A 75 años de la sanción de la Constitución de 1949

La constitución de la justicia social frente a la degradación conservadora. El eje de la grieta. Por Javier Azzali

La justicia social es una idea aberrante y la decadencia argentina tiene origen en el modelo que dice que donde nace una necesidad nace un derecho, cuya fecha de comienzo es en 1943. La solución a los problemas de la Argentina es con propiedad privada y sin intervención del Estado. Estas son las ideas fuerza del ciclo regresivo que se ha iniciado en la actualidad, cuyo alcance y profundidad aún no es posible prever, pero que pretende, explícitamente, demoler todo vestigio de poderes públicos y normas reguladoras a favor de los sectores populares. Así, empezó con un intento de transformar la estructura jurídica del país, con una dimensión que se parece a una reforma constitucional encubierta, vía decreto de necesidad y urgencia y la llamada ley de “Bases y Puntos de Partida para la Libertad de los Argentinos”, para “reconstruir la economía a través de la inmediata eliminación de barreras y restricciones estatales que impiden su normal desarrollo, promoviendo al mismo tiempo una mayor inserción en el comercio mundial.” (según DNU 70/2023).

El modelo de sociedad que se pretende imponer –en verdad, una vieja fórmula repetida del pasado— tiene como eje una idea de Estado ausente en economía y presente para reprimir las protestas sociales y gremiales. Alberto Benegas Lynch (h) anticipó, en 1984, al hablar sobre las funciones esenciales del Estado, que tocaba ahora: “a las generaciones actuales restaurar, sobre la base de las ideas de Alberdi, la República destruida; incluso, destruida con la máscara democrática (…). La restauración de los valores constitucionales abandonados consiste mucho más en «derogar que en estatuir» (…) las extralimitaciones de un Estado fuera de órbita, con efectos devastadores desde 1943, fatídica fecha en que comenzó a acentuarse tremendamente la legislación inconstitucional que hoy nos abruma y emprobrece”.

La nueva composición social del país, con masas populares que, mayormente, han conseguido algún empleo, pero no registrado, con precariedad laboral, con pocos derechos y sin filiación gremial, mal pago, condiciona la situación política y la capacidad de acción, y, ante fórmulas políticas agotadas y un escenario de divisiones, las viejas y anquilosadas ideas conservadoras, parecen renovarse bajo otros ropajes. Pero la cuestión sigue siendo acerca de cuál es el rol del Estado, el modelo de sociedad y el lugar del país en el mundo.

¿Por qué reivindicar hoy la reforma constitucional de 1949?

Ante esta realidad, curiosamente, como hace algún tiempo me destacó Norberto Galasso, resulta más importante fijar la atención 75 años atrás, en nuestra historia política, en la reforma constitucional de 1949, para atender mejor las necesidades concretas que nuestro país tiene en el presente.

La Constitución de 1949 fue la expresión, en el más alto nivel jurídico, del ciclo iniciado por el peronismo en 1943 (e interrumpido brutalmente por el golpe de 1955), que, para el país, había significado el mayor período de desarrollo productivo, industrial, de modernización, crecimiento y justicia social. A partir de 1955 comenzó un largo proceso histórico, de marcado retroceso, alternado por breves momentos de avances, aunque éstos últimos no alcanzaron a compensar la regresión.

En la Constitución de 1949, el Estado cumplía un rol central en la producción de riqueza –especialmente las empresas estatales– y distribución de la renta –intervención en el comercio exterior, el mercado financiero y la política social–, a través de instrumentos que adquirieron categoría constitucional. A diferencia de lo que ocurrió en las décadas siguientes, en las que se verificó una creciente concentración y extranjerización del aparato productivo y repliegue del Estado de las áreas estratégicas.

