La palabra

La pandemia derrumbó "los pilares de agua sobre los que se basó el ensayo neoliberal y cada una de sus oleadas criminales", afirma el autor. El necesario maridaje entre decir y hacer.
Por Carlos Zeta

La pandemia está derrumbando supuestos y presupuestos como si se tratara de un sofisticado juego de efecto dominó.

Se derrumban los pilares de agua sobre los que se basó el ensayo neoliberal y cada una de sus oleadas criminales.

Se derrumban los paradigmas de los teóricos a sueldo del “establishment”, que recorrían las alfombras rojas de los palacios de la obscenidad discursiva, con sus mentideros a la carta. ¿O acaso alguien sabe dónde anda ahora Mario Vargas Llosa? Y, para ponernos chauvinistas, ¿se sabe el paradero de Alejandrito Rozitchner y sus cursos de entusiasmo y alegría?

Se derrumban las letanías vacías del autonomismo y sus voceros. ¿Dónde están, hoy, Toni Negri, M. Hardt, J. Holloway y sus epígonos locales? Aunque es verdad que alguna de entre sus voceras más temerarias —que no puede con su incontinencia verbal— se queja del modo en que los Estados militarizan la vida social para obligar al aislamiento, pero esa misma militarización de la vida no le movía un pelo cuando un golpe de Estado derrocaba el legítimo gobierno constitucional de la República Plurinacional de Bolivia y su no menos legítimo triunfo electoral. En esos días aciagos, hacían silencio, cuando no celebraban alborozadxs el fin del populismo indígena.

Se derrumban las líneas editoriales de los grandes gurúes de las finanzas globales. Y si no, miren el último editorial del “Financial Times”:

Será necesario poner sobre la mesa reformas radicales, que inviertan la dirección política predominante de las últimas cuatro décadas. Los gobiernos tendrán que aceptar un papel más activo en la economía. Se deben ver los servicios públicos como inversiones en lugar de pasivos, y buscar formas de hacer que los mercados laborales sean menos inseguros. La redistribución volverá a estar en la agenda. Los privilegios de los ancianos y ricos en cuestión. Las políticas hasta hace poco consideradas excéntricas, como los impuestos básicos sobre la renta y la riqueza, tendrán que estar en la mezcla. Se requieren reformas radicales para forjar una sociedad que funcione para todos.

Se derrumba una manera de ser, de pensar y de hacer. El tiempo ya no será lo que el tiempo fue. Ni la justicia. Ni la belleza. Ni las ideas de solidaridad, de compañía, de soledad, de amor.

Se derrumba, también, un propósito no menos criminal de ese asesino en serie que seguimos llamando neoliberalismo: vaciar a la palabra, a la lengua, de todo valor. Vaciarla de sentido. Convertirla en la moneda más sucia del intercambio obsceno de palabras sin espesor, hasta establecer un territorio de palabras de aire, una atmósfera cargada de un smog irrespirable: el que se forma en una sociedad en la que es posible decir cualquier cosa, pero cualquier cosa, y que “no pase nada”; un juego perverso en que las palabras estallan en las redes, son disparadas por ejércitos de trolls que esparcen la sangre espesa del sinsentido, sin la exigencia ética elemental de todo intercambio: la de aludir a algo que tenga relación con lo real.

En el inmediatamente antes de esta pandemia, el 1 de marzo, ante la Asamblea Legislativa, el presidente pronunció el discurso que abre las sesiones ordinarias del Congreso de la Nación. Quiero detenerme un momento en el modo en que Alberto Fernández eligió comenzar su discurso:

En la Argentina de hoy la palabra se ha devaluado peligrosamente. Parte de nuestra política se ha valido de ella para ocultar la verdad o tergiversarla. Muchos creyeron que el discurso es una herramienta idónea para instalar en el imaginario público una realidad que no existe. Nunca midieron el daño que con la mentira le causaban al sistema democrático.

Yo me resisto a seguir transitando esa lógica. Necesito que la palabra recupere el valor que alguna vez tuvo entre nosotros. Al fin y al cabo, en una democracia el valor de la palabra adquiere una relevancia singular. Los ciudadanos votan atendiendo las conductas y los dichos de sus dirigentes. Toda simulación en los actos o en los dichos, representa una estafa al conjunto social que honestamente me repugna.

Para agregar, casi inmediatamente:

La Constitución me ordena dar inicio al año legislativo a través de un discurso. Pero quiero que todos sepan que no estoy aquí tan solo enlazando palabras de ocasión. Con este discurso vengo a darle a mi palabra el valor del compromiso.

La inmensa mayoría de lxs argentinxs hemos interrumpido (al menos eso… nada menos que eso) la lógica perversa con que veníamos reproduciendo la palabra. Necesitamos que, también entre nosotrxs, la palabra vuelva a tener el valor de un compromiso. Las razones son muchas, y no debemos renunciar a pensarlas todas, puesto que eso será absolutamente decisivo para el mundo que necesitaremos reconstruir.

Tener un presidente que nos lo haya anticipado y que esté a la altura de ese compromiso, no es poca cosa. Asistimos, azoradxs, a lo que ocurre cuando ese contrato elemental entre las palabras y las cosas está roto.

«Necesito que la palabra recupere el valor que alguna vez tuvo entre nosotros», decía el presidente. Entendámoslo bien. Entendámoslo pronto. Que en eso, hoy, nos va la vida.

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