Unámonos y vayan

Una última cumbre en La Habana, los nuevos tiempos políticos latinoamericanos, las grietas descubiertas de la globalización, los chistes de Chávez, hicieron que en Argentina sucediera algo que no ocurría desde los primeros tiempos de Alfonsín: que se hable de nuevo del movimiento de países No Alineados. La historia de ese movimiento es lo suficientemente rica como para que se analice desde los problemas del presente.

Todo empezó en Yalta, hasta 1945 un ignoto balneario a orillas del Mar Negro, en la costa meridional de la península de Crimea.

Entre el 4 y el 11 de febrero de ese año tuvo lugar en el vecino palacio de Livadiya la reunión entre los máximos líderes de los países aliados contra la Alemania nazi: Franklin Delano Roosevelt, Joseph Stalin y Winston Churchill delinearon las bases de una eventual coexistencia pacífica a través de la distribución de esferas de influencia, en Alemania en primer lugar, luego en Europa y consiguientemente en el resto del planeta.

El acuerdo, ratificado y puesto en marcha meses después en la ciudad alemana de Postdam, derivó en ese vínculo psicótico entre las dos grandes potencias emergentes del conflicto conocido como Guerra Fría, motivada en gran parte por la propia formación de bloques a que condujo el acuerdo de Yalta.

Esa relación inestable entre las superpotencias soslayó el enfrentamiento directo gracias a la distribución de esferas de influencia, la disuasión nuclear y el mutuo entendimiento de que la coexistencia se basaba tanto en la no intromisión en “el mundo” ajeno, como en el desarrollo de conflictos de baja intensidad, preferentemente por intermedio de terceros, por la disputa de regiones marginales.

En casi alucinatorias palabras de Perón -en ese traje de profeta loco que tan bien le calzaba- se trató pura y simplemente del literal reparto del mundo entre dos imperios, de relativo equilibrio económico y militar y dos ideas fuerza for export: el confort y la libertad del american way of life y el paraíso socialista e industrialista soviético.

En tanto fueran respetados los límites y alcances del pacto, el planeta habría sido un bocatto di cardinale para estos Gargantúas… de no ser porque en cierta medida los acuerdos de Yalta y Postdam partían de un anacronismo: la situación colonial de la mayor parte de las regiones del orbe, particularmente Asia y África.

A la descolonización, por quiebre

Todo proceso colonial conlleva dos efectos contradictorios: la modernización de la infraestructura junto al desequilibrio económico y social; el progreso material y el atraso y la exclusión de la gran masa de colonizados.

El sistema requiere además de agentes y administradores locales, reclutados entre las elites tribales nativas que, para cumplir su misión, son educadas en las metrópolis.

Allí, en líneas generales, imperan las ideas de democracia y libertad, que serán la base del american way of life, así como las de progreso y justicia social que hará suyas el discurso soviético.

Las elites indígenas transitarán por un tiempo la historia con la ilusión de conformar una burguesía ilustrada en principios que, curiosamente, no estaba en sus manos aplicar. A la vez, se veían privadas de sus derechos y oficiaban de guardianas de un orden colonial que se hacía pedazos.

Así ocurría a medida que la explosión demográfica y la expoliación de los recursos locales (obstructora del crecimiento económico) dislocaban sus sociedades: la miseria del campo provocando el hacinamiento en las grandes ciudades.

Este proceso abrupto tuvo como consecuencia la ruptura de las antiguas tradiciones, que al cabo habían sido funcionales al régimen colonial, y un severo deterioro de las condiciones de vida populares.

Ambas circunstancias -la ruptura con el antiguo y conservador orden tribal y comunitario, y la imposibilidad de integración de las grandes masas campesinas al estrecho sistema colonial- dieron origen a cada vez más frecuentes y violentos episodios de protesta social.

Para el momento en que los líderes de las grandes potencias se sentaban muy orondos y con el mundo en sus bolsillos a la mesa de los acuerdos, las elites indígenas -en las que bullía un explosivo cóctel de libertad, democracia, progreso y socialismo, más la jactancia de haber colaborado con la victoria aliada- vieron llegada la hora de hacerse cargo de sus propios asuntos.

