Por Miguel Galante, integrante del Instituto Interdisciplinario de Estudios e Investigaciones de América Latina, Facultad de Filosofía y Letras, UBA.
Dado que soy historiador, voy a empezar por algunos antecedentes históricos relativos al libro y tema que nos ocupa. La caída del gobierno de Rosas (Batalla de Caseros, 1852) implicó la separación del Estado de Buenos Aires de la Confederación Argentina, iniciando un enfrentamiento que terminó con el triunfo de Buenos Aires en la Batalla de Pavón (1861) y con el proceso de reunificación nacional liderado por las elites porteñas. Sin embargo, la “cuestión de la capital” continuó siendo un motivo de disputas entre 1860 y 1880, la Ciudad de Buenos Aires fue la sede provisoria de las autoridades nacionales, mientras la policía que custodiaba sus calles seguía dependiendo del gobierno provincial. (Algo que suena a contemporáneo, ¿no?)
Esa ambigüedad comenzó a resolverse con la federalización de Buenos Aires en 1880 y la construcción de una capital para la Provincia de Buenos Aires, la Ciudad de La Plata, que se convirtió en la cabecera de una nueva policía
De este modo, la antigua Policía de Buenos Aires (a la vez urbana y provincial) fue dividida en dos instituciones diferentes: la Policía de la Provincia de Buenos Aires (aún existente) y la Policía de la Capital (1880-1943), cuya novedad era que pasaba a recibir órdenes del Poder Ejecutivo Nacional por intermedio del Ministro del Interior. Sin embargo, lejos de ser una solución definitiva para la policía porteña, la capitalización de Buenos Aires fue el comienzo de una disyuntiva: ¿debía convertirse en una policía metropolitana o cumplir una misión federal?
La nueva Policía de la Capital tendió a seguir la primera opción, aunque, al ser un poder en manos del gobierno nacional, en la práctica recaían sobre ella algunas atribuciones que excedían la jurisdicción urbana. La creación de la Policía Federal Argentina (PFA) -la cual entra en funciones solo a partir del 1 de enero de 1945- acabó reconociendo esa realidad, pero nunca resignó el monopolio de la vigilancia de la ciudad en la que tenía sede, perpetuando así un modelo híbrido de una fuerza de seguridad a la vez urbana y federal.
Se trata de un debate revisitado una y otra vez, en especial desde que la reforma constitucional de 1994 le otorgó a la Ciudad de Buenos Aires el estatus de estado autónomo con capacidad de organizar su propia policía.
Tras ese propósito, en 2008 se creó una Policía Metropolitana y, a lo largo de casi una década, se vieron frustrados los intentos de traspasar las comisarías seccionales de la PFA a la nueva institución, dejándola en una posición débil, con escaso control territorial. La concreción comenzó cuando el gobierno de la ciudad y el nacional fueron del mismo partido político: el PRO. El presidente Macri y el Jefe de la Ciudad, Rodríguez Larreta, anunciaron en 2016 la creación de la “Policía de la Ciudad”, que habría de absorber a la Metropolitana y hacerse cargo de las comisarías. Muchas denominaciones y cambios institucionales para un mismo problema: vigilar las vidas y bienes de la principal ciudad argentina, sede del poder político y económico del país.
Si se recurre a la página web oficial de la PFA pueden verse resumidos algunos de estos procesos. En principio se narra con detalles diversos como la Policía Federal Argentina, con jurisdicción en todo el territorio nacional, fue creada sobre la base de la Policía de la Capital “tomando como ejemplo al Departamento Federal de Investigaciones de Estados Unidos” el 24 de diciembre de 1943, mediante Decreto Nº 17.750 del PEN, como una de las ramas de la Policía de la Capital, dependiendo del Ministerio del Interior. Progresivamente fue asumiendo funciones de la institución policial preexistente.
