«Es casi obligatorio
decirle hijo de puta,
decirle yanqui hijo de puta».
Humberto Constantini
A diez años de la invasión norteamericana a Afganistán, el mundo ha aprendido mucho acerca de su geografía. No era cierto aquello de que es un país montañoso cruzado por infinitas cordilleras, desértico, frío y con valles profundos. Se descubrió que Afganistán es un pantano sin fondo, muy caliente, donde los Estados Unidos están hasta el cuello, con posibilidades de salirse, pero sin una hilacha de honor.
Afganistán es uno de los países más pobres y minados del mundo. Su población subsiste en unas condiciones que remontan a la humanidad cinco siglos atrás. Si antes del 11 de septiembre de 2001 la situación era grave, ahora es mucho peor.
Las hambrunas son endémicas, al igual que las sequías. Se estima que un tercio de la población ha abandonado el país, más de un millón se encuentran refugiados en campamentos en Pakistán y superan los dos millones los refugiados en Irán. En las fronteras, cientos de miles esperan poder cruzar. Algunos desde hace años.
Afganistán parece un país preparado por la naturaleza para recibir invasiones. Los imperios no han dejado de intentarlo. Por allí pasaron persas, macedonios, turcos, árabes, mongoles, timúridas y británicos. Al igual que los soviéticos a partir en 1978, los Estados Unidos junto a la OTAN desde 2001 lo han intentado y no la están sacando nada bien.
Un viejo amigo llega de visita
Fueron centenares los asesores norteamericanos que durante la resistencia de los Mujahidines a la ocupación soviética que duró hasta 1989, llegaban hasta el Norte de Kabul, exactamente al valle de Panjshir, con dólares y recursos, como por ejemplo los temibles lanza-misiles portátiles tierra-aire Stinger.
Claro, por entonces ni a los analistas del Pentágono ni de la CIA se les ocurría que esos simpáticos y cálidos pastores que defendían con honor y valor su patria del gran oso rojo se reconvertirían en talibanes. Y que poco más de una década después, iban a intentar estacionar dos aviones en pleno centro de Nueva York.
A menos de un mes del gran desplome del World Trade Center, exactamente el 7 de octubre, el entonces presidente Georges W. Bush puso en marcha la monumental maquinaria de guerra de los Estados Unidos contra una de las naciones más pobres y atrasadas del planeta. La operación se conoce como Libertad Duradera. La misión era ubicar, detener y castigar a un viejo amigo, para más agente de la CIA, con el que tanto pulao con cordero habían compartido en las montañas de Tora Bora, el saudita Osama Bin Laden y sus mujahidines, que ahora eran Al-Qaeda.
Miles de hombres de las fuerzas norteamericanas, poco más de cien mil, y algunos batallones con sus socios con inteligencia militar, información satelital, armas de última generación, helicópteros blindados, grupos comandos y tropas de elite consiguieron rápidamente conquistar un país de pastores.
El segundo paso fue declarar que los talibanes estaban vencidos y en fuga y que el pueblo afgano lo único que deseaba era ponerse a la sombra de Founding Fathers Washington, Jefferson, McDonald´s, hacerse fanáticos de los Yankees de New York y de la democracia, claro, la democracia.
La Fox News, sí, la de Murdoch, la agencia de prensa del gobierno de Bush, dijo: “En un anuncio que marca una gran victoria en la guerra contra el terror que está librando Norteamérica, el Secretario de Defensa, Donald H. Rumsfeld, declaró el jueves que las actividades de combate de mayor envergadura habían terminado en Afganistán”. Claro, olvidaron que los talibanes no leen los diarios.
Bienvenidos al pantano
Reducidos a su mínima expresión durantes los primeros años de la invasión, mientras el grueso de las fuerzas invasoras fueron destinadas a liberar Irak, los talibanes reaparecieron en abril de 2005, atacando convoyes militares, asaltando edificios del gobierno, y matando a soldados afganos y norteamericanos en numerosos ataques.
En la sureña provincia de Helmund, con fuerte presencia insurgente, decapitaron a Hamid Karzia, antiguo representante de una compañía petrolera y fiel aliado de occidente.
La falta de Estado y la corrupción han hecho que la población afgana comenzara a extrañar los tiempos talibanes.
En los primeros meses de la invasión, muchos líderes talibanes escaparon a Pakistán, donde organizaron la resistencia, lo que sirvió para limar viejas asperezas entre diferentes grupos tribales y los veteranos mujahidines de Gulbuddin Hekmatyar y Jalaluddin Haqqani, que pusieron a sus combatientes a disposición de la insurgencia.
La invasión ya costó la vida de cincuenta mil afganos y dos mil soldados occidentales. Los talibanes dominan casi el sesenta por ciento del territorio. La inversión norteamericana suma más de 770.000 millones de dólares. Con este resultado a diez años de Libertad Duradera, Barack Obama, el Nobel de la Paz que triplicó en su momento la cifra de soldados desplegados en Afganistán, anunció que los Estados Unidos no iban a durar mucho en Afganistán y presentó su exit strategy, con la que ya retiró treinta mil hombres, y hasta 2014 hará lo propio con los setenta mil que faltan.
Los talibanes nunca dejaron sus bastiones en el sur y en el este del país, donde el cultivo de opio les ofrece una rica fuente de financiación.
Ni el asesinato de Osama Bin Laden, en mayo de este año, ni la continuación de asesinatos de líderes de Al Qeada provocó la sensación de que todo se encarrilaría. La guerra continúa.
Mujahidines de Wall Street
El pueblo norteamericano, quizás uno de los menos capacitados para ejercer acciones políticas por décadas del suero neoliberal, parece estar despertando de su letargo. O mejor dicho, lo despertaron los agentes judiciales que llegaban a rematar sus casas.
Cuando se preguntaron a dónde estaban sus ahorros, descubrieron que entre la ingeniería financiera de Wall Street y el 1,3 trillones de dólares dilapidados en las giras de Afganistán e Irak, su sueño americano se había derrumbado con la eficiencia de una torre o dos.
Y Wall Street, de ser la calle de las finanzas, se convirtió en el muro de los lamentos. Hasta allí, muy dócilmente, se están acercando centenares de norteamericanos preguntando cómo era aquel viejo ejercicio de protestar. La cuestión se empieza a extender por todas las grandes ciudades de país de la democracia y la igualdad.
Obama, tan pálido como Michael Jackson, se estará preguntado qué se hizo de la plata de su Nobel.