La reconquista del desierto

La guerra del Ministerio de Seguridad contra un enemigo inventado culminó con un nuevo muerto, el mismo día que velaban a Santiago Maldonado. Los hechos y el rol de Gonzalo Cané.

Mientras las crónicas periodísticas resaltaban la coincidencia temporal entre el velatorio de Santiago Maldonado en la ciudad bonaerense de 25 de Mayo y el asesinato del joven mapuche Rafael Nahuel, baleado durante el atardecer del sábado en medio de una cacería humana emprendida por fuerzas federales de seguridad en Bariloche, a la altura del lago Mascardi –donde también fueron heridos otros dos integrantes de la comunidad de Lafken Winkul Mapu–, la única explicación oficial fue el silencio. Un estremecedor silencio rematado al día siguiente con la intensificación del despliegue represivo en la zona.

 

Las informaciones al respecto eran incompletas, dramáticas y caían con cuentagotas. Según un audio que la vocera mapuche Moira Millán hizo llegar a algunos medios, había más personas heridas y hasta desaparecidas. Se supo que hubo dos detenidos: Lautaro González y Fausto Jonas Huala (hermano del lonko Facundo Jonas Huala), aún hoy incomunicados por haber sido testigos presenciales del homicidio de Rafael. En tanto, la ruta 40 seguía atravesada por retenes policiales. Y unos 400 uniformados mantenían cercado el monte aledaño al enclave mapuche, donde permanecen refugiados los pobladores escapados del ataque policial del jueves. Ese ataque había sido ordenado por el juez federal –subrogante– de Bariloche, Gustavo Villanueva, un personaje clave en la ofensiva estatal contra los mapuches.

“La faena fue bestial; entre los detenidos hubo mujeres y niños de uno a tres años cuyas muñecas fueron debidamente precintadas”

¿En qué momento se le ocurrió a ese sujeto desalojar a sólo 30 personas con una tumultuosa task force integrada por efectivos de Gendarmería, Policía Federal y Prefectura? No hay duda de que los preparativos del asunto fueron denodados; esa tropa armada hasta los dientes contaba con lanchas, motos de agua, drones, decenas de móviles y un helicóptero. La militarización zonal se articuló con el siguiente esquema: los gendarmes controlaban la periferia del territorio con retenes en la ruta 40 desde la cabecera norte del lago Mascardi hasta el río Villegas, donde establecieron un puesto fijo; en tanto, los policías tuvieron a su cargo la incursión en el asentamiento mapuche –una “fortaleza” compuesta por un puñado de carpas entre los cohiues del Parque Nacional–; a su vez, los prefectos del Grupo Albatros cercaban el monte para así evitar el repliegue de sus presas. La faena fue bestial; entre los detenidos hubo mujeres y niños de uno a tres años cuyas muñecas fueron debidamente precintadas. Lo cierto es que algunos pobladores lograron escabullirse en el monte, lo cual dio pie a las operaciones de los días posteriores. Mientras un anillo de prefectos batía su ladera en forma ascendente, el helicóptero depositaba otro contingente en la cima para rastrillarla de modo inverso. En aquellas circunstancias murió Rafael, de 21 años. El resto ya se sabe.

 

El fuego del infierno se aquietó al caer la noche del domingo. Fue luego de que el juez acordara con representantes de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) “suspender” la represión para entablar una mesa de diálogo con la comunidad mapuche.

 

Recién entonces, el Poder Ejecutivo nacional –a través del Ministerio de Seguridad– quebró su mutismo para referirse a la víctima fatal de la jornada. Y lo hizo de manera previsible: instalando la versión de un “enfrentamiento”. Cabe destacar en tal sentido que Rafael fue baleado por la espalda.

 

Hombre mirando al sudoeste

Entre los cabecillas del operativo se destacaba nada menos que el jefe máximo de la Policía Federal, Néstor Roncaglia. Mientras que la coordinación entre los uniformados y el juzgado estuvo en manos de un viejo pájaro de cuentas: el secretario de Cooperación con los Poderes Judiciales, Gonzalo Cané. No está de más refrescar su trayectoria.

 

El 22 de agosto la ministra Patricia Bullrich se torturaba con los dientes el labio inferior en el salón del Ministerio de Justicia donde se desarrollaba un vidrioso cónclave entre altos funcionarios nacionales y representantes de los organismos de derechos humanos a raíz del caso Maldonado. La había puesto nerviosa un cruce verbal con la presidente de Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas, Lita Boitano. De pronto, José Shulman, de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre, enfiló hacia el baño. Allí fue increpado por dos septuagenarios que acababan de orinar. “¡Ustedes están defendiendo a un guerrillero!”, disparó uno de ellos. Y el otro, amplió: “El chico participó en una operación de la RAM donde fue apuñalado por un puestero”. Quien habló primero fue el funcionario Daniel Barberis. Y quien redondeo el concepto no era otro que Cané.

