Del mismo modo que el Partido Justicialista nunca terminó de hacer una autocrítica seria y orgánica sobre su participación en los años del menemismo, el progresismo (Frente Grande, Frepaso, Alianza y satélites) tampoco parece haber formulado una revisión profunda sobre sus dislates de los últimos 15 años.
Entre sus déficit estructurales, se cuenta el haber sostenido la matriz menemista, cuestionando la transparencia y malos modos de un modelo al que nunca puso en crisis en serio, como quedó demostrado al abrazarse a la convertibilidad en 1999 cuando asumió el gobierno nacional y al pedirle la escupidera a Cavallo un año y medio después, con las consecuencias trágicas que todos conocemos.
De aquella estéril construcción que la aparición del kirchnerismo dejó al desnudo, la diputada Elisa Carrió es sin duda la rémora más patética y al mismo tiempo la única que aún surfea sobre esa ola con alguna consideración pública. Es cierto que ya no puede ubicársela en las filas del progresismo, pero sus banderas y sus armas siguen siendo las mismas: la denuncia y la arenga de caracter ético.
La moral es un mal remplazo de la política como parámetro de construcción colectiva. Es la semilla misma de la antipolítica, esa que el progresismo argentino creyó combatir pero consolidó sin saber, sin poder o sin querer hasta que los vientos del Sur desparramaron los papeles de todos en 2003.
Mientras la política recorre hoy la vida nacional con más vigor que nunca en 10 años, la oposición solo atina a cuestionar las negociaciones parlamentarias y las vende como escándalo. Solo un desfasaje tan brutal con la realidad explica la reaparición estelar de Lilita esta semana, luego de su reclusión en el spa y en el irrespetuoso silencio con que acompañó la muerte de Néstor Kirchner.