Invitados por la Jefatura de RRPP del Tsahal, las Fuerzas de Defensa de Israel, un grupo de periodistas argentinos visitamos el escenario de la última guerra. No hubo novedades en el vuelo por El-Al. Al salir de Tel Aviv (en rigor, se denomina Tel Aviv-Jaffa porque reúne dos ciudades, una judía y moderna, otra árabe y centenaria), cada visitante recibió una bolsita plástica con mapas de la región, guía de hoteles, cabarets, preservativos y dos potes de yogur fortificado con oxitocina.
Parecerá insólito, pero en la últimas semanas las exportaciones argentinas de ese producto a Israel se multiplicaron, y desde el fin de las hostilidades, el propio primer ministro Ehud Olmert se toma uno cada mañana.
En una nota anterior, y anticipando el final, dábamos cuenta que una psicóloga de Stanford había aconsejado distribuir mucha oxitocina en Medio Oriente para acabar con la brutalidad palestina.
Fue entonces cuando unos empresarios argentinos del rubro lácteo se ingeniaron para adicionar el yogur con esa hormona que neutraliza la testosterona, causante de todas las guerras.
Israel compró 500 toneladas.
Al principio, el Estado Mayor del Tsahal organizó su distribución en la Franja de Gaza con la policía antidisturbios, pero después se optó por dejarlo como anzuelo en las góndolas de los supermercados.
Algunas leyes de mercado son sabias: si tu vecino consume una novedad, tú estarás tentado de sentir la misma necesidad de comprarla.
Una semana después, el yogur adicionado había trepado en el ranking de ventas de todo Israel al segundo puesto, después de la Coca Cola, entre judíos, árabes y palestinos por igual.
Muchos creen que eso apuró el resultado de la contienda.
En nuestro recorrido por el territorio en guerra nos guiará la capitán Miriam Peretz, una bellísima pelirroja de origen argentino que se esmera en mostraron la civilización de éste lado y la barbarie del otro.
Como los periodistas solemos ser chismosas con título, Miriam tira un secreto aquí, otro allá, para que juguemos con la reserva de las fuentes. Nos dice, por ejemplo, que el Hizbollah no está financiado, como denuncia EEUU, por Siria e Irán.
– Es sólo una pantalla- confiesa.
– ¿Y entonces por quién?- preguntamos.
– Por los contrabandistas de Ciudad del Este y los tenderos de la avenida Scalabrini Ortiz.
Eso sí que es una primicia.
Lo primero que he advertido de ella, después de unos pechos a punto de romper la chaqueta, es un pequeño lunar sobre el labio.
El lunar me sugiere un piropo (jamás esos insultos que profieren los camioneros en Barracas, sólo un honorable piropo porteño) pero desisto, persuadido por esa cartuchera que se balancea, con su negra 45, sobre una grupa generosa que merecería otras caricias.
En el trayecto hacia el norte, ella aprovecha para contarnos su pasado en Argentina:
– Soy abogada, viví en Villa Crespo y era la mejor alumna de la escuela. Me vine a Israel luego de un desencanto amoroso y me alisté en el ejército después del período obligatorio en un kibutz donde cultivábamos naranjas de ombligo.
Tan magra descripción, lo absurdo de que una atractiva mujer afronte una vida peligrosa por despecho, el abrupto cambio de profesión que confiesa, o la mención de esa variedad de cítricos, tan popular entre nosotros, provocaron cierta inquietud en el pasaje.
Las situaciones extremas crean estados inverosímiles entre las personas, y esos estados a veces son colectivos, se contagian. En los 90, por ejemplo, todos creíamos estar en el Primer Mundo.
El relato de nuestra guía nos había golpeado duramente, produciéndonos una mezcla de sentimientos paternales y de otro tipo. Antes de zamparme el primer yogur (todos lo hicimos) yo estaba soñando con ombligos, o mejor, con el ombligo de la oficial Peretz.
Cinco minutos después, la calma había vuelto a la comitiva.
¡Qué fértil y ondulada es Galilea! ¡Cuántos pajaritos la habitan por doquier! ¡Hagamos el amor, no la guerra! ¡La vida es bella!
La Peretz nos anuncia que estamos a solo 6 kilómetros de la frontera con Líbano, a 14 de Nahariyya, a 21 de Acre y a unos 40 de Haifa.
Media hora después, el minibús estacionó al pie del derruido castillo de Monfort, y ella se apeó con agilidad, señalando la mole ennegrecida por los años.
Al principio la seguimos como corderitos, camino arriba, pero algunos nos fuimos rezagando para poder tener una panorámica de sus muslos, casi al aire por la pollera reglamentaria.
El yogur tiene un efecto muy fugaz.
Me han dicho que la construcción data del siglo XI, y ha sido maltratada por todo tipo de agresiones: flechas, hondas, catapultas, balas de hierro, obuses explosivos, misiles y pintadas con aerosol, han dejado su rastro aciago.
