Las últimas semanas la cumbre en Glasgow de la COP26 puso en el centro de la atención la necesidad de acciones climáticas. Pero, desde una perspectiva periférica, debe levantarse el reclamo por una transición justa acorde a las condiciones de cada país, entendiendo que existen responsabilidades comunes pero diferenciadas a la hora de llevarlas a cabo. Garantizar este principio a escala global no es tarea sencilla ya que, como se ha visto, los países no tienen incentivos a ser ellos los que asuman los costos si no hay un actor externo que los condicione.
En todos estos procesos, la política pública debe tener un rol central en la administración de los costos y beneficios que implicarán los desafíos impuestos por la crisis climática. El cambio climático, además de ser una amenaza global, es esencialmente un problema de desigualdad social. A pesar que los costos recaen esencialmente sobre los países de menores ingresos, las naciones desarrolladas fueron las que mayoritariamente impulsaron este proceso. Y lo propio ocurre al interior de cada país. Son los sectores de menores ingresos los que tienen menos recurso para adaptarse, sufren con mayor vehemencia el impacto del cambio climático, los desplazamientos poblacionales y frente al encarecimiento de los bienes y servicios que acarrea el nuevo paradigma, no tienen margen para costearlos.
A nivel de los países, lejos de tener que cristalizarse el estado de desarrollo actual y las evidentes brechas en las condiciones tecno-productivas de cada país, las acciones que se tomen para afrontar esta crisis deben incorporar, como una dimensión fundamental, el cierre de esas brechas en la calidad de vida, el dominio tecnológico y productivo. No puede quedarse solamente en una transferencia de recursos, como se plantea en el caso del canje de deuda por acciones climáticas, sino que debe haber un desarrollo de las capacidades nacionales en el diseño, desarrollo y control de las nuevas tecnologías asociadas al cambio climático. Aún más, las soluciones que se esbozan asociadas a un mayor financiamiento, sin tener en cuenta el impacto en las capacidades productivas, puede terminar agudizando la fragilidad del sector externo por la escasez estructural de dólares que tienen nuestra economía.
Sin ir más lejos, la reciente experiencia del gobierno de Macri con los programas Renovar son un caso de incorporación de tecnología con un positivo impacto climático, pero que se utilizó como vehículo para un endeudamiento del sector privado en moneda extranjera. Funcionó como una parte del engranaje general que significó una extremadamente veloz inserción argentina al ciclo de valorización financiera global con etiqueta verde, a costa de ceder el desarrollo tecnológico de la generación de energía eléctrica renovable en lugar de apostar al crecimiento local de esos conocimientos.
Aun así, el punto de partida no es particularmente crítico. Las emisiones de GEI en Argentina se reparten casi en partes iguales entre el sector agropecuario y el consumo de energía, en línea a las estructuras productivas más primarizadas como las de América Latina, con una fuerte incidencia del uso del suelo y las actividades asociadas en las emisiones de GEI. En cambio, en los países desarrollados la proporción es exactamente inversa, con una fuerte presencia del carbón dentro de la matriz eléctrica y mayor consumo de combustibles fósiles en general. Nuestro rol como proveedores de materias primas al resto del mundo se evidencia en el peso de los distintos sectores en nuestras emisiones. Sin embargo, gran parte de las emisiones generadas por nuestro sector primario son para sostener el consumo y la alimentación del resto del mundo.
La trayectoria argentina
En 1994, la República Argentina ratificó la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC) mediante la sanción de la Ley N° 24.295 con el objetivo de estabilizar las concentraciones de gases de efecto invernadero (GEI) en la atmósfera a un nivel que impida interferencias antropógenas peligrosas en el sistema climático y en un plazo suficiente. Esto sería así para permitir que los ecosistemas se adapten naturalmente al cambio climático, asegurando que la producción de alimentos no se vea amenazada y permitiendo que el desarrollo económico prosiga de manera sostenible.
Posteriormente, el país adoptó el Acuerdo de París bajo la CMNUCC mediante la Ley N° 27.270. Este se basa en la Convención y, por primera vez, se apoyó en la causa común que tienen todas las naciones para emprender esfuerzos ambiciosos para combatir el cambio climático y adaptarse a sus efectos, con un mayor apoyo para ayudar a los países en desarrollo a hacerlo.
