DEE DEE. Un 4 de febrero del año 2015, salí de mi casa como todas las mañanas para ir al trabajo en el Ministerio de Agricultura. Al pasar frente al árbol a pocos pasos del edificio de donde vivía, recordé que un año atrás, en esa misma fecha, había enterrado a mi gata Dee Dee en ese mismo cantero. Una gata colorada que solía pasearse por la baranda del balcón y causar el asombro de vecinos y vecinas, que detenían su marcha para observar sus movimientos imposibles. Era una animal muy vivaz, que cada tanto solía escaparse para lanzarse a correrías gatunas, aventuras de o dos o tres días y de las cuales, algunas veces volvió preñada. Le gustaban muchas cosas a esta gata, tomar agua de la canilla, las anchoas, el chocolate que solía robar y la música, sobre todo Miles Davis. En esas nocturnidades de deambular por los pasados y quedar atrapado con Kind of Blue, ella, saltaba sobre la mesa y se tendía a sus anchas al lado del parlante de la notebook. Aun, no le había puesto un nombre y solo la llamaba gata o gatita. Creo que ella misma eligió llamarse como fue nombrada, a partir de una noche en la cual escuchaba Angel Of The Night interpretado por Dee Dee Bridgewater. No sé qué le atrajo de la canción, lo cierto es que saltó y se tendió a sus anchas sobre la mesa, con el deleite propio de una melómana. A partir de esa noche, ella, también se llamó Dee Dee.

Durante el viaje en subte recordé esa y otras situaciones y fugazmente mis pensamientos fueron atravesados por la idea de adoptar otro gato o gata, algo que se evaporó cuando bajé en Plaza de Mayo. Lo cierto es, que cuando llegó el mediodía, fui al kiosco de Lily a comprar algo para almorzar y en una de las paredes, alguien había pegado una fotocopia con la foto de una gata tuxedo, con una leyenda que decía “Me llamo Dee, ¿me querés adoptar?”. No dudé demasiado en tomar la determinación y hacer el llamado. Me atendió una chica, llamada Constanza, a la cual le comenté la coincidencia del nombre, dadas en ese día tan particular. Me sentí un tanto desahuciado, cuando al terminar de hablar me dijo que un chico ya la había adoptado, aunque no había ido a buscarla todavía, que cualquier cosa me llamaba. No pasaron ni diez minutos, hasta que Constanza me volvió a llamar para decirme que había comentado todo lo dicho por mí en la oficina, y que también a la gata se le había muerto su humana, por lo cual había decidido hacerme responsable de su adopción.
Al día siguiente la fui a buscar acompañado por una amiga, Mara Farley, una mujer que al igual que los gatos suele aparecer y desaparecer de la vida de uno. Cuando estábamos acomodando al gato nuevo en la mochila, le pregunté a Constanza si sabía por qué le habían puesto ese nombre y me dijo:
-Adriana, su dueña, escuchaba jazz todo el tiempo y se lo puso por una cantante que se llama, Dee Dee Bridgewater.
-El mismo motivo que yo. –Le respondí y nos fuimos.
Y de ese modo, con una coincidencia de continuidad jazzística, comenzó otra historia.
MACRISMO. Corrían los primeros meses del gobierno de Mauricio de Macri, apodado injustamente El Gato, vaya uno a saber por qué atributos negativos vistos en un animal tan honorable. Los despidos en la administración pública se sucedían casi a diario. En esa situación el temor era convertirme en desocupado de la noche a la mañana y no poder alimentar a Dee Dee, porque además, tan solo comía su alimento balanceado, desdeñando la carne, el atún y el pollo ofrecidos. Ese menú tan reducido era un problema, solo lo rompía comiendo hojas verdes (en esa categoría entraba la lechuga cultivada en macetas en el balcón y las hojas de la planta de cannabis cuidada con tanto esmero). Las plantas fueron arrasadas en un par de días, incluida la de tomates cuya función era tapar aquellos otros cultivos.
