos, como pudo haber ocurrido con las acaloradas discusiones respecto a Juan Manuel de Rosas, a Hipólito Yrigoyen, o respecto a Juan Domingo Perón. La historia no es inmutable, en el sentido de que nuestra mirada, proyectada hacia atrás, no puede alterar los hechos, pero si la forma de mirarlos, el énfasis puesto en distintas afirmaciones. El afecto/rechazo por algún prócer es solo la punta de lanza de cambios en las formas de interpretar determinados pedazos de nuestro pasado. En la Argentina fueron claves en tal dirección algunos libros de Bartolomé Mitre, libros que, a mediados del siglo XIX, cristalizaron sentidos colectivos. Fue, como sabemos, un líder político destacado y un alto conocedor de los archivos. Pretendía, sin embargo, erigir una historia ejemplar, en un país que por entonces recibía miles de extranjeros cada año y que buscaba por eso forzar cierta homogeneidad educativa e identitaria. La nación, articulada con el pizarrón y el aula, eran poderosas herramientas de nacionalismo, sostenía el polifacético y controversial Bartolomé. En lo que nos interesa directamente para esta nota, en su Historia de Belgrano el intencionado biógrafo arrojó un saldo negativo respecto al posible héroe tucumano: “Hombre de limitados alcances políticos, saturado de pasiones locales; muy considerado por sus comprovincianos de la campaña. Ambicioso y vulgar”. Vemos entonces que, para este presidente de tiempos fundacionales de la Argentina, nuestro propulsor de la primera Constitución provincial y de la República de Tucumán, no merecía un lugar en el podio. Nos permitamos discrepar, así la discusión se abre como un enorme y animal signo lingüístico. Estatuas, monumentos, pero no para Don Bernabé. En vísperas de los 200 años de su muerte, creemos que un mayor conocimiento de quién fuera un líder temprano para el norte argentino, nos conducirá a conocer mejor una serie de acontecimientos: las guerras de independencia, la delimitación de las provincias en la década de 1820; los pactos preexistentes que nos acercaron a la organización constitucional de 1853, hasta la propia República de Entre Ríos, ya que la de Tucumán de idéntica fecha se hizo en base a esa semejanza. El despliegue de monedas, escudos, símbolos de la República de Tucumán,dialogaba con la paralela República de Entre Ríos creada por el caudillo Francisco Ramírez, con similar pompa y que también integraba a otros pueblos (a Corrientes en su caso).
En la historiografía tucumana, dos europeos se ocuparon de caracterizar al partícipe de la Batalla de Tucumán, pero su mirada fue peyorativa, influida por el propio Bartolomé Mitre y por Domingo F. Sarmiento. Fueron el francés Paul Groussac, y Antonio Zinny, escritores que dieron impulso a las primeras páginas sobre Historia de Tucumán. Si bien reconocían cierto aporte de la familia Aráoz en la Batalla de Tucumán (1812) y en tiempos del Soberano Congreso (1816), se nutrieron de una valoración negativa del federalismo y de la movilización de gauchos. Su retórica se anclaba en una mirada lineal de la civilización y del lugar de Buenos Aires en la organización de los pueblos rioplatenses. Los comienzos de una reivindicación hacia la familia Aráoz ocurrieron años después, en el clima del Centenario, con los trabajos de Juan B. Terán de 1910, y la Historia de la República de Tucumán de Jaimes Freyre, surgidos de una pujante élite intelectual asociada a la Universidad Nacional de Tucumán. Dichos trabajos comenzaron una explícita discusión académica con algunas afirmaciones de la obra mitrista y reivindicaron el lugar de la región norte (no solo de Tucumán) en la historia nacional. Se habían asociado con intelectuales y colegas de las cercanas provincias de Salta, Jujuy, Catamarca, Santiago, y también con referentes más lejanos. Para el influyente Juan B. Terán, Bernabé había sido un importante gobernador, satanizado por algunos historiadores. Pese a estas dos obras reivindicativas mencionadas, no cambió completamente la tendencia al desconocimiento o a la escasa valoración del pasado local y de la huella bernabeísta. De hecho, la propia vivienda del caudillo, a metros de la Casa Histórica caía en la picota hacia 1969. Por contraste, el monumento a Martín Miguel de Güemes, que provenía de la década de 1930, se veía cada vez más iluminado. Respecto de Bernabé, por esas décadas en Buenos Aires y el país el nivel de conocimiento respecto a Aráoz era (continúa siendo) casi nulo, aspectos que sería justo cambiar. En la actualidad, un mayor conocimiento del líder tucumano se viene logrando con tesis doctorales recientes, con algunas acciones del gobierno y de historiadores tendientes a visibilizar sitios claves como La Encrucijada, lugar donde Bernabé y sus allegados convencieron a Belgrano de presentar Batalla contra el ejército de Pío Tristán en 1812. Se ha avanzado en la señalización de algunas calles y bulevares de la coqueta Yerba Buena con su nombre, en la provincia de su nacimiento. El guión museográfico de la Casa Histórica, recientemente modificado, pone exitosamente en relieve su figura en sus acciones vinculadas al Congreso de Tucumán. La recuperación no chauvinista de nuestros hombres y mujeres históricos, del siglo XIX y del XX, puede acompañarse bien con el fomento al turismo en todo el norte, siendo un claro ejemplo la centralidad que la provincia de Salta otorgó a su principal caudillo o el importante trabajo de Santiago del Estero y de La Rioja, con Juan Felipe Ibarra y con Facundo Quiroga. ¿Cumplidos los 199 años de su muerte, próximos al Bicentenario, podremos otorgarle un lugar en el panteón al menos provincial? El tiempo (y nuestras acciones), lo irán decidiendo. De todas maneras, somos todos polvo y espanto.