El Tribunal Federal Nº 1 de La Plata, integrado por los doctores Carlos Rozanski, Horacio Insaurralde y Norberto Lorenzo, condenó a reclusión perpetua al torturador y asesino (ya no es una opinión políticamente discutible sino lo que la Justicia dictaminó que es) Miguel Etchecolatz, ex Director General de Investigaciones de la Policía bonaerense y mano diestra (para la tortura y el asesinato) de su inmediato superior y jefe de esa institución durante la dictadura del “proceso”, el siniestro Ramón Camps.
Aunque fuera condenado sólo por un limitadísimo puñado de las múltiples aberraciones de lesa humanidad que perpetró mientras estuvo al frente de una veintena de centros clandestinos de detención, como “guardador de preceptos divinos” (según se autodefinió patéticamente en su libro La otra campana del Nunca Más), el tribunal platense señaló con precisión y justicia que los delitos los consumó “en el marco del genocidio cometido en la Argentina entre los años 1976 y 1983”.
Esta definición del fallo lo transforma en un hito histórico, tanto como lo fuera el del juicio a las Juntas. Salvo que éste -y es un detalle mayor-, a diferencia de aquél, no será desvirtuado ni por leyes de “obediencia debida”, ni de “punto final” ni, muchísimo menos, por conniventes amnistías presidenciales.
Es decir, hay otro país, y la casa, recién ahora, parece empezar a estar en orden.
Que este sujeto haya sido condenado a reclusión perpetua significa que cuando la muerte pase a buscarlo, inexorablemente lo encontrará entre las cuatro paredes de su celda en el penal de Marcos Paz. Porque el condenado a reclusión perpetua sólo después de 35 años de prisión, si ha exhibido buena conducta y merece buenos informes carcelarios, podría acceder a libertad condicional. Como tiene 77… será entonces a los 112 años (en el 2041), cuando pueda disponer de esa posibilidad. Sin contar, claro, que todavía adeuda gran parte de los 23 años de condena que recibió en 1986 por la aplicación de tormentos a más de un centenar de detenidos y por apropiación y supresión de identidad, y que, derogada la ley de “obediencia debida”, deberá también cumplir.
Como ya no hay en el horizonte nacional “carapintadas” que le resulten funcionales para garantizarle la impunidad, quizás ahora disponga definitivamente de tiempo (de mucho tiempo) para reflexionar.
Durante el armado del “rompecabezas para niños bobos” (así, con una insolencia propia de otros tiempos, definió el reo a su juicio) recurrió -creyendo efectivamente “niños bobos” a los que lo juzgaban y a los que reclamaban justicia- a la estrategia defensiva de presentarse como un viejito desvalido e inerme: “Sé que me van a condenar y que no tendrán vergüenza de hacerlo con un anciano enfermo, sin dinero y sin poder”. No funcionó. Lo traicionó, quizás, su ilimitada soberbia. El tribunal no olvidó que hace treinta años, cuando no era anciano, tuvo (y utilizó) el poder impune para disponer de la vida y de la hacienda de los que tuvo sometidos a su arbitrio.
Mientras escribo esto, como hombre inevitablemente sometido a la pasión de mis convicciones (respecto de las que no hago el menor esfuerzo por distanciarme), siento que es justo que finalmente Etchecolatz termine sus días en la cárcel. Sin embargo, espero que Dios -que siempre es misericordioso y justo- le dé, además, larga vida, como para multiplicar las posibilidades de que tenga la cristiana posibilidad de arrepentirse y de pedir perdón.
Si persistiera en la actitud de no hacerlo (hasta ahora no sólo lo ha hecho sino que no ha dejado de jactarse de los crímenes cometidos) habrá de merecer, además de la condena de por vida de los hombres (que ya tiene), el castigo de Dios por toda la eternidad.
Con el agravante de que el Dios que habrá de juzgarlo no será ese fetiche con forma de rosario al que provocativamente besó cuando se leyó su sentencia, ni el que buscó con su mirada en el cielorraso del Salón Dorado de la municipalidad platense: será el Dios que habita en el corazón de los hombres (incluso de aquellos a los que torturó y mató), crean o no en Él.
