2003- 2023: veinte años de kirchnerismo en un 25 de mayo

Hoy se conmemoran dos décadas desde que Néstor Kirchner asumiera la presidencia. Un balance de lo que la experiencia kirchnerista implicó para el país, y aquello que bajo el nombre peronismo se puede seguir imaginando para el porvenir.

“No hay nadie, de la vida cultural y política, que no haya sido alcanzado por el meteoro kirchnerista”

Horacio González, Kirchnerismo: una controversia cultural

Peronismo y kirchnerismo

¿Cuándo comienza el kirchnerismo? ¿Cuándo Menem se baja del ballotage y Néstor “gana” las elecciones? ¿Cuándo el sureño toma de la mano de su mentor, Eduardo Duhalde, el bastón presidencial? ¿O segundos después, cuando se pone a jugar con él (con el bastón, puesto que con el Cabezón del Conurbano jugará tiempo más tarde)? ¿O el kirchnerismo empieza en marzo de 2004, cuando Néstor pide perdón, en nombre del Estado, por los crímenes perpetrados por ese mismo Estado durante el autodenominado –con una profunda fidelidad a los conceptos— Proceso de Reorganización Nacional? Por supuesto, cabe preguntarse si es ese el mismo Estado. ¿No? ¿No era el mismo? ¿No tuvo razón Hebe de Bonafini cuando en los años ochenta afirmó que Videla y Alfonsín eran la misma mierda? Y cuando dijo ver en los piqueteros sureños el rostro de sus “queridos hijos guerrilleros”: ¿no tuvo razón? ¿O no tuvo sus razones para sostenerlo? ¿Fueron las mismas u otras las razones que la llevaron a plantear en 2006 que las Madres ya no harían más las Marcha de la Resistencia, desarrolladas ininterrumpidamente durante 25 años? ¿Se equivocó Hebe al decir que el enemigo ya no estaba más adentro de la Casa Rosada? Y de ser así: ¿la Marcha de la Resistencia estaba dirigida al gobierno nacional? ¿O era una suerte de espejo del propio campo popular para resistir a los poderes que estaban dentro y fuera del Estado? De suponer que el gobierno encabezado por Néstor Kirchner estuviese “de este lado” de la barricada: ¿eso implicaba disolver la división entre gobierno y poder, como en 1973 la Tendencia Revolucionaria del Peronismo hizo al plantear la consigna Cámpora al gobierno, Perón al poder? ¿Estaba Néstor llamado a ser un nuevo Perón, el líder popular de la postdictadura?

Las preguntas se multiplican, y es lógico: los interrogantes proliferaron entonces, cuando la política demandó audacia para actuar, y ahora, que la política demanda audacia para pensar (críticamente). ¿Qué implicó para los organismos de Derechos Humanos –o al menos una buena parte de ellos– decir que el enemigo ya no estaba más en Balcarce 50? ¿Asumir que la resistencia había sido contra los gobiernos (radical primero, justicialista después) y no contra un sistema que excedía la gestión del Estado (un Estado que, incluso, ya no contaba con el mismo poder que antaño)? ¿Qué rol jugaban los organismos en el marco del Nuevo Orden Mundial? Demasiadas preguntas, tal vez. ¿Pero no es acaso la pregunta el motor que mueve toda revolución? ¿Fue el kirchnerismo una revolución, como en su momento planteó para sí mismo el peronismo? Y si no lo fue: ¿entonces qué fue? De nuevo: ¿cuándo empieza el kirchnerismo? ¿Y cuándo termina? ¿Cuando muere Néstor? ¿O cuando Cristina asume con el 54 % de los votos el tercer mandato consecutivo del matrimonio Fernández-Kirchner y anuncia la “sintonía fina”? ¿O acaso algo del kirchnerismo empieza a morir cuando se produce la ruptura con Hugo Moyano? Porque el nombre Moyano, en ese contexto, es sinónimo de CGT, es decir, el movimiento obrero organizado, la “columna vertebral” del movimiento de liberación nacional. ¿O ya no tienen sentido esas palabras, en el nuevo orden neoliberal que se apoderó del mundo? ¿El kirchnerismo implicó en un punto empezar a dejar atrás el peronismo? ¿O lo revitalizó? De nuevo: ¿qué es el kirchnerismo? O mejor aún: ¿qué es el peronismo tras la muerte de Perón y el río de sangre que el terror hizo correr por el cuerpo social de la Nación? ¿Es el kirchnerismo otra fase del peronismo o es apenas otro modo de designar el mismo movimiento en otra etapa de la historia nacional? ¿Ha muerto esa fase como tal? ¿Fue Unidad Ciudadana otro modo de llamar (se) el kirchnerismo, en medio de una ofensiva judicial-mediática tras la derrota electoral de 2015? ¿O fue otra cosa? ¿Otra cosa del kirchnerismo, o también del peronismo? ¿Qué pasa con el kirchnerismo una vez que no deja de ser hegemónico respecto del conjunto del movimiento nacional cuando al mismo tiempo es la corriente con mayor caudal de votos dentro del peronismo y concentra un liderazgo insuficiente para ser una mayoría pero que se muestra mayoritario respecto del resto de sectores?

