En uno de los cruces más tensos de la campaña presidencial estadounidense de 2012, el entonces candidato a la reelección, el demócrata Barack Obama, acusó a su rival republicano de echar mano de un viejo enemigo y de la efectiva retórica anti Moscú del siglo pasado: “Gobernador (Mitt) Romney, estoy contento de que haya reconocido que Al Qaida es una amenaza porque hace unos meses, cuando le preguntaron cuál es la principal amenaza geopolítica que enfrenta Estados Unidos, usted dijo Rusia, no Al Qaida. Dijo Rusia…Desde los años ochenta lo están llamando para que les devuelva su política exterior porque la Guerra Fría terminó hace 20 años”. Hoy, seis años después y en nombre de oponerse al gobierno o al discurso de Donald Trump, la mayoría del establishment estadounidense -demócrata y republicano-, recicló y popularizó la polarización con Moscú y las historias de espías y complots al estilo Jack Ryan. La única novedad es que ya nadie se ríe de eso.
El lunes pasado, después de un encuentro tenso con sus aliados de la OTAN y de calificar a la Unión Europea como “un enemigo” comercial, Trump y su par ruso, Vladimir Putin, se reunieron cara a cara en Helsinki, la capital de Finlandia, y dieron una conferencia de prensa conjunta que sacudió a todos los sectores políticos de Washington y terminó de evidenciar el espíritu de sospecha y neurosis propio de la Guerra Fría que está creciendo en Estados Unidos. La gota que rebalsó el vaso fue cuando el mandatario estadounidense dijo creerle a Putin y no a sus servicios de inteligencia sobre las denuncias de interferencia rusa en la última campaña presidencial: “Dicen que fue Rusia. Tengo acá al presidente Putin y recién dijo que no fue Rusia. Voy a decir esto: No veo ninguna razón por la cual sería (Rusia). Tengo una gran confianza en mi gente de inteligencia, pero les digo que el presidente Putin lo negó hoy de manera muy fuerte y contundente”.
La catarata de críticas, de rivales y especialmente de aliados, no tardó en hacerse escuchar.
El presidente de la cámara baja del Congreso, el republicano Paul Ryan, le reclamó a Trump que “reconozca que Rusia no es un aliado de Estados Unidos” y sostuvo que “no hay duda” de que Rusia interfirió en el proceso electoral de 2016. Mientras tanto, media docena de senadores oficialistas calificaron de inmediato las declaraciones del mandatario como “bizarras”, “vergonzosas” y aseguraron que representaron “un mal día para Estados Unidos” y una demostración de que “un presidente estadounidense terminó siendo manipulado por las antiguas manos de la KGB”, el ex servicio de inteligencia soviético, del que fue miembro Putin.
Los principales líderes demócratas también se sumaron a las críticas y el partido inmediatamente lo utilizó como uno de los argumentos para llamar a votar por sus candidatos en las elecciones legislativas de medio término de noviembre próximo. “Es tiempo de elegir un Congreso que defenderá nuestra democracia y fiscalizará a Trump”, escribió la cúpula partidaria en un mail enviado a su base electoral y sus equipos de campaña en todo el país.
La presión fue tal que finalmente el mandatario cedió y dio marcha atrás sobre su declaración: “En una oración central de mis declaraciones dije la palabra ‘sería’ en vez de ‘no sería’. La oración debería haber sido: ‘No veo ninguna razón por la cual no sería Rusia (la que interfirió en las elecciones)’”.
El problema de Trump en este frente es que está intentando hacer un equilibrio imposible entre la defensa histórica de su partido a los poderosos servicios de inteligencia y a la estructura de espionaje -interno y externo- de Estados Unidos, y su guerra actual contra sectores de ese mismo gigantesco poder estatal que ubican a Rusia como la nueva amenaza número uno de la democracia norteamericana al mismo tiempo que el FBI investiga la posibilidad de un complot entre el gobierno de Putin y la campaña presidencial de Trump para perjudicar a su ex rival electoral Hillary Clinton en los comicios de 2016.
