Por Mariano Pacheco
Es el presente respecto de nuestra independencia como nación lo que se pone en juego a la hora de traer ante nosotros una fecha como el 9 de Julio, no la simple reivindicación de la efeméride, porque sabemos que las frías placas y las vacías ceremonias son las que terminan por enterrar la potencia del pasado, que termina sin conexión alguna con una estrategia actual. Por eso en estas líneas pretendemos reavivar la llama de las calurosas discusiones que atravesaron las existencias de aquellas figuras que hoy caracterizamos como “patriotas” para hacer de esta fecha un momento de debate de nuestras tareas pendientes.
Lo paradójico del Congreso de Tucumán es que no funciona ni como un punto de llegada ni como un punto de partida. Está un poco en el medio, y quizás por eso más de una vez se ha prestado a confusión en el arco de recordatorios escolares. De algún modo el 9 de Julio de 1816 funciona como punto de pasaje entre el momento de gestación de una voluntad de sabotaje al dominio colonial, y la conformación de una nación, con su constitución incluida. Y por eso resulta de importancia recordar que es un hecho que forma parte de la secuencia local que se abre en mayo de 1810 (y tiene sus antecedentes en los años inmediatamente anteriores, de resistencia a las invasiones inglesas), y regional que tiene su momento y su lugar de esplendor en la revolución haitiana de 1791 y que no puede dejar de pensarse, asimismo, en el influjo de ideas que abrió la Revolución Francesa de 1789.
Tres elementos, al menos, están presentes en el Congreso de Tucumán y pueden ser rescatados hoy como futuros perdidos que merecen reanudarse para poder establecer un debate político fundamental para nuestra época.
En primer lugar, la perspectiva Latinoamericana no sólo de la guerra de la independencia sino del propio 9 de Julio de 1816, que hoy nos interpela como parte de los debates actuales. Tal como subraya Norberto Galasso en su emblemática Historia de la Argentina (Tomo I), ese día no se declara la “Independencia argentina”, ni tampoco la de las “Provincias Unidas del Río de la Plata”, sino la independencia de las “Provincias Unidas de Sud América”, en un encuentro en el que deliberaron regiones que hoy forman parte de Bolivia, mientras permanecen ausentes otras de lo que hoy denominamos como provincias argentinas de Santa Fe, Corrientes, Entre Ríos y Misiones, quienes permanecieron alineadas con Artigas, el “Protector de los Pueblos Libres”.
En segundo lugar, tanto en 1816 como en lo que va del siglo XXI, se nos presenta el debate en torno al modo en que nos vinculamos entre las personas atendiendo a la diversidad de la población que habita estos suelos: entre quienes “bajaron de los barcos” y los “pueblos originarios”.
Discusión ausente en el debate de entonces alrededor de las características de la patria naciente; generalmente ausentes hoy, también, en los enfoques que podemos construir en torno a lo que entendemos por nación (debate que más allá de las diferencias, instaló con fuerza en todo el continente el proceso que desembocó en lo que hoy se reconoce internacionalmente como Estado Plurinacional de Bolivia). Las luchas mapuches en la Patagonia vienen interpelando al conjunto social de este país de manera sostenida, pero la discusión excede a pueblos y zonas específicas, y reclama ser abordado con seriedad por toda la población argentina, tan tendiente por lo general a identificarse con Europa, pero poco con nuestras raíces americanas y, mucho menos, a hacerse cargo del etnocidio sobre el que se erigió el Estado Nacional mismo.
En tercer y último lugar, pero no menos importante, es el debate abierto en Tucumán en el Congreso de 1816 sobre la “forma política” que debía adoptar el país; discusión que en otra clave podría ser retomado hoy, sobre todo si pensamos en la necesidad de llevar adelante una profunda reforma política, que discuta el siempre postergado tema de qué entendemos como república y federalismo, pero también, como dinamizamos una institucionalidad más permeable a los movimientos de la sociedad, y porosa a un tipo de democracia más participativa, mas “protagónica del pueblo”, para decirlo en términos chavistas.
Por eso ante un nuevo aniversario del “Día de la independencia” quisiera rescatar esos hilos que, desde nuestros primeros pasos como nación, se entretejen entre filosofía y nación. De nuevo: no en un gesto nostálgico hacia el pasado, o de reivindicación despolitizada de la historia, sino más bien todo lo contrario: en un ejercicio que nos permita dar cuenta del elitismo de la media de la intelectualidad patriótica y recuperar los replanteos que –desde Marx para acá—han concebido al pensamiento crítico de modo inseparable de las prácticas transformadoras. Sólo así podremos asumir de librar la lucha también en el frente de la teoría, para contribuir a repensar y recrear los conceptos mismos de nación, filosofía y revolución.
Como sostiene Miguel Mazzeo en su Poder Popular y Nación, la conciencia nacional-popular en Nuestra América es una “estructura simbólica aglutinante” de las clases subalternas. Y por lo tanto, punto de partida fundamental para cualquier proyecto emancipatorio que tenga como grandes protagonistas a las y los de abajo. Pero para que lo nacional-popular tampoco devenga en fetiche, o en relato edulcorado, resulta fundamental no pensarlo como algo dado. Es en nuestras luchas actuales que ese legado se reactualiza, planteando nuevos problemas y desafíos.
Librar un combate en el terreno de las ideas –y no sólo de las ideas—frente a quienes sueñan y trabajan para configurar una patria para pocos, poblada de injusticias y asimetrías, es fundamental. Como también lo es ejercitar una disputa frente a quienes se piensan a imagen y semejanza de esas figuras que la historia escolar supo durante mucho tiempo construir, y que hoy le viene muy bien al modelo de la política liberal, incluso la bien-intencionada: la de unas elites blancas, progresistas, profesionales conduciendo los destinos de los muchos.
Frente a esas cosmovisiones liberales de la derecha y el progresismo, un enorme desafío: imaginar una nación plebeya, construida desde lo más concreto que puede hacer un pueblo: darse las estrategias más eficaces desde sus fuerzas organizadas.