No sin razón, son muchos quienes aseveran que no hay dos gatos iguales, todos tienen una personalidad diferente, afirmación contradicha por aquellos que afirman que siempre adoptamos al mismo gato.
Cuando caducaba el contrato de trabajo trimestral impuesto por la administración macrista, me sumergía en una incierta ansiedad, ante esa posible situación de precariedad en la cual estaba inmerso, no solo yo, sino todos mis compañeros. Ese estado de incertidumbre, lo percibía claramente Dee Dee, cuando en la noche, al acostarme, saltaba sobre la cama y con su lengua áspera me lamía la frente, para tranquilizarme y acurrucarse a ronronear a un costado. Interpretaba a ese gesto como un acto de amor, precisamente porque el amor no está hecho de palabras, sino de gestos. En ese sentido, todos los gatos son iguales. Son maestros que se toman su tiempo para enseñarnos su lenguaje gestual después de haber observado meticulosamente nuestros estados de ánimo y nuestras acciones cotidianas, una rutina ignorada hasta por nosotros mismos.
La situación me sorprendía, pues Dee Dee, no era muy expresiva o lo era de otro modo. Tampoco tenía un interés por algo en particular. No le llamaba la atención la lluvia, no intentaba cazar a las polillas ni a las cucarachas, ni tomar agua del grifo o subirse a la mesa para pasar sus manos contra el vidrio empañado y trazar líneas abruptas propias de un pintor abstracto, como lo hacía su antecesora. Lo que más le interesaba era comer pienso y dormir cómodamente, solo las noches de navidad y año nuevo alteraba esos hábitos al llegar la medianoche, cuando en lugar de esconderse bajo la cama o encerrarse en el baño, salía al balcón a mirar el estallido de los fuegos artificiales en el cielo iluminado por las luces centellantes. Se puede decir que solo le importaba ese dominio de 25 metros cuadrados del mono ambiente y lo que sucedía en el cielo dos veces al año.
Fui despedido faltando un año para que Macri terminara su gobierno. No la pasé tan mal a pesar de todo. Varías veces La Rusa de la vuelta me fío el pienso. Alguna vez robé sobrecitos de alimento o latas de paté en el chino para llevarle a Dee Dee que seguramente me vería como a alguien que se va de cacería para resolverle el problema. Después de comer daba una vueltas por los estantes y seguía durmiendo. Por esos tiempos amplió su dieta al pollo, la carne hervida y el picadillo de carne. Me inclino a asegurar que de algún modo comprendió la gravedad de la situación, dado que era frecuente que cayera en casa gente a compartir lo que hubiera en la mesa y que alguno, como el pintor y poeta Emiliano Campos, le trajera una bolsa de alimento.

ALBERTO. Al poco tiempo de iniciado el gobierno de Alberto Fernández fui reincorporado al ministerio y Dee Dee dejó de comer alimentos baratos y volvió a los buenos. También, al poco tiempo estalló la pandemia de COVID, pero no fue esa plaga el problema, sino las cuatro internaciones que tuve en un mes y medio, por afecciones cardiacas o derivadas de las mismas. Siempre terminaba en el Anchorena por un lapso de cuatro o cinco días. Esas situaciones me colmaban de incertidumbres y meditaciones. No había noche en la cual no me preguntara qué sucedería con Dee Dee si me muriese, en qué manos iría a parar o si sería abandonada en la calle cuando vaciaran el departamento. Sacaba cuentas de mis años y los de ella, también comparaba los veintiuno vividos por su antecesora, la posibilidad de que la nueva Dee Dee viviera de pronto durmiendo en un callejón. Llegué a la conclusión de que por una cuestión de estadística, dado el margen de vida que tienen los gatos y el margen de vida de los humanos con una vida poco saludable como la mía, Dee Dee sería mi última gata con la cual compartiría las zozobras del tránsito por este mundo.
Respiraba con alivio cuando me daban el alta y al llegar a mi casa abría la puerta y ella me recibía como solo un gato sabe hacerlo: siseando entre las piernas y refregándose contra ellas. Comprobaba que, apenas había comido durante la ausencia y subía a la cama para dormir a mi lado.