Este laberinto de preguntas, que corren el riesgo de marearnos, muestran la situación que sólo desde la complejidad puede ser abordada. ¿O acaso no es siempre en medio de grandes encrucijadas que surgen los procesos más dinámicos y creativos?

Durante el discurso de asunción

2001 y kirchnerismo

“El 2001 es también este descubrimiento extraordinario, del que no es separable el acto, los gestos y el discurso de Kirchner en la ESMA en marzo de 2004”, afirman desde la editorial del Nº 5 de la revista El río sin orillas, en octubre de 2011; texto en el que también podemos leer: “si el terror empieza a ceder en su influencia y a cerrar su ciclo, la política y el Estado mismo pueden ser otra vez objeto de deseo y de creencia”. En el mismo escrito sus editores argumentan que el kirchnerismo “es menos un producto directo de 2001” que la “invención de un trayecto gubernamental por parte de un grupo formado en otros presentes”. Un grupo –rematan– más afín a la “lógica jacobina de las vanguardias setentistas y a la representación gubernamental que a las asambleas barriales”.

¿Cuáles fueron esos presentes? Repasemos brevemente.

Cuando Néstor Kirchner llegó a la presidencia, en 2003, venía de hacer una intensa carrera política todo durante la postdictadura. Es cierto, antes –en los años 70– había sido parte del fervor peronista del 73, desde su participación como estudiante universitario en las filas de la Juventud Peronista. Pero luego vino la dictadura, y su vida se centró en ejercer su profesión (abogado) y recién en los tramos finales del horror se volcó al rearmado del justicialismo patagónico. Y ahí sí, Néstor fue primero intendente de su ciudad natal en 1987 y luego, en 1991, gobernador de Santa Cruz (reelecto por dos nuevos mandatos en 1995 y 1999). Es decir, que en Néstor Kirchner, política y Estado, casi son la misma cosa. O dicho de otro modo: en Néstor militancia es sinónimo de gestión, o esfuerzos por llegar a la gestión (agenda liberal + mística militante es la fórmula que utiliza Martín Rodríguez en Orden y progresismo. Los años kirchneristas, para referirse al “período sureño” de Néstor).

“Con buen tino, durante los años del kirchnerismo en el gobierno nacional a nadie se le ocurrió hablar de revolución”, escribe Javier Trímboli en su libro Sublunar. Entre el kirchnerismo y la revolución, en el que también agrega: “una franja que adhirió al kirchnerismo provino de una parcialidad significativa de quienes se habían encontrado, más cerca o más lejos en el tiempo, bajo el signo de la revolución”. Una franja, insiste Trímboli, menor en términos de votos, pero con fuerte incidencia en la “cultura”, y sobre todo, con capacidad de aportar cuadros (o “personal”, como él mismo arriesga a caracterizar) para la gestión y producir un discurso de adhesión al gobierno, tanto para “bancar” en los medios masivos de comunicación como para contagiar entusiasmo.

¿Qué conexiones subterráneas tiene o no el kirchnerismo con el 2001 entonces? ¿Cuántas de esas conexiones posibles van a ser asumidas por el grupo gobernante? He aquí un nudo gordiano para interpretar el pasado reciente de la Argentina.