Se dio así la paradoja de que aquellos educados para el mantenimiento del orden colonial acabaron siendo los cuadros impulsores de los nacionalismos anticolonialistas.

Un proceso de características similares había tenido lugar en los países latinoamericanos, que alardeaban de una independencia formal, llamémosle política o más bien ilusoria, ya que el mecanismo de dominación económica y cultural era una reproducción exacta, aunque matizada, de la que imperaba en las regiones sin gobiernos propios.

Los nacionalismos latinoamericanos, en la forma de movimientos sociales impulsores de reformas políticas y económicas destinadas a la equidad social y a un mayor grado de autodeterminación, emergieron en su mayor parte en momentos previos a la Segunda Guerra, en forma desacompasada y en una región en la que la hegemonía norteamericana se consolidaba aceleradamente -circunstancia que incidió en sus sucesivas derrotas-, precediendo en muchos años al surgimiento de los procesos de descolonización de Asia y África.

Tanto es así que el más potente y postrero de esos movimientos, el peronismo, intentó en vano articular una “tercera posición” o no alineamiento internacional mediante un -visto con los ojos de hoy- extravagante eje Francia-Italia-Brasil-Argentina-Chile, con miras a extenderse a México y Centroamérica.

El principal instrumento para lograr esa articulación fue el “Plan Perón de Ayuda a Europa”. Sus más serios escollos: el Plan Marshall (también de Ayuda a Europa), el suicidio de Getulio Vargas y el ya tardío triunfo electoral de su delfín Joâo Goulart.

Para el momento en que se comienza a conformar el Movimiento de Países No Alineados, Juan Perón había sido desplazado del gobierno por un golpe militar y la Argentina y Brasil se encontraban decididamente alineados con los Estados Unidos.

Los nuevos nacionalismos

La “idea nacional”, que comienza a germinar entreguerras en Asia y África y estalla con posterioridad a los acuerdos de Yalta y Postdam, fue representada y liderada por diferentes figuras, de muy diversas posturas ideológicas, que apelarán a los más variados recursos y caminos.

Su único elemento en común será esa “idea nacional” que comporta, casi inevitablemente, el salirse de la “esfera de influencia” de uno u otro imperialismo. Es así como Ghandi recurrirá a la conciencia religiosa de la India y a la cultura a que ésta dio origen, en la desmedida y fallida estrategia de mantener unidos a hindúes, musulmanes y budistas. Ho Chi Minh promoverá una liberación nacional previa aunque anticipatoria de la revolución comunista.

El tunecino Habib Burguiba será atraído por el nacionalismo republicano, estatista y laico de Mustafá Kemal, “Ataturk” -de quien abrevará acaso el egipcio Gamal Abdel Nasser-, y el indonesio Sukarno será un férreo partidario de un tercerismo a ultranza, nacionalista y socializante, que lo llevará a combatir la dominación de los Países Bajos con las armas en la mano, a pactar con los japoneses durante la Segunda Guerra y a utilizar a la oposición comunista como permanente contrapeso a las pro norteamericanas fuerzas armadas de su país.

Fue en 1955, cuando a instancias de Nehru, heredero de Ghandi y uno de los más notables estadistas del siglo XX, los cinco países descolonizados de Asia (India, Pakistán, Indonesia, Sri Lanka y Birmania) convocaron a la conferencia afro-asiática de Bandung. ¿El motivo? La alarma del líder indio ante la probable extensión de la guerra fría en Asia, tras el conflicto de Corea, que amenazaba con dividir al continente asiático en dos bloques, tal como la conformación de la SEATO (el equivalente a la NATO en el sudeste asiático) y la alianza chino-soviética ya preanunciaban.

A Bandung concurrieron veintinueve países, así como observadores de Argelia, Túnez y Marruecos, por entonces todavía ocupados. Fueron expresamente excluidos, en primer lugar, Sudáfrica, debido a la política del apartheid, así como Taiwan e Israel, a fin de evitar el boicot de China Popular y del conjunto de los países árabes.