 

Aquel tipo por entonces tenía un rol estelar en la intoxicación de aquella pesquisa. Tanto es así que la hipótesis del “puestero acuchillador” fue un fruto de su inagotable inventiva.

 

Desde una perspectiva más orgánica, el doctor Cané fue el “interventor” gubernamental en el juzgado de Guido Otranto. Como tal, se había convertido en su sombra desde el comienzo de la causa. Obeso, desaliñado, jactancioso y bocón, su presencia en Esquel ya era parte del paisaje. En los restoranes que frecuentaba, cualquier persona podía acceder a los más delicados secretos de Estado con sólo sentarse a metros de su mesa. Durante el mediodía del 21 de septiembre se le oyó gritar al celular: “¡No hay ninguna posibilidad de que la Cámara Federal recuse a Guido!”. Del otro lado de la línea estaba la ministra. Ya se sabe que 24 horas después el magistrado fue apartado del caso.

“Eran las 16.30 del sábado cuando una patota del Grupo Albatros intensificó la persecución de los “prófugos” –así los denominó Villanueva– en la ladera del monte. Ellos habían intentado frenar con piedras y palos a los uniformados; eran sus únicas armas. Y ahora corrían bajo las balas disparadas con pistolas, fusiles automáticos y ametralladoras”

Abogado de profesión, poseedor de un pensamiento liberal con niveles cavernícolas y twittero compulsivo, el “Gordito” –así como le dicen a sus espaldas los empleados del ministerio– suele dejar en la red social de los, ahora, 280 caracteres las huellas de su visión del mundo, un imaginario cruzado por los siguientes tópicos: su fervor por las “ejecuciones sumarias” de malvivientes en manos der “vecinos” armados y la incompatibilidad de la democracia con la justa aplicación del derecho penal.

 

Su presente en la función pública tiene su razón de ser; resulta que fue convocado por la señora Bullrich en virtud de su llegada al Poder Judicial. De hecho, hasta su designación fue secretario letrado del área previsional de la Corte Suprema. Desde esa función supo favorecer con un ímpetu casi obsceno los reclamos por haberes jubilatorios de militares y policías.

 

Ese jueves, tras su comunicación telefónica con la ministra, Cané viajó a Buenos Aires con el propósito de regresar a Esquel tres días más tarde. Pero la inesperada recusación del juez Otranto privó por un tiempo a esa ciudad de su presencia. Recién volvería a dejarse ver en el sur el 17 de octubre, tras la aparición del cuerpo de Santiago Maldonado.

 

Eran las 20.15 cuando su hermano Sergio, junto con el perito Alejandro Incháurregui y el juez Gustavo Lleral, organizaba la extracción de los restos mortales del río Chubut. El trío sólo estaba iluminado con linternas y luces de los teléfonos celulares. En aquella situación ocurrió el arribo del secretario de Derechos Humanos, Claudio Avruj, escoltado por Cané y dos funcionarios de menor rango del Ministerio de Justicia. En razón a su investidura, el primero pretendía ser atendido en el acto. Y la insistencia del segundo provocó que los cuatro fueran corridos a piedrazos por los pobladores. La estampa gordinflona de Cané logró treparse al auto cuando el chofer ya pisaba el acelerador.

 

Ahora ese hombre ya tiene las manos manchadas con sangre.

 

Danza con lobos

Eran las 16.30 del sábado cuando una patota del Grupo Albatros intensificó la persecución de los “prófugos” –así los denominó Villanueva– en la ladera del monte. Ellos habían intentado frenar con piedras y palos a los uniformados; eran sus únicas armas. Y ahora corrían bajo las balas disparadas con pistolas, fusiles automáticos y ametralladoras. Los proyectiles rebotaban en los árboles; la corrida era desaforada. De pronto, alguien gritó: “¡Me dieron! ¡Me dieron!”. Era la voz del joven que iba a la vanguardia. Otro proyectil dio en el hombro de una mujer; se trataba de Johana Colhuán; ese plomo le pasó de lado a lado. En ese mismo instante se oyó otro alarido. Había sido lanzado por una silueta que caía. Entonces se le oyó decir: “¡No puedo respirar!”, en medio de un gemido atroz. El tiro le había atravesado un pulmón. Rafael ya agonizaba.

 

Al día siguiente el Ministerio de Seguridad habló de “enfrentamiento”.

 

Tal vez sea una broma del destino que justamente sea el juez Villanueva quien se encargue de dilucidar tal cuestión. Un crimen que, dicho sea de paso, no sobresaltó demasiado al grueso de la dirigencia política ni a un vasto sector de la prensa. Y menos aún a la parte “sana” de la ciudadanía, porque los fusilamientos ya ingresaron a la planilla Excel del PRO.

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