En su libro Kirchnerismo: una controversia cultural, Horacio González destaca la importancia de una pregunta central que se instala en ese momento en las áreas de las izquierdas y el peronismo. A saber: si el kirchnerismo irrumpe para clausurar el gesto creativo de las asambleas o si la necesaria cuota de institucionalidad que él restituye lleva en su esencia lo más activo de ese asambleísmo. La respuesta al interrogante abre una fractura al interior de un campo popular que, más allá de sus diferencias, había coincidido hasta entonces en enfrentar a los distintos gobiernos, que no eran más que diferentes rostros –siempre descarnados– de un mismo modelo neoliberal. Distintas organizaciones vieron en el kirchnerismo un momento auspicioso para desarrollar un nuevo ciclo de protagonismo popular. Otras tantas, una reconstitución de la autoridad estatal para garantizar la institucionalidad burguesa, fuertemente dañada tras la crisis de representatividad de 2001.

Para González, no puede dejar de tenerse en cuenta que desde sus inicio el kirchnerismo buscó trabajar con “motivos profundos que yacían en la conciencia colectiva”. Me parece importante este señalamiento, sobre todo teniendo en cuenta la “hipótesis González” respecto del peronismo. A saber: su gran capacidad para funcionar como conector de distintos momentos de la memoria social. Hipótesis a la que le agregaría su gran capacidad para plantear ciertos olvidos, y erigirse como fuente de autoridad a partir de una divisoria de aguas que se establece a partir de la lectura que se haga de su irrupción.

En este sentido, desde el momento mismo de su asunción de gobierno, el kirchnerismo realizó una operación astuta que implicó trazar un puente entre 2003 y 1973, cuando el peronismo llegó al gobierno tras 18 años de proscripciones, con la cara de Héctor J. Cámpora como candidato a presidente. Pero si entonces esa asunción coronaba casi dos décadas de resistencia, la de 2003 se para en otro lugar, el de un nuevo comienzo sin historicidad reciente. Por supuesto, entre 2003 y 1973 está, en el medio, el terrorismo de Estado. Y sus secuelas durante la “democracia de la derrota”. Y en el medio está, también, la crisis del peronismo como identidad popular.

Pero el kirchnerismo, de algún modo, logró darse un proceso para reactualizar esa memoria social. De hecho, hay un dato curioso que sería conveniente revisar: durante el ciclo neoliberal, el peronismo quedó fuertemente deslegitimado como vector de organización popular, y todas las luchas que surgieron lo hicieron a distancia, e incluso, contra el peronismo.

Se ha dicho, innumerables veces, que el peronismo ha muerto, es cierto. También que fue agotado y que, por lo tanto, había que superarlo con una nueva identidad histórica. El montonerismo, en su momento, fue una de esas apuestas de superación. El menemismo, en el otro extremo, la muestra clara de su fallecimiento. Y sin embargo, ninguna nueva identidad histórica ha sido capaz hasta el momento de superarlo, en tanto identidad mayoritaria de los sectores populares (queda por verse qué sucederá con el peronismo después de estos cuatro años de macrismo y de turbulenta gestión del “Frente de Todos contra Todos”).

Pero en 2003 la cosa, efectivamente, cambió. Surgen entonces algunas organizaciones populares bajo la identidad peronista; otras, que al calor del menemato y la emergencia de los Nuevos Movimientos Sociales dieron por enterrado al peronismo, volvieron a sus fuentes. Y antiguos militantes, cuadros con formación teórica, capacidad organizativa y experiencia de lucha de larga data (ausentes sin embargo durante las batallas contra el Estado de malestar), volvieron a sus huestes, reconocidos como épicos capitanes de destacamentos antaño derrotados. Desde 2003 en adelante, el peronismo logró revitalizarse y adquirir nuevamente un protagonismo que durante los años anteriores no había tenido.

Ante este cambio de contexto, el espectro nacional y popular tendió un puente con la primavera camporista, asumiendo las banderas de la resistencia antidictatorial centrada en los derechos humanos (aunque dejando de lado la resistencia sindical y, sobre todo, la armada), eludiendo –eso sí– los duros años de la resistencia anti-neoliberal, donde el justicialismo llevó adelante la transformación conservadora más importante de la historia nacional. Esta sobreimpresión de sentidos puestos sobre los años 70, implicó un borramiento de las resistencias de postdictadura, y por lo tanto, una dificultad –que dura hasta el día de hoy—para enlazar esa memoria mediana del peronismo con la memoria más corta de las luchas sociales contra el neoliberalismo.