Es verdad que esta condena de los hombres, que ha merecido largamente, es sólo un paso. Pero hay que tener en cuenta que, como dice la sabiduría oriental, “toda larga marcha comienza por el primer paso”. Y, agrego, que si ese paso se da en la dirección correcta, equivale a mil. Y hacia allí ha comenzado a avanzar la Justicia. Treinta años tarde, quizás, pero de manera inexorable.
Termino con un par de breves reflexiones en torno a los desbordes emocionales que se produjeron durante la lectura de la sentencia, cuando integrantes de algunos grupos vinculados a la defensa de los derechos humanos, que presenciaban ese momento que sería histórico, acometieron verbalmente y arrojándole bombas de pintura roja a Etchecolatz y a quienes lo rodeaban.
La primera será referirme a los que se rasgaron las vestiduras por este hecho (cuya modalidad no comparto, pero comprendo) y poniendo cara de compungidos trataron de arrimar agua para el molino de la derecha, condenando ese gesto tan “incivilizado y bárbaro”. Me pregunto si esos mojigatos, idiotas útiles y/o perversos (encubiertos o explícitos) habrán experimentado ese mismo sentimiento cuando Etchecolatz lanzaba la tortura y la muerte sobre sus víctimas indefensas.
La segunda reflexión está relacionada con el momento en que, tras los desbordes, el presidente del tribunal reclamó serenidad para poder continuar con la lectura y argumentó con la necesidad de cumplir con las garantías de no agresión que se le habían dado a la defensa, entonces un integrante de H.I.J.O.S., subido a una silla, gritó con rabia: “¿Qué garantías? ¿Las que tuvieron nuestros viejos?”.
Mientras el ambiente se calmaba, quedó flotando en el aire el crudo interrogante que había lanzado el joven desde su dolor histórico, sin obtener la respuesta que bien vale la pena intentar ahora.
Efectivamente tenía que ser así, como lo reclamaba el presidente del tribunal, porque lo que distingue a los seres humanos de los que bordean el no serlo, es la capacidad de no repetir lo que estos practican. Es decir, poder ser superiores, aún en el dolor. Como tantas veces se ha dicho, lo que se reclama es justicia y no venganza.
Coincido con lo que ha escrito Isabel Allende: “Me será muy difícil vengar a todos los que tienen que ser vengados, porque mi venganza no sería más que otra parte del mismo rito inexorable. Quiero pensar que mi oficio es la vida y que mi misión no es prolongar el odio (…)”
Etchecolatz debía (y así fue) ser condenado con todas las garantías por la Justicia que él mancilló, agravió y desconoció como ejecutor privilegiado del terrorismo de Estado.
Éste es el único camino para avanzar hacia una sociedad justa. Dejar atrás la barbarie, superarla. Para que esto suceda, deben existir las instituciones (aunque muchas veces, para nuestro gusto y necesidad, parezcan demasiado morosas y débiles). Sin instituciones, sin justicia, sólo imperará la ley salvaje del más fuerte. Y cuando esto sucede, siempre es el débil el que resulta inmolado al servicio de los intereses de los poderosos. Eso fue el terrorismo de Estado. Eso fue el “proceso”, y no otra cosa: un genocidio al servicio de los poderosos.
Y en la sociedad justa que anhelamos, los genocidas tienen castigo y un lugar: la cárcel. Allí está Etchecolatz.
Quizás este primer paso sirva para que algunos jóvenes sepan que la impunidad no es infinita y vuelvan a creer.
El magistral Raúl Scalabrini Ortiz supo escribir: “Creer, he allí toda la magia de la vida”. Hoy más que nunca, me siento del lado de la vida. Creo. Este fallo ha demostrado que la Justicia está viva. La esperanza, entonces, también.
Ver Genocidio
(Colocar vínculo a Genocidio, nota del número anterior)