El viernes pasado, el fiscal especial del FBI que encabeza la investigación sobre la injerencia electoral rusa y el presunto complot con la campaña de Trump, Robert Mueller, procesó a 12 miembros del servicio de inteligencia militar ruso antes conocido como GRU por hackear las cuentas de email de la cúpula del Partido Demócrata y del jefe de la campaña de Clinton, John Podesta, y filtrar cientos de correos comprometedores meses antes de las elecciones.
Algunos de estos ciudadanos rusos ya habían sido objeto de sanciones financieras y políticas decretadas por el ex presidente Obama antes de dejar el cargo, pero ahora Mueller le puso nombre y apellido a 12 espías que, según el acta de procesamiento, participaron de “operaciones cibernéticas de gran escala para interferir en la elección presidencial de Estados Unidos de 2016”. Según concluyó “con un alto nivel de confianza”, los acusados hackearon, desde dos instalaciones ubicadas en Moscú y las afueras de la ciudad, las cuentas de email de la dirección demócrata y de Podestá, y luego filtraron los correos a la organización Wikileaks.
Poco después, sumó otro procesamiento. Arrestó y acusó a Marina Butina, una joven rusa de 29 años que hace tiempo vive en Estados Unidos y maneja muy buenos contactos con funcionarios y dirigentes republicanos y con el poderoso lobby de armas, la NRA, de “infiltrar organizaciones que tienen influencia en la política estadounidense para impulsar los intereses de la Federación de Rusia”.
Testimonios de dirigentes oficialistas y opositores y de habitués de la vida política de Washington describieron en estos días en la prensa local a Butina como una persona que forjaba sus contactos a fuerza de carisma, coqueteo y la historia de que quería fundar una suerte de NRA en Rusia. Lo más importante quizás, nunca escondió su vínculo con su tierra natal, algo raro para una espía que presuntamente esperaba infiltrarse en un gobierno extranjero o en las filas del oficialismo de ese país para influir estratégicamente en la toma de decisiones.
Esta serie de procesamientos -más las continuas revelaciones de encuentros secretos entre miembros de la mesa chica de la campaña de Trump con enviados y funcionarios rusos durante 2016- está construyendo y radicalizando un clima de sospecha, alimentado por la oposición demócrata y periodistas y analistas influyentes. Apenas seis años después de que Obama se riera ante las cámaras de la estrategia de los republicanos de reeditar la Guerra Fría con Rusia, Moscú se convirtió para gran parte del establishment político estadounidense en la mayor amenaza para la democracia y las instituciones del país.
Desmentir esta afirmación no significa defender las políticas de gobierno de Trump ni las de Putin, sino intentar explicar qué esconden.
¿De qué se lo acusa exactamente a Rusia? Las denuncias, a grandes rasgos, son tres: hackear las máquinas de votación en 2016, hackear los mails de la campaña demócrata y de la cúpula de ese partido y filtrar sus correos a meses de las elecciones, y complotarse con Trump para perjudicar a Clinton y garantizar la victoria del magnate inmobiliario.
En el primer caso, el gobierno, funcionarios locales e informes periodísticos coincidieron en que hackers intentaron infiltrar los sistemas de votación de varios estados, pero fracasaron o no lograron interferir o modificar resultado de la elección presidencial.
En el segundo caso, Mueller y el FBI sostienen que existe suficiente evidencia de que el hackeo existió, pero aún no han podido demostrar si la filtración de emails -a través de la organización Wikileaks- influyó en el resultado final de los comicios.
Finalmente, en el tercer caso, la investigación federal demostró que hubo contactos, que fueron secretos y que en ellos se discutió la posibilidad de intercambiar información perjudicial para Clinton. No obstante y pese a que Putin reconoció en Helsinki que él quería que gane Trump, hasta ahora no se ha podido probar un acuerdo ilegal o que alguno de estos encuentros haya resultado en una maniobra concreta contra la candidata demócrata.