Pero también había establecido ciertos hábitos llamativos. A la once de la noche saltaba sobre la mesa, apoyaba las patas sobre el teclado y después saltaba otra vez sobre la cama. Intentaba alguna veces apagar la llave de la luz, tenía la percepción de una enfermera experimentada y no dudo que haya influenciado bastante en la sanación ocurrida con el tiempo.
Lo bueno fue, que una vez pasada la cuarentena, volví a viajar con frecuencia. Eran viajes a las provincias por cuatro o cinco días. Después del segundo viaje Dee Dee dedujo que el armado del bolso presuponía una ausencia y se metía adentro a dormir hasta la mañana en la cual la sacaba y me despedía. Bien podría haberla llevado en alguna de esas giras, pero paraba en hoteles y eso era un problema. Con frecuencia me sucedía que encontraba gatos o gatas iguales a ella en casas de compañeros, ferias, comercios y calles. Eran encuentros fortuitos, pero con su cuota simbólica latente. Enseguida trababa relación con ellos, se me subían al regazo, siseaban entre mis piernas o trataban de trepar por mi cuerpo en busca de algún contacto físico. Tal vez, esos gatos y gatas, como la de la jujeña Anastasia García, fueran sus dobles.
Viajar en avión tiene su encanto, uno de ellos es saltar de una geografía a la otra en un tiempo no muy extenso. En las esperas clásicas de los aeropuertos, es común ver personas transportando perros, pero gatos muy pocos, según mis observaciones empíricas, la proporción debe ser de diez a uno, por lo general son caniches, perros molestos que le ladran a cualquiera sin ninguna razón aparente y no despiertan mayor interés por quienes transitan las salas. Este hecho me lleva a deducir que los gatos no son grandes viajeros, que les basta conocer solo un lugar del mundo para saber cómo es el mismo.
MISIONES. Cuando ganó Milei las elecciones y vislumbré como todos los que no lo votaron, que vendrían momentos aciagos. Tomé la determinación siempre postergada de irme a vivir a Misiones. Sería largo contar los costos emocionales de una mudanza, no de un barrio a otro, sino de un enclave citadino a una casa rodeada por retazos de montes y animales silvestres. Me preguntaba cómo viviría Dee Dee ese cambio tan radical, de pasar de un departamento de un ambiente, donde observaba transcurrir la vida desde un balcón a vivir en una casa con un terreno de 500 metros cuadrados, con árboles a los cuales trepar, pájaros e insectos nunca vistos, perros como vecinos, tierra y matorrales donde esconderse. Antes de esa situación, ocurrieron cosas, como el viaje en avión donde antes de aterrizar la saqué de su mochila para que viera el cielo y supiera dónde estábamos. También ocurrió, que mientras arreglaban la nueva casa paré un mes en una cabaña a la cual se adaptó con rapidez, le gustaba ir a la noche, unos metros antes de la banquina de la ruta 12 y mirar pasar autos y camiones. En el lugar también había perros de diferentes razas y tamaños, que al principio le ladraban, pero, con la calma propia de un budista, ignoraba tanto ladridos como presencias y al final los perros la miraban pasar como si pasara una presencia soberana.
En la nueva casa las cosas fueron diferentes, las dimensiones se multiplicaron y muchos hábitos cambiaron, entre ellos los alimenticios. De pronto comenzó a carne cruda, pollo, pescado, todo aquello que aparecía sobre la mesa era algo degustable y sabroso. También, se le despertó el instinto de caza, sus presas predilectas eran las mariposas nocturnas, escarabajos y lagartijas que anidaban en unas piedras cercanas a la casa y a las que asolaba con paciencia felina durante las noches. En los días lluviosos, le gustaba tenderse en el pasto bajo la lluvia, por lo cual, varias veces tuve que salir a buscarla, bajo esa llovizna que te moja hasta los huesos. Tal vez, fuera un ejercicio de entrega a la naturaleza, que nos dará cobijo cuando llegue el momento del desuso del cuerpo. Dejando de lado las apreciaciones filosóficas y retornando a sus instintos, el de caza, sin embargo no lo trasladó a los pájaros, aunque si les gustaba observar a las urracas, cardenales y benteveos que concurrían durante los atardeceres a picotear en los canteros de la huerta. Los miraba como quien aprecia una maravilla volátil en la cual no cuajaba ninguna necesidad de aprensión, tan solo el espíritu contemplativo de una filósofa.