Desde el principio resultó evidente la existencia de tres corrientes, división que posteriormente recorrería la vida del movimiento de los No Alineados al menos hasta la implosión soviética:
– 1. Los estrictamente No Alineados, impulsores de una tercera posición activa, con Nehru, Sukarno y el ascendente Gamal Nasser a la cabeza.
– 2. Los alineados con Estados Unidos (Pakistán, Irak, Turquía, etc.) defendían el derecho de cada país a integrar alianzas militares regionales (tales los casos de la SEATO o el Pacto de Bagdad). Este sector vio frustrados sus intentos de emitir una declaración de condena a “todos los imperialismos”, en velada alusión al soviético, debido a que la URSS aún no había caído en el desprestigio al que comenzó a llevarla la ocupación de Hungría, un año más tarde, y a que, para la inmensa mayoría de los países participantes, todavía estaba fresco el recuerdo del colonialismo europeo, percibido como el principal enemigo.
– 3. China y Vietnam del Norte, países comunistas aunque no necesariamente pro soviéticos, obtuvieron singular éxito en bloquear las diferentes iniciativas pro norteamericanas y de algún modo preanunciaron la aparición de un bloque pro soviético que iría ganando preeminencia con el correr de los años, en especial luego de 1979, cuando Cuba presidiría el Movimiento de No Alineados. El rol de China fue tan destacado que el canciller Chou en Lai emergió como una de las figuras centrales de la conferencia.

La asamblea consiguió aprobar lo que sería conocido como “Los principios de Bandung”, eje articulador del Movimiento de No Alineados, que podría sintetizarse en los diez puntos concebidos por Sukarno y Nehru:
– Respeto de los derechos humanos fundamentales y los objetivos y principios de la Carta de las Naciones Unidas.
– Respeto de la soberanía e integridad territorial de todas las naciones.
– Reconocimiento de la igualdad de todas las razas y la igualdad de todas las naciones, grandes y pequeñas.
– La abstención de intervenir o de interferir en los asuntos internos de otro país.
– El respeto del derecho a defenderse de cada nación, individual o colectivamente, de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas.
– La abstención del uso de pactos de defensa colectiva en servicio de los intereses particulares de cualesquiera de las grandes potencias.
– La abstención de todo país de ejercer presiones sobre otros países.
– Abstenerse de realizar actos o amenazas de agresión, o de utilizar la fuerza en contra de la integridad territorial o independencia política de cualquier país.
– La solución pacífica de todos los conflictos internacionales, de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas.
– La promoción de los intereses mutuos y de la cooperación.
– El respeto de la justicia y de las obligaciones internacionales.

A moverse

Más allá de esta enunciación de principios la única consecuencia práctica de la Conferencia de Bandung… fue una nueva conferencia, esta vez a celebrarse en Europa, lo que implicó un cambio sustancial en cuanto a los alcances de la iniciativa asiática.

Ese cambio estuvo dado por la incorporación de Yugoeslavia que, habiéndose negado a firmar el Pacto de Varsovia, resultaba ser un primer caso de disidencia y no alineamiento dentro de lo que hasta entonces entraba dentro del dominio soviético.

En Brioni, Yugoeslavia, y a instancias de Nehru, Sukarno, Nasser, el ghanés Kwame Nkrumah, el guineano Sékou Touré y el anfitrión Josip Broz, “Tito”, el 19 de julio de 1956, a través de la Declaración de Brioni (inspirada en el “espíritu de Bandung”), se sentarían las bases del Movimiento de No Alineados, que vería su nacimiento seis años después. Entre el 1 y el 6 de septiembre de 1961 tuvo lugar la Primera Conferencia Cumbre de Belgrado, con la participación de 25 países de los cuales Cuba fue el único latinoamericano asistente en calidad de miembro.

De entonces a esta parte, a través de la sucesión de 14 Cumbres, el Movimiento creció hasta superar el centenar de miembros (116 en la última Cumbre), transformándose en un factor decisivo tanto para los procesos de descolonización como para la vida de Naciones Unidas y, casi con seguridad, en el espacio político que justifica su existencia.