En este marco, la Argentina, durante la vigésima segunda Conferencia de las Partes (COP22) realizada en Marruecos en noviembre de 2016, presentó su primera Contribución Determinada a Nivel Nacional (NDC, por sus siglas en inglés). En ese documento, se comprometió a una emisión de GEI equivalente a cuatrocientos ochenta y tres MMTnCO2eq (Mega toneladas de carbono equivalente, que es como se mide el impacto de la generación de gases generadores del efecto invernadero) en 2030. Posteriormente, en 2020 el gobierno argentino actualizó su compromiso y lo redujo a trescientos sesenta y nueve. En la última COP, la presentación argentina apunta a emitir la suma de trescientos cuarenta y nueve MMTnCO2eq en 2030.
Metas o senderos
El riesgo de fijar metas cuantitativas es que se conviertan por sí solas en la guía para las políticas sin incorporar, por ejemplo, el delicado contexto social que define el sendero por el cual nuestro país debe recorrer la transición tecno-productiva. En los próximos años, deberán convivir las medidas de eficiencia, en sectores con capacidad de costearlas, con la mejora en la capacidad adquisitiva y el nivel de consumo de millones de compatriotas que tienen necesidades básicas postergadas. Las fuentes alternativas que están en la frontera tecnológica como el hidrógeno verde, deberían desarrollarse a la par que se da respuesta a necesidades sociales concretas.
Compatibilizar estos frentes no será una tarea fácil, la política debe hacer su esfuerzo para que no sea la realidad la que imponga cambios más drásticos. La etiqueta de “ambientalismo bobo” a cualquier opinión que cuestione el modelo de desarrollo es tan infructuosa para lograr avances en la agenda pública así como cualquier proyecto que no contemple las propias demandas de nuestro pueblo cae en un saco roto y puede pecar de pensar escenarios sin el sujeto protagonista de esos mundos.
El camino también va a estar signado por escollos ya que las potencias desarrolladas no van a ceder amablemente su posición de dominio de las tecnologías núcleo que pueden llegar a dar una respuesta satisfactoria al cambio climático. Por ejemplo, el FMI abordó, en su último reporte sobre la estabilidad financiera global, el rol de las “etiquetas” de los fondos de inversión y se observa como los fondos de inversión con una etiqueta “climática” vienen creciendo fenomenalmente.
Cabe preguntarse sobre la bondad de este proceso y, en particular, por quiénes son los que definen qué es y qué no es sustentable o positivo en términos climáticos. Argentina puede contribuir a la mitigación desarrollando su potencial en el sector gasífero y proveyendo de GNL la matriz energética europea y china que se basa, fundamentalmente, en el carbón. Sin embargo, para los países que ponen las etiquetas, esta no es una prioridad. Los posibles “impuestos al carbón” también pueden servir como barreras para los productos de países con menor tecnología incorporada en sus sectores productivos, profundizando con eso las asimetrías existentes.
Este proceso de transición tiene una diferencia esencial respecto a los anteriores. En esta oportunidad, el involucramiento es absolutamente consciente en lugar de ser producto de la decisión espontánea de actores que “descubren” una novedad como, por ejemplo, el motor de combustión interna. Sin embargo, no logra deshacerse de algo inherente a cualquier proceso de innovación tecnológica y cambio estructural: la incertidumbre fundamental. Los proyectos de hidrógeno verde son hoy, todavía, una posible vector, pero los resultados a futuro no son absolutamente predecibles. ¿Pueden ser una alternativa? Absolutamente. Por eso vale la pena estar desde los inicios involucrados en el proceso para tener un protagonismo en un eventual predominio del hidrógeno verde como vector energético.
Desde Argentina debemos reivindicar nuestro derecho a recorrer una transición tecno-productiva a partir de nuestros recursos buscando incrementar nuestras capacidades. Así como las capacidades productivas en el sector farmacéutico nos permitieron contar con vacunas de forma más acelerada, gracias a participar en partes del proceso productivo, avanzar en las industrias energéticas resultará estratégico para que la soberanía energética sea sostenible.