Néstor Kirchner ordena bajar el cuadro de Videla

Matriz nacional-popular vs “patria sojera”

El proceso que se abre con la 125 y llega hasta las elecciones de 2011 es, seguramente, el ciclo más dinámico de la década larga. El “conflicto por la 125” a partir de la cual el gobierno decidió modificar las retenciones impositivas a las exportaciones de la soja, el trigo y el maíz puso de punta a la “patria sojera”. El problema fue que, junto con la históricamente gorila Sociedad Rural, se posicionaron los medianos productores agropecuarios, e incluso los pequeños, formando un frente de lucha antigubernamental que incluía también a la Federación Agraria. Los 129 días de look out patronal, con cortes de ruta, protestas furiosas y miles de litros de leche derramados sin que nadie los consumiera, culminó con el famoso “voto no positivo” con el que el vicepresidente radical (y presidente del senado), Julio Cobos, asestó un doble golpe mortal a la transversalidad y a la posibilidad de financiar más intensamente (vía retenciones) las arcas del Estado nacional.

A raíz del claro apoyo que los ruralistas recibieron de medios de comunicación pertenecientes al Grupo Clarín, las tensiones entre el gobierno nacional y multimedio presidido por Magnetto iniciaron un camino de disputas sin retorno que terminó conmoviendo profundamente el vínculo que el periodismo había mantenido hasta entonces con la sociedad.

El conflicto por la 125 fue mucho más que una disputa por la distribución de la renta, ya que con los cortes de ruta en los principales pueblos productores se desarrollaron una serie de concentraciones en Córdoba, Buenos Aires y las principales ciudades del país. La ideología de la “Argentina granero del mundo” se puso en marcha y juventudes de sectores acomodados trasladadas desde sus pueblos hacia las ciudades –con focos universitarios— hicieron sentir con todo su espesor su pertenencia de clase. También señoras y señores “bien” hicieron sentir toda su repulsa a lo que consideraron una afrenta a la moral y a las buenas costumbres promovida por el “populismo” (el mito de que con las retenciones se atacaba a “quienes trabajan duro en el campo de sol a sol”).

Este conflicto activó una fuerza militante para el kirchnerismo y logró que éste adquiriera una hegemonía social en amplios sectores, a la vez que radicalizó las posturas de quienes se le opusieron, tendencia que se sostiene hasta el día de hoy.

Así que fue paradójico lo que sucedió en 2008. Porque por un lado, el gobierno no se decidió a enfrentar la envestida conservadora que ganó las calles con movilizaciones populares, aunque ante el intento de “copar” la Plaza de Mayo, sectores del kirchnerismo decidieron “aguantar los trapos” igual, frente a la Casa de Gobierno, escenario de disputas sociales y políticas como en tantas otras ocasiones. Por otro lado, el conflicto despertó nuevas adhesiones, fortaleció sentidos de pertenencia y comenzó a gestar una masa crítica y movilizada que no estaba antes. Claro que el kirchnerismo pagaba caro, en tal coyuntura, no haber promovido la movilización como forma de gestar un apoyo popular más permanente hacia las medidas reparatorias promovidas desde la gestión estatal. Pero a pesar de que el conflicto tuvo repercusiones negativas casi inmediatas (marcha atrás de la medida de retenciones en 2008; derrota electoral en las elecciones de medio término en 2009), ambas coyunturas funcionaron como punto de inflexión que llevó al kirchnerismo a tomar medidas de mayor enfrentamiento con distintos sectores de poder.

Kirchnerismo y “batalla cultural”

El kirchnerismo comprendió rápida y cabalmente qué dimensión muy importante de la política, sobre todo en el siglo XXI, se jugaba en una disputa en el plano del discurso.

Con los medios hegemónicos en contra, el kirchnerismo supo construir un andamiaje que contribuyó a gestar una épica y una mística, como así también una corriente propia de opinión para instalar ciertos debates (el modo en que el macrismo logró barrer con una gran cantidad de las iniciativas periodísticas forjadas en esos años dan cuenta, de todos modos, de un problema que aún requiere un balance: el de la relación entre medios público-estatales, empresas periodísticas y medios de comunicación populares y comunitarios).