En el artículo 37, de la Constitución del 49 se consagraron los derechos del trabajador, de la familia, de la ancianidad, de la educación y de la cultura. Allí se declaraba al trabajo como “el medio indispensable para satisfacer las necesidades espirituales y materiales del individuo y de la comunidad” que “debe ser protegido por la sociedad, considerándolo con la dignidad que merece y proveyendo ocupación a quien lo necesite” (37, I). También, que “siendo la riqueza, la renta y el interés del capital frutos exclusivos del trabajo humano, la comunidad deber organizar y reactivar las fuentes de producción en forma de posibilitar y garantizar al trabajador una retribución moral y material que satisfaga sus necesidades vitales y sea compensatoria del rendimiento obtenido y del esfuerzo realizado” (37, II). Regulaba los derechos a la capacitación, a la salud, al bienestar (que incluía la vivienda, indumentaria y alimentación adecuadas), a la seguridad social, a la protección de la familia, al mejoramiento económico y a la defensa de los intereses profesionales.

Estos derechos eran la expresión jurídica de las conquistas muy profundas operadas en la realidad, que mejoraron las condiciones de vida del pueblo y quedaron grabadas en la memoria histórica: vacaciones pagas, aguinaldo, jubilaciones, asignaciones familiares, indemnización por despido, estatuto del peón, planes de vivienda, son parte de una lista larguísima de conquistas, que hasta entonces no existían. El protagonismo de los trabajadores a través de la participación concreta en la vida social, de las organizaciones sindicales, tenía su base jurídica en la ley de asociaciones profesionales y numerosos convenios colectivos.

Ahora, la reforma no sólo tuvo como objeto regular estos derechos, sino que, además, proponía un modelo de sociedad y una concepción de Estado bien concreto. Lo cual desecha de plano y reduce a mero prejuicio, eso de que la reforma fue sólo para asegurar la reelección del presidente Perón, o más aun, respecto de la omisión del derecho de huelga, cuando no sólo no la prohibía sino que, en ese período, se ejerció de hecho ampliamente. Su principal logro no fue únicamente dar rango constitucional a los derechos de los trabajadores, sociales y económicos –lo que de por sí no es poca cosa–, sino especialmente el de crear los instrumentos para que el Estado pudiera viabilizar esos derechos por medio del ejercicio de la soberanía nacional. De este modo, la reforma sentaba las bases para un proyecto de nación a largo plazo y duradero, a través del diseño jurídico de un modelo de sociedad que trascendiera la coyuntura. Desde el preámbulo se trazaron las líneas fundamentales: un país socialmente justo, económicamente libre y políticamente soberano.

El peronismo propuso un constitucionalismo social a la argentina, con un Estado de acuerdo a las pautas fundamentales del capítulo IV (arts. 38, 39 y 40) de la nueva constitución, como: un orden público económico de interés nacional y de acuerdo a la justicia social, con la función social de la propiedad y del capital. El jurista e ideólogo de esta constitución, Arturo Sampay, explicaba que “La realidad histórica enseña que el postulado de la no intervención del Estado en materia económica, incluyendo la prestación de trabajo, es contradictoria en sí misma, porque la no intervención significa dejar libres las manos a los distintos grupos en sus conflictos sociales y económicos y, por lo mismo, dejar que las soluciones queden libradas a las pujas entre el poder de esos grupos. En tales circunstancias, la no intervención implica la intervención a favor del más fuerte”.

¿Es posible, otra vez, la utopía de la justicia social y la soberanía nacional?

Las libertades y derechos civiles y políticos merecen  protección, pero sólo son realizables en la medida de un desarrollo productivo con justicia social, lo cual sólo es posible en la autodeterminación nacional. No hay individuos que se realicen sin la realización integral del pueblo, y no hay justicia sin un orden socialmente justo, guiado por la regla de donde hay una necesidad surge un derecho. Después de todo, ¿si el derecho no es para satisfacer necesidades, para qué sirve? Cuando se dijo que la justicia social es una aberración, no fue solo una consigna, sino también se postuló el fin de lo mejor y más profundo de nuestra cultura jurídica. Ni siquiera es conforme a la Constitución de 1853, cuyo preámbulo consagra el polo axiológico de promover el bienestar general, tal como también decía Sampay.

La vía argentina del constitucionalismo social, nos ofrece en el presente, enseñanzas fundamentales para un camino alternativo al modelo de la crisis y la dependencia, para hacer de las ideas de justicia social y de independencia económica la utopía del pueblo. Algo posible, pero más que nada, necesario.

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