Una dama de hierro para la agonía occidental

Devenida en la última esperanza racional del "mundo libre" tras la égida de Trump y el Brexit, Angela Merkel va a las urnas este domingo buscando revalidar su poder.

Lejos de la imagen autoritaria que dejó la feroz pulseada con la empobrecida Grecia por su soberanía económica en 2015, la victoria del Brexit en Reino Unido y el ascenso de Donald Trump en Estados Unidos al año siguiente resignificó el liderazgo de Angela Merkel y para muchos en el establishment occidental se convirtió en la heredera del discurso esperanzador y civilizatorio de Barack Obama. O como lo inmortalizó en un título la revista Time, “La canciller del mundo libre”.

 

Con ese aura, una Merkel experimentada y confiada vuelve a someterse este domingo y a los 63 años a la voluntad de las urnas para alcanzar un cuarto mandato al frente del gobierno alemán. En estos últimos 12 años en el poder, la joven científica de Berlín oriental que tuvo un ascenso imparable en la Alemania unificada no sólo se convirtió en la líder indiscutida de su país, sino que también se adueñó de las riendas de la Unión Europea, una conducción que, tras varios desafíos internos y externos al bloque, ya nadie cuestiona seriamente.

 

“El tiempo en el que podíamos depender completamente de otros, hasta cierto punto, terminó… Experimenté eso en los últimos días. Nosotros los europeos realmente tenemos que tomar nuestro destino en nuestras manos”, sentenció Merkel ante una pequeña multitud, en un acto de campaña en Munich, tras volver de la última cumbre del G7 en Taormina, Italia.

 

La canciller alemana no mencionó a Trump ni a la premier británica Theresa May y su gobierno de euroescépticos; no es su estilo. Pero la declaración fue contundente y marcó una promesa de campaña para los alemanes y para todos los ciudadanos europeos: en un cuarto mandato, el desafío será construir una UE más independiente con una Eurozona más fuerte y cohesionada.

«Merkel se instaló entre los sectores de poder en el continente y en el hemisferio occidental en general como la máxima referente del liderazgo serio, cauto y confiable»

Un par de meses después de asumir, el presidente francés, Emmanuel Macron, un joven financista con promesas de modernización, flexibilización laboral y achicamiento del Estado, recibió a Merkel en París y ambos se comprometieron a dos ambiciosas reformas: crear un presupuesto único y la figura de un ministro de Finanzas para la Eurozona. En otras palabras, avanzar sobre el control de las economías más débiles y los gobiernos más combativos del bloque, como Grecia o por momentos Portugal e Italia.

 

“Acordamos que la Eurozona debe ser estabilizada y más desarrollada. Nuestro interés es que todos los países de la Eurozona sean fuertes”, explicó ante la prensa Merkel, la cara visible de la doctrina de austeridad que impera en la UE desde la explosión de la crisis financiera de 2008.

 

Merkel apoya estas reformas, aunque muchos en su país, inclusive en su gobierno, creen que podrían ser perjudiciales o hasta irreales. Pero la idea de más integración, de una UE más fuerte se ha convertido en la contracara, el freno necesario ante la aparición de gobiernos ultranacionalistas como el de Hungría o el avance en las urnas de partidos de extrema derecha. En esta contraposición binaria ya no hay lugar para discutir qué tipo de integración se construye ni qué se fortalece dentro de la estructura institucional de la UE.

 

De la misma manera, Merkel quedó del lado de los llamados moderados en la pulseada europea que desató la llegada masiva de refugiados en 2015.

 

La canciller alemana mostró su cara más amable cuando durante unas semanas abrió de par en par sus fronteras, puso a disposición el transporte público y movilizó a la sociedad para que recibiera con los brazos abiertos a cientos de miles de personas que escapaban de la violencia y la pobreza absoluta en Medio Oriente, Asia Central y África. Se sacó selfies, la celebraron con carteles que decían “Mamá Merkel” y se convirtió en un faro de esperanza para un establishment occidental que se está quedando sin figuras carismáticas.

 

Pero esta reivindicación del humanismo tuvo su contracara en el crecimiento de grupos y partidos de extrema derecha, inclusive neonazis, en Alemania y en Europa en general, y con el surgimiento o fortalecimiento de gobiernos ultranacionalistas, que comenzaron a sentirse lo suficientemente cómodos como para decir públicamente que en sus territorios no había lugar para el islam.

 

En esta pulseada, la canciller alemana no mantuvo su postura. Analizó la situación regional y entendió que no tenía apoyo de sus vecinos más importantes. Lejos de utilizar su liderazgo para forzar un cambio político, como sí hizo en Grecia por la disputa por su política económica, Berlín reafirmó su lugar en la cúpula europea proponiendo un plan que incluyó algún tipo de recepción –aunque muy limitada– de refugiados, pero frenó el ingreso masivo de personas que marcó el año 2015.

