El 14 de junio el Comandante de las Fuerzas Argentinas en Malvinas, Mario Benjamín Menéndez, firmó la rendición frente al general de Brigada Jeremy Moore. Pese a las órdenes de Galtieri, quien insistía en continuar el enfrentamiento y generar un contraataque, la guerra había terminado. La bandera celeste y blanca descendía por el mástil y, en su lugar, ascendía victoriosa la insignia inglesa. Alejandro Moreyra, cuyo cumpleaños número veinte le había tocado en las Islas, observaba el triste espectáculo.
Moreyra había tenido un año de instrucción militar y estaba por terminar su servicio cuando fue enviado a “custodiar el sur”. Nadie le habló, en aquel momento, de Malvinas. Tampoco tuvo la posibilidad de despedir a su familia, ni de avisarles a dónde iba. En Comodoro Rivadavia pudo enviar una carta y recién el 25 de mayo logró mandar un telegrama: “Estoy acá, me encuentro bien”. El camino al sur y la estadía allí fueron días de incertidumbre e inquietud hasta que, finalmente, un Hércules lo llevó a las Islas. Aterrizó a la madrugada y él, junto a su grupo, aguardaron directivas en la pista, frente a un viejo barco que reposaba en el mar. Viento, frío, lluvia y oscuridad: así fueron recibidos por las Malvinas.
Treinta y siete años después Moreyra abre la ventana del hotel. El sol cae e ilumina las islas. A lo lejos, suspendido en el tiempo, el viejo barco. Al lado suyo, su mujer. Se quiebra, se emociona. Volvió a las Islas. Ahora quiere encontrarse con aquellos lugares que habitó en 1982. Ansía reconocerlos, revivirlos, rememorarlos. Busca acercarse al pasado para poder darle un cierre. Uno de los tantos cierres que él considera necesario para seguir avanzando.
Moreyra registra con su cámara los espacios que recorre. Se dirige allí donde se encuentran los restos del pasado, donde su presencia en las islas treinta y siete años atrás se materializa. Un guía chileno le brinda el traslado necesario para llegar a aquellos lugares alejados. Entre las huellas de su paso por Malvinas encuentra los restos de un helicóptero prendido fuego. “En uno de esos anduve yo”, me dice mientras señala la foto. Alejadro había estado en un “desenlace” y después de eso decidieron enviarlo a los helicópteros. En pocos días se instruyó y comenzó a sobrevolar las Islas. Por eso las conoce y las recuerda tan bien. Por eso muchas veces él guía al chileno y no al revés.
Cuando le pregunto a Alejandro a qué se refiere con “desenlace” no puedo contestar nada ante su respuesta, excepto un inquietante silencio. En la oscura noche malvinense, cuando la guerra se devora todo y los sonidos ensordecen, cuando los destellos de luz confunden y desorientan, y el frío y la llovizna calan hasta los huesos, puede producirse un desenlace: un tiroteo entre compatriotas. “En la guerra no se ve nada. Nos tiroteamos entre nosotros”, me cuenta y siento el aire volviéndose denso y oscuro. Eso vivió Moreyra en Monte Dos Hermanas una madrugada de invierno helado en las Islas Malvinas.
El 29 de mayo a las seis de la mañana Alejandro Moreyra cayó prisionero de los ingleses en Darwin. Estaba con diez hombres y tres estaban heridos, uno de gravedad. El año pasado, en una juntada del Regimiento 12 de Infantería, donde él pertenecía, se encontró a uno de ellos. Esos momentos de reunión siempre están cargado de emotividad, cuando los recuerdos y las anécdotas compartidas unen a dos personas que se perdieron el rastro durante cuarenta años pero que sus vidas están indefectiblemente entrelazas. Alejandro busca el encuentro con sus ex compañeros. Mira al pasado y lo confronta. También es una forma de cerrar la historia, de darle un final apropiado. Intenta ubicarlos, llamarlos por teléfono, reencontrarse.
Era 1982 y Alejandro preparaba su bolso para irse a las Malvinas. Al lado suyo un compañero portaba un cuchillo de montaña. Dudaba si llevarlo o no y Moreyra le sugirió que lo meta en el bolso porque en un futuro iba a servir. Dos meses después, cayeron prisioneros y el cuchillo fue arrebatado en manos de los ingleses. “Cuando nos entregamos me decía: viste, yo te dije que no lo tenía que traer”, cuenta Alejandro y sonríe. Él le prometió que lo iba a recuperar. Lo buscó entre los armamentos argentinos que tienen los kelpers cuando volvió a las islas en el 2019, pero no lo encontró. Entonces, cuarenta y un años después, mandó a hacer un cuchillo para regalárselo a su compañero: es otro cierre que proyecta hacer.
Los días como prisionero de guerra fueron difíciles. Reunir los cuerpos de los compañeros caídos y llevarlos al pueblo fue una de las dolorosas tareas que tuvieron que realizar. Si todos ellos terminaron o no en el Cementerio Darwin, Alejandro lo ignoraba. También ese fue un motivo de retorno: visitar aquellas tumbas para reencontrarse con antiguos compañeros. Entre todos ellos, Moreyra buscaba un nombre en particular. Leyó tumba por tumba, pero no lo encontró. Tiempo después supo que lo habían llevado al continente.
Moreyra volvió a las Malvinas el 14 de diciembre del 2019. El viento seguía insistiendo como hacía casi cuatro décadas atrás, pero el clima era más amable. El verano en Malvinas es tan cálido como un verano austral puede serlo. En una YPF de Capitán Bermúdez, algunos días antes de que se conmemore otro aniversario del final de la guerra, miro las fotos del álbum de aquel viaje. Álbum como los de antes y no fotos digitales encerradas en un celular personal. El dispositivo analógico parece demostrar el deseo de materializar y sostener en el tiempo aquella travesía. Pero también la intención de compartirla, de llevarla consigo y enseñarles a otros dónde luchó, qué conoció y qué redescubrió. En los registros de su viaje lo encontramos junto a su esposa, compartiendo el recorrido, yendo tras sus huellas, reconstruyendo el camino.
Volver a las Malvinas no es fácil. Hacía años que quería regresar. Durante un tiempo se le presentaba la contradicción y la tensión que se expresa en tantos otros ex combatientes: ¿por qué utilizaría un pasaporte para pisar territorio argentino? A nivel institucional, el Centro de Ex Combatientes de Rosario sostiene fuertemente que el viaje a Malvinas debe ser sin pasaporte o no ser. Sin embargo, en el plano individual cada ex combatiente puede elegir seguir o no ese precepto. Depende de los deseos y las necesidades de cada uno.
Los restos de la guerra emergían en las fotografías de Alejandro: las ruinas de un helicóptero, armamentos argentinos, antiguas posiciones, una cocina de campaña, la pista donde aterrizaron la primera noche, los vestigios del galpón donde estuvieron prisioneros. Pero también conmueve con su presencia el paisaje y su belleza. La Bahía de San Carlos, el mar, los pingüinos, el faro, el viento, las casas, la playa. El cielo en Malvinas pareciera distinto, más impresionante, más azul, más inmenso. Alejandro lo confirma. “Mirá lo que es el cielo, es hermoso”, me dice y señala la fotografía.