Sin embargo, no alcanzó a conformar jamás un bloque homogéneo, y podría decirse que ni se lo propuso. Concebido como un ámbito de protección mutua, suerte de paraguas diplomático para las respectivas autonomías de los países miembros e instrumento dinámico de descolonización, su neutralismo activo -o “tercera posición internacional”, tal como preferirían Nehru, Sukarno o Tito- fue oscilante y en muchos casos ambigua.

Si la homogeneidad era inconcebible, en tanto su creación no se había originado en ideologías afines sino en el respeto a la autodeterminación de todos los pueblos y naciones, en el plano de la política internacional su postura como bloque fue permanentemente debilitada por las tres vagas y difusas corrientes que entraron en conflicto desde el mismo acto inaugural.

Existió una gran coherencia en el combate al colonialismo. Pero si bien el Movimiento de No Alineados condenó de modo expreso la intervención norteamericana en Vietnam y la invasión soviética a Afganistán, en la mayoría de los casos, ante la política de hechos consumados de las grandes potencias, optó por una neutralidad pasiva, muy especialmente cuando los pueblos agredidos eran considerados parte integrante de las áreas exclusivas de cualquiera de los dos imperios: América Latina o Europa Oriental.

Sin rumbo, pero para allá

La literal evaporación soviética sorprende al Movimiento decididamente a contrapié, muy influido por los países afines a la ya ex URSS, y lo deja en apariencia sin razón de ser en un mundo súbitamente unipolar, dominado por la idea de un Nuevo Orden Mundial en el que poderío militar norteamericano hará el papel de guardia de corps, y la creencia en la inexorabilidad de una globalización que, o bien acabará con todos los desequilibrios o en todo caso, los cristalizará por siempre jamás.

Sin embargo, el mundo no está resultando ser tan unipolar como se vaticinaba. En cuanto a la globalización (que en rigor de verdad comenzó luego de 1492 cuando por primera vez el planeta fue uno, “global”), ha desnudado su naturaleza de nueva idea fuerza, en cierto modo superadora de la antinomia ideológica de la Guerra Fría, pero en esencia constituye una vuelta de tuerca al más elemental y primigenio de los mecanismos coloniales: la explotación de recursos y personas por parte de compañías o -para decirlo en términos actuales- conglomerados económicos, con la protección armada de una gran potencia.

Si bien los procesos de cada vez mayor integración parecerían ser inevitables, es razonable pretender que en esa suerte de sociedad internacional para fabricar sándwiches de vaca y de pollo no acabe resultando que mientras unos ponen un pollo, los otros tengan que poner una vaca.

Esta versión siglo XXI del mecanismo de dominación colonial sugiere una reformulación de los principios que dieron origen al Movimiento de Países No Alineados y a su vez una vuelta de tuerca al “espíritu de Bandung”, donde la autodeterminación de los pueblos no pasa ya por una participación independiente en la vida política internacional sino por una participación libre, justa y equilibrada en el sándwich de la globalización económica, en la preservación tanto de los recursos naturales como de las culturas e identidades nacionales y la defensa de los derechos humanos, principal víctima de la explotación económica.

Materias estas en las que, desde su propia fundación, el Movimiento de países No Alineados ha fracasado de la manera más rotunda.

La idea de un “Sur” empobrecido enfrentando el avasallamiento de un “Norte” rico, y la concepción de los No Alineados como principal ámbito de refundación de Naciones Unidas, de un orden internacional más justo, preanuncian esa vuelta de tuerca al “espíritu de Bandung” y son las más importantes contribuciones de las últimas cumbres, muy especialmente de la que acaba de finalizar en La Habana.

Pero esa aspiración de justicia, de equidad, de libertad internacional, muy probablemente tenga la fragilidad de un castillo de naipes si no se reconoce que, paralela, simultáneamente, necesita aplicarse al interior de cada una de las naciones.

Ver Errante en las sombras

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