En cierto punto, no había abandonado su actitud hedonista de gata porteña y disfrutaba de esa experiencia silvestre, de la cual se adueñaba poco a poco, ya que su gigantesco territorio era disputado con una gata que merodeaba en las casitas del fondo o en el monte de enfrente. Cierta tarde, hizo algo verdaderamente asombroso, se metió adentro de su bañito y se revolcó en las piedritas olorosas, después de ese baño insalubre, cruzó todo el terreno, atravesó el tejido del cerco y se fue al monte en disputa, donde la encontré refregándose contra el tronco de un árbol, marcando y extendiendo su territorio. Realmente, Dee De se había convertido en una conquistadora paciente y con conciencia de sus dominios.
ADIOSES. De los trece o catorce años de vida, Dee Dee, vivió nueve meses en Misiones, en ese lapso su existencia dio un giro de 180 grados, se le despertó un inesperado gusto por los videos para gatos que solía buscarle en YouTube y también por la música. Su vida cobró otro sentido, dormir la siesta bajo la sombra de un árbol durante el caluroso verano misionero, sentarse en el borde del camino de tierra y mirar pasar los perros. A mí, me resultaba un hecho estético, ver su cuerpo negro, echado en el medio del verde pastizal del terreno al atardecer. Sin embargo algo sucedió, de un día para el otro dejó de comer y a bajar de peso. La llevé a lo de Tatiana, la bondadosa veterinaria del pueblo. Le diagnosticó una hepatitis de la cual solo podía sanarse comiendo, cosa que se rehusaba hacer, por lo cual hubo que alimentarla trabajosamente dándole de comer aplicándole suero y otros recursos.

Dicen que los gatos cuando presiente la llegada de la muerte se aíslan y no dejan ver el sufrimiento y el dolor que los atraviesa, la biología evolutiva da explicaciones acerca de esa determinación de ocultamiento de la debilidad, que también yo he percibido en la muerte de otros gatos. Dee Dee, sin embargo, jamás se aisló, varias veces la fui a buscar al terreno de la casa vecina abandonada, lugar elegido para tomar sol junto a la gata con la cual disputaban el territorio. También, en esa situación de agonía, otra tarde lluviosa hizo lo que siempre hacía, sentarse bajo la lluvia. Así las cosas se derivaron en más idas a lo de Tatiana, de las cuales volvía con la esperanza de una remontada que no se produjo y que esperé que sucediera, después que en un atardecer desapareciera. La busqué por toda la casa, en el monte y en las casas de a la vuelta. Al caer la noche abandoné la búsqueda, reiniciada a la mañana siguiente de modo infructuoso, apelé a fórmulas populares para encontrar a un gato perdido, como decirle a los gatos del vecindario que la estaba buscando. Para mi sorpresa, a la tarde saltó sobre mi cuerpo mientras estaba tirado en la cama, tratando de consolar la tristeza de no poder enterrarla. Tenía en el pelo briznas de pastos y hojas secas, era evidente que había pasado la noche y el día en el monte, ese lugar que según el poeta Rubén Sacchi, se había ido para aprehenderlo y llevárselo consigo.
Ese regreso me devolvió la esperanza, pues comió y bebió agua en abundancia, pero el milagro no sucedió, a la tarde siguiente se tendió en la cama, me acosté a su lado y mientras pasaba mi mano por su pelaje dejó de respirar. Tal vez haya sido un privilegiado en vivir ese momento. Se lo devolví de la mejor manera, esa Dee Dee, de vida tan particular descansa, protegida por las ramas del árbol donde dormía sus siestas. Y yo en el pensamiento, que la muerte y sus azares, son un nuevo comienzo.