El kirchnerismo pasó de tener al diario Página/12 entre sus adherentes, casi en soledad, a intervenir activamente en un amplio espectro de espacios, que fue desde los blogueros peronistas a la TV Pública y el Canal Encuentro (incluso programas afines realizados por productoras privadas en canales privados, como Duro de domar en Canal 9), hasta los diarios y revistas como aquellos congregados en el Grupo 23 dirigido por Sergio Szpolski: el periódico Tiempo argentino, el semanario Miradas al Sur, el diario de distribución gratuita El argentino (con el que se buscó competir con La razón, también gratuito, que el Grupo Clarín distribuía en la ciudad de Buenos Aires). Incluso en redes sociales supo intervenir y gestar personajes como “El Aníbal”, que pasó de ser el Jefe de Gabinete Fernández al “Cibergladiador” kirchnerista, según supo bautizarlo Beatriz Sarlo en su libro La audacia y el cálculo.

Pero la cosa no quedó ahí: el kirchnerismo logró combinar una intervención en un amplio espectro privado y público-estatal, pero también, en el ámbito del discurso plebeyo, horizontalista y liberatario de los blogs, los facebooks y los twitters que comenzaban a proliferar, en la Argentina y en el mundo. Fútbol para todos y el programa 678 fueron, seguramente, el principal caballito de batalla, junto con Paka Paka. Al menos así lo remarca Trímboli: “Encuentro y Paka Paka fueron el principal vector de masas, mucho más importante que cualquier libro, incluso que los que, a tono con los tiempos, se llamaron de divulgación”.

Si bien, tal como nos recuerda Eduardo Rinesi en su libro Política y tragedia. Hamlet, entre Hobbes y Maquiavelo, “todo orden de la ciudad implica un cierto orden de la palabra”, y por lo tanto, la política es siempre, también, una lucha por la palabra (“por la definición misma de qué cosa debe ser entendido como una palabra”), hay que decir que esa lucidez del kirchnerismo respecto a este tema tuvo, sin embargo, un revés: muchas personas comenzaron a reducir la política al discurso, y a confundir el hacer política con el hablar de política.

Por otra parte, el lema de “batalla cultural” redujo asimismo todo un rico entramado de luchas a la dimensión estricta de lo comunicacional (problema que persiste hasta el día de hoy, cuando a todo problema se le endilga el lema de “un problema de comunicación”).

Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner, entonces senadora nacional, luego del discurso en el Congreso.

Intelectualidad y política

A esta intervención en los medios de comunicación –y también dentro de ellos puesto que sus textos se publicaron siempre en Página/12– el kirchnerismo logró aglutinar, por primera vez en muchos años, un amplio espectro de intelectuales progresistas, peronistas y de izquierda.

En su primer pronunciamiento público (15 de mayo de 2008), Carta Abierta denunció un clima destituyente, mientras diagnostica la necesidad de realizar una “decisiva intervención” en el plano comunicacional, estético e informativo en el plano de los imaginarios sociales.

Carta Abierta no pretendió ser una “intelectualidad orgánica” vinculada a sindicatos y movimientos sociales, sino más bien una voz intelectual dentro del debate político nacional. Sus Cartas (muy bien redactadas y con un vuelo poético como hacía tiempo no se veía en panfletos políticos y textos de intervención política) circularon en general por pequeños núcleos de sectores medios de perfil intelectual, y algunas de sus intervenciones televisivas no lograban marcar una diferencia con las de cualquier otra intervención que no fuera intelectual (a excepción de Horacio González, que desarrolló una impecable y audaz gestión de la Biblioteca Nacional, con una línea de publicaciones de materiales importantísimos para la cultura crítica nacional –inconseguibles hasta su reedición– y actividades diversas, que incluyeron varios homenajes a figuras que, en verdad, no habían recibido hasta ese momento el lugar que se merecían en el panteón de rostros de la cultura argentina).