El sucinto resumen histórico recorre datos y conceptos previsibles. Más aun, llama la atención lo referido a sus transformaciones bajo la dictadura autodenominada Revolución Argentina: “En 1971, bajo la jefatura del General Jorge Esteban Cáceres Monié y en plena vigencia de la Doctrina de Seguridad Nacional, se llevó adelante una reestructuración general y profunda de la estructura orgánica de la PFA, en un contexto signado por el crecimiento y radicalización de la protesta social y política. Esta reestructuración interna de la PFA apuntó a adecuar a la institución policial en su conjunto a las necesidades surgidas de un contexto de ampliación y diversificación de las funciones policiales y al establecimiento de una nueva prioridad en la agenda de las fuerzas de seguridad: la lucha contra la subversión. Es así que la PFA tomó un nuevo formato organizativo que apuntó a fortalecer la cadena de mandos y la estructura jerárquica, así como también a generar una mayor división de tareas y especialización entre los diferentes componentes de la institución. El viejo modelo tomado de la fuerza policial norteamericana fue cambiado por el de las Superintendencias, dedicadas a áreas específicas de la intervención policial.” (las negritas son mías). La claridad con la que son expresados los nuevos objetivos y la agenda de la PFA en esa dictadura no deja de sorprender (si bien la hipótesis de guerra interna/“Doctrina de la Seguridad Nacional” como eje central del accionar de las fuerzas armadas y de seguridad va madurando desde 1957, cuando el Ejército Argentino “importa” expertos franceses en contrainsurgencia).
En la siguiente dictadura cívico-militar, la PFA pasó a formar parte del dispositivo represivo del Estado Terrorista que –siguiendo a Eduardo Luis Duhalde en su análisis integral y certero- puede definirse como una nueva forma de Estado de Excepción, que niega muchas de las bases del Estado Democrático-Burgués, ante la convicción en sectores dominantes y cúpulas de las fuerzas armadas de que la sujeción a las leyes –inclusive las dictadas por el propio régimen- sería insuficiente para imponer un nuevo de acumulación (de valorización financiera) y derrotar las formas de resistencia obrera y popular. Eligieron estructurar –casi con tanta fuerza como en su faz pública– una faz clandestina del Estado para instaurar el terror como método fundamental (ello incluía la desaparición forzada, tortura y muerte de personas seleccionadas, entre otras herramientas). Desde las máximas autoridades gubernamentales hasta funcionarios policiales y jueces, el Estado Público negaba aquello que su Estado Clandestino hacía.
Sabido es -no hay espacio para desarrollarlo aquí- que buena parte de esa ideología y prácticas impuestas en las fuerzas de seguridad sobrevivieron en un marco de intentos de reformas, dispares y discontinuas, de las diversas fuerzas de seguridad y policías provinciales durante la democracia. Concretamente, queremos referirnos a la desaparición forzada de personas, es decir aquellas producidas por el Estado. Adriana Meyer documentó en su libro Desaparecer en Democracia (2022) 218 casos de ese tipo de desapariciones en casi 40 años de democracia. Resulta evidente que en un gobierno constitucional/democrático pueden darse practicas características del terrorismo estatal (desde el punto de vista jurídico, Delitos de Lesa Humanidad); los argentinos lo hemos vivido claramente durante el gobierno de Isabel Perón ya por fuerzas parapoliciales – la Triple A, la más conocida – ya por el propio Ejército Argentino -inicialmente en Tucumán- en 1975.
Como bien desarrolla Eduardo Silveyra en el capítulo diez de su libro, hay demasiados indicios que en la desaparición del policía de la Ciudad Arshak Karhayan (de 28 años) habrían estado involucrados integrantes de la propia fuerza. La hipótesis es que el joven de origen armenio vio o supo algo de las actividades non sanctas de la Policía y que eso habría sido fatal. La tarea del juez a cargo del caso –que puso a investigar a la misma fuerza acusada por la familia de Arshak- se muestra lenta e inefectiva (¿desinteresada?). De confirmarse judicialmente, este nuevo caso ratificaría la afirmación de que la cultura policial de la dictadura –vía la incorporación de ex-policías de la Federal, de la Bonaerense e integrantes de otras fuerzas de seguridad, algunos exonerados, otros retirados, otros en actividad– no fue del todo erradicada de la Policía de CABA.