Los vínculos, los contactos y los encuentros -secretos o no- entre dirigentes políticos y funcionarios o enviados de otro país no son una novedad en ninguna parte del mundo y mucho menos en la capital de la nación más poderosa del globo.
Cuando el escándalo estalló en Washington, el Kremlin informó que su entonces embajador, Sergei Kislyak, no sólo se reunió en 2016 con miembros de la campaña de Trump, sino también con asesores de Clinton. Además, la filtración de documentos secretos que consiguió el estadounidense Edward Snowden hace unos años desnudó la dimensión del espionaje electrónico que realiza dentro del territorio y en todo el mundo una potencia como Estados Unidos.
No hay duda que Rusia intenta con diferentes estrategias conocer e influir en el círculo más íntimo de la política estadounidense, pero eso es parte del juego de intrigas habitual entre potencias desde hace siglos y pocas veces se ha argumentado de manera seria que estos esfuerzos de espionaje pongan en peligro la democracia y la soberanía de Estados Unidos.
Sin embargo, cada vez más críticos de Trump en Estados Unidos creen que es una marioneta de Putin o que ambos comparten un acuerdo secreto que pone en peligro la integridad del gobierno. Por eso, lo criticaron por reunirse en Helsinki esta semana y, mucho más, por no condenarlo públicamente y en la cara como han hecho algunos líderes europeos.
Trump demostró en estos casi dos años de gobierno que prefiere cultivar y trabajar por mejorar las relaciones con potencias como Rusia y China, en vez de sus tradicionales aliados europeos, por ejemplo, con los que constantemente choca por temas presupuestarios -en el caso de la OTAN-, de medio ambiente o migratorios. Pero esto no significa que haya tenido una política prorrusa o prochina.
Durante el gobierno anterior, Obama ubicó claramente a Rusia como un rival. Criticó duramente la anexión de Crimea, la interferencia en Ucrania y Siria, y su política interna de derechos humanos, pero siempre priorizó la posibilidad de cooperar y mantener los canales de diálogo abiertos, tanto para temas bilaterales como multilaterales, como el acuerdo nuclear con Irán, hoy a punto de derrumbarse por la salida abrupta de Washington.
Trump fue, sin lugar a dudas, más ambivalente que su antecesor.
Desde la campaña electoral, Trump fue explícito en su simpatía y respeto por Putin. Prometió construir una buena relación bilateral, pero una vez que asumió no eliminó las sanciones impuestas a funcionarios, empresas y ciudadanos rusos, como muchos temían. Por el contrario, las amplió. En paralelo, también destacó en su doctrina de Defensa a Rusia y China como los principales rivales que disputan poder a Estados Unidos en el mundo.
Sin embargo, la mayoría de la oposición demócrata concentra todas sus fuerzas en acusar a Trump de ser una marioneta de Putin y al Kremlin de estar infiltrando hasta los rincones más íntimos del poder de Washington.
Desde que perdieron el poder, en 2016, los demócratas están sin brújula. Sin candidatos fuertes para las próximas elecciones presidenciales, sin una estrategia efectiva y propuestas consensuadas para plantarse a la mayoría republicana en el Congreso y sin intenciones claras de querer recuperar la militancia de base que supo ganar Obama hace ya una década, la oposición en Estados Unidos eligió la misma opción demagoga que no le sirvió a Romney en 2012: revivir el fantasma soviético.
Quizás esta estrategia funcione para erosionar el voto republicano más de centro, al menos para recuperar el control de alguna de las dos cámaras del Congreso en los próximos comicios de noviembre. Pero difícilmente le permitirá a los demócratas recuperar la confianza de millones de votantes que participaron de las primarias del partido pero luego en la elección general no apoyaron a Clinton porque consideraban que no haría nada por problemas como la desigualdad social, la falta de acceso a la educación superior y la multiplicación de leyes locales que cada vez restringen más el voto de las minorías, una cuestión que para muchos representa una amenaza mucho más real para la democracia estadounidense que Rusia.