“Carta Abierta combina motivos sentimentales setentistas y una suerte de pragmática oficialista”, afirma María Pía López en su libro Yo ya no. Horacio González: el don de la amistad, ese bello libro en donde rinde homenaje a la trayectoria a quien se definió a sí mismo, por aquellos años, con el oxímoron de “funcionario libertario”. Pía López, directora del Museo del Libro y de la Lengua en aquél período, narra así su alejamiento del espacio, dando cuenta de uno de los grandes problemas que tuvo ese espacio, así como otros similares (en su “lógica oficialista”): “Cuando dejé de ir tenía varias razones. Una, el tedio: cada vez que se hablaba críticamente, algún compañero contestaba con el listado de razones por las cuales había que seguir apoyando al gobierno. Los que discutíamos no poníamos en duda ese apoyo, sino la necesidad de pensar más allá del oficialismo de época, aunque su centro fuera el gobierno que apoyábamos”. En ese mismo texto plantea algo similar respecto del proceso que se vivió en la Agencia de Noticias del Estado Télam. O al menos en su caso, cuando en marzo de 2013 escribió un texto crítico respecto de la asunción de Bergoglio como Papa Francisco y le rechazaron la nota. Reflexiona Pía López: “la anécdota es sintomática de lo que vendría”.

En Carta Abierta, evidentemente, convivieron lógicas diferentes, que de algún modo dan cuenta de los distintos modos de entender la cultura (para unos), o más bien la crítica política de la cultura (para otros). La demora de la contrahegemonía y la velocidad de la intervención política en las coyunturas; cierto humanismo de raigambre más artística y literaria y la subordinación a estándares científico-tecnológicos; la voz crítica al interior de un proceso y la cerrazón en torno a ser la voz que justifica dichos procesos. Todo esto se puso en juego entre quienes, provenientes sobre todo de la Universidad de Buenos Aires (y en particular de las facultades de Ciencias Sociales y Filosofía y Letras) confluyeron en dicho espacio y se transformaron, de un modo u otro, en referentes intelectuales de la época.

Juventud y kirchnerismo, allá lejos y hace tiempo

En mayo de 2010 se realizaron los Festejos por el Bicentenario de la patria. Un millón y medio de personas se congregaron en el centro de la ciudad de Buenos Aires durante varios días, para participar de los eventos organizados por el gobierno, que a través de diversas actividades e intervenciones políticas, artísticas y culturales, buscaron revitalizar un imaginario histórico. Más allá de la influencia revisionista, el conjunto de eventos e intervenciones deja ver también nuevos problemas y perspectivas para pensar la historia.

A los programas de la TV Pública y los canales privados, dedicados a temas históricos, así como a los de Canal Encuentro y el bautismo de Salones en la Casa Rosada (Mujeres,), el kirchnerismo sumó así un acto de masas a la construcción de su imaginario Nacional-Popular-Latinoamericano.

Para entonces el kirchnerismo, en su segunda fase, había sumado a la derogación de la Ley de Nulidad de las Leyes de Impunidad en 2003; la derogación de la “Ley Banelco” (de flexibilización laboral) en 2004; la Ley de Financiamiento Educativo en 2005 y la Ley de Educación sexual integral en 2006, otras leyes y medidas que marcarán el dinamismo del período: estatización de las AFJP y Aerolíneas Argentinas en 2008; la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisuales, la Ley de Banco de Datos Genéticos y el decreto para crear la Asignación Universal por hijo (AUH), en 2009, la Ley de Matrimonio Igualitario en ese mismo 2010 (a la que se le sumará tiempo después la Ley de Identidad de Género).

El kirchnerismo realizó así un movimiento que implicó un ejercicio de fuerte recuperación de ciertos aspectos de la cultura nacional. Movimiento que va de los Patriotas de la Independencia (entre quienes se destaca, por primera vez con notable impulso, una mujer como Juana Azurduy) hasta el vendaval de figuras setentistas (Walsh, Urondo, Cámpora), y que se corona con las grandes protagonistas de los setenta tardíos: las Madres y Abuelas de Plaza Mayo (anarquistas, guerrilleros, sectores insurgentes de la clase obrera y las piqueteras son las grandes ausentes de esta narrativa).