Para finalizar unas líneas breves relacionadas con algunos aspectos teóricos. Desde una mirada liberal clásica, dos pilares fundamentales del Estado y de la seguridad ciudadana fueron siempre la justicia y la policía. En esa línea, desde un punto de vista político, hablar de policía o del poder de policía es analizar la cuestión el poder del Estado sobre los individuos. Se trataría de un poder monopólico que en sistemas dictatoriales admite prerrogativas propias de un soberano absoluto, no sometido a ley alguna. Sin embargo, en sistemas donde rige el estado de derecho –como los regímenes democráticos contemporáneos– esas potestades están limitadas por leyes y normas constitucionales.
Pero desde una perspectiva social esto es bien diferente: el poder de policía no remite solo a potestades del Estado sobre derechos individuales. Cabe aquí citar a Michel Foucault en su Vigilar y Castigar (1975): «Ha sido absolutamente necesario constituir al pueblo en sujeto moral, separarlo pues de la delincuencia, separar claramente el grupo de los delincuentes, mostrarlos como peligrosos, no solo para los ricos sino también para los pobres, mostrarlos cargados de todos los vicios y origen de los más grandes peligros. De aquí el nacimiento de la literatura policial y la importancia de periódicos de sucesos, de los relatos de horribles crímenes”.
Esa separación implica marcar a otros a los que vigilar, controlar, castigar y reprimir. Así, la policía actúa sobre otros seleccionados previamente. Mantener el orden implica defender a la sociedad de “otros” considerados peligrosos. Se trata de una delimitación cambiante: parte de las necesidades del capital en cada momento histórico y es personificado por el Estado, que expresa su poder a través del monopolio de la violencia considerada legítima. A esos “otros”, al grupo de los delincuentes, se los empujará a la muerte o se los hará morir en tanto “peligro biológico” -diría ese filósofo francés – para las vidas a ser defendidas.
Volviendo a la historia, en 1921 el jefe de la Sección Identificaciones, Comisario César Echeverry, distinguió inicialmente veinticuatro actividades o especialidades delictivas: “Ladrones de a bordo, asaltantes, scruchantes, burreros, punguistas, spiantadores, biabistas, descuidistas, madruguiestas, mecheras, perqueros, tocomocheros, empalmadores, bocheros, filo-mishio, estafadores comerciales, gráficos, falsos inspectores, cuenteros y estafadores varios, pederastas lunfardos, mujeres lunfardas, falsificadores y circuladores de billetes de banco, spiantadores de vehículos, terroristas y anarquistas, agitadores de huelgas y sindicatos sospechados de anarquistas y vinculados a ellos”. [citado por A. Rodríguez y E. Zappietro, Historia de la Policía Federal Argentina a las puertas del tercer milenio. Génesis y desarrollo desde 1580 hasta la actualidad; Editorial Policial, 1999). En las últimas cinco categorías mencionadas estaba el nudo: la llamada Cuestión Social, que desde principios del siglo XX preocupaba a las elites sociales y políticas.
Si llevamos la cuestión hacia nuestros días, hay necesarias diferencias y reformulaciones pero se gira en torno a lo mismo: el conflicto social –la lucha de clases- y, lógicamente, las diversas organizaciones sociales y políticas a vigilar y, de ser necesario, castigar. El libro de Silveyra, en su página 29, nos ofrece una rápida enumeración de la delimitación actual: “sobre todo si portan los rasgos biométricos propios de los que son objeto de la represión, abuso o discriminación. Trapitos, vendedores ambulantes, migrantes de cualquier nacionalidad y gente en situación de calle son los sujetos de la objetivación del control policial en los espacios públicos”. Con ser representativa la lista parece incompleta. Para acabarla recomendamos la lectura de su documentada y lograda investigación periodística: “La Gorra. Prontuario de la Policía de la Ciudad” (Ediciones Ciccus, 2023).