Asomado al vacío desde una tronera, pude decir, como Napoleón, que veinte siglos de historia nos estaban mirando.
Es cierto que ya no pasean por ese valle galileos, romanos, apóstoles ni cruzados. Tampoco caballeros templarios, otomanos, franceses o ingleses, esos grandes viajeros del mundo. Ni siquiera palestinos, que hasta hace unos años se refugiaban en los muchos recovecos del castillo para planificar sus suicidios.
Haciendo mucho ruido, un batallón de tanques Merkeva se detuvo en las cercanías, cuesta abajo. Creo que nos observaban con prismáticos. Quizás sospechaban que éramos los carceleros de los tres soldados secuestrados.
– Los guerreros reposan- comentó Miriam señalando los vehículos artillados, con cierto orgullo interarmas.
– ¿Has leído a Christiane Rochefort?- le pregunte, como un soldado extenuado por mil guerras y a punto de caer en la categoría de baboso.
No sé de qué me habla, respondió con desdén, y no volvió a dirigirme la palabra.
Tanta chacota, y estaba olvidando el motivo de mi viaje.
Israel es una tierra de agudos contrastes. Cuarenta kilómetros al sudeste desde nuestro punto de observación, las chicas sabras hacían topless enchufadas a sus MP3 en el viejo mar de Galilea o Genesaret, muy cerca de la tumba de Maimónides, en Tiberíades, antigua sede del Gran Sanedrín.
Esta parte de Galilea es un mundo de granjas modernas.
Cuarenta kilómetros al noroeste se levantaban nubes de humo negro, un helicóptero Apache colgaba del aire, y más abajo, un pueblo convertido en escombros denunciaba que allí se habían escondido los guerrilleros del Hizbollah con algunos de sus 1,5 millones de katiusha comprados con los ahorros de los tenderos de la ex Canning.
Una carga hueca rusa (¿por qué siempre hay armas rusas en el lugar equivocado?) había destripado un tanque. La tierra era inculta, denunciando que a los libaneses, el trabajo no les llama la atención.
La historia es generosa con Galilea.
En el siglo XII, Maimónides, el Rabí Mosheh ben Maimon, intentó armonizar fe con razón, Yahvé con Aristóteles. Sus huesos reposan por ahí.
Muchos años mas tarde sucedió lo de Jaffa, cuando nadie imaginaba que allí mismo se fundaría Tel Aviv. En 1799, 6.000 mamelucos a las órdenes de Murad Bey se rindieron al joven y promisorio Napoleón Bonaparte. Los turcos no eran bebés de pecho ni mucho menos.
El general ordenó a su ayudante de campo, el tartamudo coronel Berthier, que estudiara la situación.
No había comida, ni soldados para custodiar a tantos prisioneros, ni se los podía dejar desarmados, a retaguardia, porque esos árabes testarudos creían en la guerra santa, y en la Yihad no hay tregua, ni siquiera para los ahl al-kitab, los pueblos del libro, la Biblia, que no son tan paganos como los kafir, pero tampoco verdaderos creyentes.
Los seis mil fueron acuchillados (¡ahorre pólvora, Berthier!) mediante un método que, desarrollado industrialmente, se aplicaría 230 años más tarde en Alemania: ejecución en masa con eficacia, rapidez y economía.
El Progreso había logrado armonizar la fe y la razón.
La capitán Peretz no tuvo más confesiones para nosotros. El tour que siguió a la visita al castillo de Monfort, ahora a 15 kilómetros tierra adentro en el Líbano, es el que podría organizar cualquier ejército victorioso: tropas que sonríen a las cámaras, muchos prisioneros de Hizbollah, macilentos pero con buena comida de rancho y medicinas suficientes, tanques ultramodernos por aquí, Kalashnikov por allá, ningún herido, nada de sangre y dolor…
El miércoles aterrizamos en Buenos Aires.
El otro pote de yogur había quedado entre mapas, pasajes, documentos, medias sucias y regalos, perdiendo la cadena de frío.
Mientras pasábamos la Aduana, una chicharra inundó el recinto.
Varios soldados armados hasta los dientes se abalanzaron sobre nosotros. Fui derribado con un golpe de judo.
El yogur había sido tomado como un líquido sospechoso. No puede hacerles entender que, de ser una bomba terrorista, debería haber explotado en vuelo y no ahora, cuando marchaba hacia un taxi.
– Los designios del terrorismo son inescrutables- me explicó el sargento a cargo del operativo.
La policía aeronáutica no sabe diferenciar entre textos hebreos y consignas de Al Qaeda escritas en pashtun o urdú.
El pote fue tomado con unos brazos metálicos a control remoto e introducido en un recipiente perforado, con rueditas. Cuanto lo fueron retirando, con infinitas precauciones, vi alejarse al ombligo de la capitán Peretz.
Nos tuvieron toda la noche en un calabozo.
Menos mal que Pedro Brieger no había viajado con nosotros.