Es que, tal como insiste Trímboli en la ya mencionado libro Sublunar…, el kirchnerismo articuló una “nueva disposición” de los que habían estado “bajo el signo de la revolución”. Es decir, que más allá de la incomodidad y el disgusto, se produce un pasaje del imaginario de la revolución al de la reparación, previa asunción de la derrota. Aunque breve, rescato esta reflexión porque entiendo que condensa uno de los problemas teórico-políticos más importantes para las militancias de la época, ya que a quienes habían estado “bajo el signo de la revolución”, se le sumaron luego los contingentes juveniles que crecieron ya en la Argentina post 2001. El kirchnerismo logró anudar así, en su positividad y en su negatividad, un movimiento a partir del cual se dejan a un lado las utopías y se asume un realismo o pragmatismo audaz para intervenir en la escena contemporánea. ¿Por qué hablar entonces de un doble movimiento?

Entiendo que, al asumir a la derrota revolucionaria como un dato irreversible, el kirchnerismo ya no se propuso remover las bases estructurales de las injusticias argentinas (que por otra parte son la singularidad de un modo de explotación y dominación global), y por lo tanto, no emprendió una estrategia de transición hacia otro orden de cosas (ya no digamos socialismo, difícil de vaticinar tras la caída del Muro de Berlín, pero ni siquiera con algún tipo de rasgo poscapitalista; gesto que persiste hasta el día de hoy, y que en su último discurso –o “clase magistral”, abril de 2023— Cristina Fernández volvió a insistir en que no se trata de “discutir capitalismo sí o capitalismo no”). La paradoja está, en todo caso, en que desde ese pragmatismo audaz se logra de todos modos plantear una inflexión en las lógicas que hasta entonces rigieron la gestión estatal. Como si algo del espíritu setentista resurgiera de las cenizas de aquellas brasas que ya se asumen extintas para sorprender con acciones inesperadas. Así, ante la doble derrota –social y electoral— de 2008-2009, el kirchnerismo no cayó en una posición derrotista, sino que redobló la apuesta y fue por más.

Esa audacia es la que logró cosechar mayores adhesiones, en las que se entroncan las perspectivas de quienes no confiaron en las apuestas de resistencia y recomposición de fuerzas populares que surgieron durante el ciclo de luchas autónomas, pero que sí vieron con buenos ojos las posibilidades de ponerle un freno a los sectores más reaccionarios desde una posición firme en el Estado, con sectores juveniles para quienes el ruido de las cacerolas del verano de 2002 resultaba inaudible o, peor aún, se hacía oír desde reaccionarios planteos anti-populistas. Para esas juventudes, el Eternauta más aprehensible no es el héroe anónimo y colectivo de las multitudes insurgentes de la insurrección de diciembre de 2001 sino el rostro de Néstor Kirchner, quien simboliza en su persona una heroicidad epocal (la actividad full time a pesar de su enfermedad; el acompañamiento a su compañera que pasa a ocupar su lugar, en ese movimiento que León Rozitchner definió como el de “un nuevo modelo de pareja política”; su rebeldía ante lo más acartonado del protocolo).

En octubre de 2011, entonces, el ciclo 2008-2010 condensa formalmente en una nueva confianza popular hacia el proyecto nacional: la presidenta Cristina Fernández de Kirchner es reelecta con el 54 % de los votos.

Eduardo Duhalde coloca la banda presidencial al flamante presidente Néstor Kirchner

Kirchnerismo, neoliberalismo y después

¿Por qué siendo incluso apenas reparadora, tibiamente redistributivas, las políticas kirchneristas despertaron tantos enojos y reacciones? Lo que sucedió con el kirchnerismo, en ese plano, enlaza con el histórico gorilismo antiperonista: los sectores empresarios ganan dinero pero no soportan la autoestima de la negrada.

Sólo la fracción más lúcida (en sus facetas más racionales y menos sentimentales) de la clase dominante puede tolerar el peronismo, a condición de que, lo que se sitúe enfrente, sea la posibilidad de la revolución (1972 y la confluencia marxista/peronista) o la impredecible rebelión de 2001). Pero una vez pasado el instante de peligro, lo que importa para estos sectores es poner a esa rareza en caja. En eso, las clases dominantes argentinas son culturalistas: no importa si siguen ganando dinero, basta que un proceso apele a ciertos símbolos, que ponga ciertas voces populares a circular en el escenario político nacional, para que vean la necesidad de que todo salte por los aires. Porque además de “clasistas y combativas”, las clases dominantes argentinas son racistas, y profundamente machistas. Por eso si quien levanta la voz es encima una mujer, la situación de malestar se les torna intolerable.

Pueden conformar un partido para presentarse a elecciones (como lo hicieron con el PRO); puede apelar a la violencia abierta (como lo hicieron a lo largo de la historia, en esa “constante con variaciones” –para decirlo con el David Viñas de Literatura argentina y realidad política— de la “violencia oligárquica” contra los indios, los negros, los gauchos, los cabecita negra –para decirlo con las palabras con las que Ricardo Piglia lee a Viñas en La Argentina en pedazos—). O puede suceder como sucede ahora, que incluso con grandes riesgos de perder la elección de poder presentarse, Cristina es proscripta y su figura inspira odios que pueden conducir al homicidio.

Es que el antiperonismo, tal como comenta Ezequiel Adamovsky en su libro El cambio y la impostura. La derrota del kirchnerismo, Macri y la ilusión PRO, “es con seguridad una de las identidades políticas más poderosas es influyentes de los últimos setenta años”. De allí que, más allá de sus mutaciones y de su incierto devenir en lo que queda de la década, el peronismo no pueda sino ser tenido en cuenta como uno de los elementos fundamentales de cualquier proyecto de liberación nacional y emancipación social en la Argentina.

Peronismo y kirchnerismo, otra vez

Bien, ¿qué hizo el kirchnerismo con el peronismo en ese período 2003-2015?

Tal vez aquí radique una de sus grandes fortalezas, y una de las grandes paradojas de esta experiencia política y de gobierno que se engloba bajo ese nombre, ya que tuvo la capacidad de contener en su seno a gran parte de los sectores tradicionales del peronismo, junto con otros que apostaron al proyecto desde posiciones más progresistas –y hasta de izquierda– pero muchas veces profundamente gorilas.

Ahora bien, el kirchnerismo logró albergar en su interior corrientes progresistas no-peronistas, aunque no tuvo una política de “refundación”, como sí tuvieron los casos (muy disímiles entre sí) de la Revolución Bolivariana en Venezuela y la Revolución Democrático Cultural en Bolivia, que supieron expresar sus transformaciones en significativas reformas constitucionales y mutaciones del Estado. En la Argentina, con el modelo peronista basado en la distribución igualitaria de la renta nacional (el famoso “fifti-fifti” peronista de los años 50), otro legado y otros lenguajes supieron parir en su momento, sin embargo, la fórmula de “socialismo nacional” (obviamente en un contexto mundial muy diferente al que habitamos en el nuevo siglo). Pero el kirchnerismo no, y tal vez por eso, en una entrevista publicada en el último número de la revista El río sin orillas (Nº 8, octubre de 2011), Horacio González supo sostener que al peronismo contemporáneo le faltaba “la inquietud interna de la palabra socialismo”. Aunque agrega: “se puede decir que fueron un fracaso los sucesivos intentos de acercarlos”. Lo que sí supo incorporar el kirchnerismo a la matriz nacional popular fue a perspectiva “democrática y feminista”, aunque como subraya Eduardo Rinesi (en una entrevista también publicada en la revista El río sin orillas, pero en el Nº 2), tanto hoy  (octubre de 2008), como en los ochenta, el tema de la democracia argentina sigue siendo el de “la tensión entre representación y participación, entre legitimación por los votos y legitimación por una acción pública más permanente y la necesidad de crear espacios deliberativos más activos, más dinámicos, más abiertos”.

El próximo presidente o presidenta que tenga la Argentina surgirá de una elección reñida en la que a su vez el peronismo (y el kirchnerismo, como corriente de él) definirá seguramente rasgos centrales de sí para su porvenir (tanto en caso de salir triunfante, respecto al “programa de gobierno”, como si sale de las urnas derrotado, y por lo tanto, respecto a si contribuirá o no y cómo a las resistencias por venir). La asunción se producirá (si todo marcha en sus carriles normales) en diciembre, momento en que a su vez se conmemoren 40 años de vigencia de vida democrática ininterrumpida en el país.

Buen momento para analizar ya no sólo que ha pasado de 2003 hasta esta parte, sino lo que ocurrió (y no) en estas cuatro décadas, que no podemos dejar de experimentar de modo ambivalente, y un profundo sabor amargo por una consolidación extrema de la desigualdad y la injusticia social.

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