«En sus 12 años en el poder, Merkel no trabajó por una UE más justa, por un mundo más pacífico, por una Alemania con menos desigualdad»

El plan está compuesto por varios frentes, algunos de los cuales siguen sin poder concretarse y otros penden de un hilo. Pero en rasgos generales, la propuesta de Merkel fue negociar con los países desde donde partían los refugiados hacia la UE para que cierren las fronteras y no dejen partir más barcos, gomones o vehículos. A cambio, comprometió ayudas económicas de la UE. Por otro lado, estableció un sistema de reparto de 160.000 refugiados para aliviar los costos de los dos países a donde llegaron los refugiados: Grecia e Italia. El sistema fue judicializado por algunos países de Europa central que se negaron a participar y tras el plazo de dos años apenas 40.000 personas fueron reubicadas entre los territorios del bloque.

 

Merkel también se instaló entre los sectores de poder en el continente y en el hemisferio occidental en general como la máxima referente del liderazgo serio, cauto y confiable. Las contracaras en este punto son muchas: el racista, misógino y belicoso Trump en Estados Unidos, el gobierno nacido del Brexit en Reino Unido cuyo principal mandato es salir de la UE, la conocida prepotencia militar del presidente ruso Vladimir Putin y el hermético e inalterable Xi Jinping.

 

A diferencia de estos líderes, Merkel tiene un largo recorrido en la política, marcado por la paciencia, el diálogo, la reflexión, pero también por saber actuar en el momento justo y hacer prevalecer sus posiciones y decisiones. La canciller tenía 35 años cuando el Muro de Berlín cayó y recién entonces se involucró con el movimiento pro democracia burgués y logró un lugar en el nuevo gobierno de Alemania oriental de transición. Sin embargo, esto fue suficiente para que al año siguiente Helmut Kohl la invitara a convertirse en ministra federal de la cartera para Mujeres y Juventud del primer gobierno nacido de la unificación.

 

La joven científica nacida y criada en la Alemania comunista creció en la política bajo el ala de Kohl, pero en 1999 no le tembló el pulso para sumarse a las voces que pedían su renuncia luego de que estallara un escándalo por la financiación ilegal de la Unión Demócrata Cristiana (CDU), el partido conservador que pasó a dirigir Merkel el año siguiente y que sigue controlando hasta hoy.

 

Tardó cinco años en ganar las elecciones y convertirse en la primera canciller mujer de Alemania. Los primeros cuatro años tuvo que conducir una gran coalición junto con los históricos rivales electorales de los conservadores, los socialdemócratas. En 2009 formó gobierno con los liberales pro mercado libre del FDP y, hace cuatro años, los resultados electorales la obligaron a reeditar la alianza con la socialdemocracia. En cada mandato logró un difícil equilibrio entre las concesiones a sus socios coyunturales y los reclamos de su propia fuerza, al mismo tiempo que realizaba un equilibrio igual de inestable entre sus vecinos de la UE para consolidar su imagen como líder única e indiscutible del bloque europeo.

 

Sus detractores la acusan de gobernar a partir de las encuestas –recientemente la revista Der Spiegel informó que, en los últimos cuatro años de gobierno, la canciller encargó más de 600 sondeos sobre su gestión o alguna de sus políticas en particular–, pero a Merkel esta crítica no le quita el sueño. De hecho, poco saca a la veterana dirigente de su actitud relajada y su conocida sonrisa.

 

Merkel siempre se esfuerza por mostrarse pragmática y diplomática, rehuye a cualquier definición ideológica que pueda dividir aguas –cuando le preguntaron hace poco si era feminista, respondió: “Si creen que lo soy, vayan y voten por mi”– y mantiene un diálogo fluido, aún con líderes que han sido abiertamente agresivos con ella, como Trump o Putin. Aún en el momento más álgido del conflicto de las autoridades de la UE y Alemania contra el gobierno griego de Alexis Tsipras, la canciller siempre delegó las advertencias y amenazas en sus funcionarios y continuó mostrándose sonriente en los encuentros con Tsipras.

«Se sacó selfies, la celebraron con carteles que decían “Mamá Merkel” y se convirtió en un faro de esperanza para un establishment occidental que se está quedando sin figuras carismáticas»

Su rival este domingo no es su contracara ni mucho menos. Martin Schulz es un ferviente defensor de la integración de la UE –como la concibe hoy Merkel–, fue hasta principios de año presidente del Parlamento Europeo y es un referente de la socialdemocracia alemana que, como sucedió en otros países del continente, dio un giro hacia posiciones económicas más liberales.

 

La gran diferencia entre Merkel y él, además de más de una década de experiencia al frente del gobierno, es su prepotencia verbal. Como presidente del Parlamento Europeo, Schulz supo ser uno de los representantes más abiertamente agresivos hacia el gobierno griego de Tsipras y luego hacia los dirigentes británicos que apoyaron el Brexit. Durante la campaña, el socialdemócrata se concentró en diferenciarse criticando las políticas económicas –siguiendo la línea tradicional de la centroderecha–; sin embargo, estos cuestionamientos parecen poco creíbles dado que su propio partido participó desde el gobierno de esas políticas públicas.

 

Como sucedió con Obama antes, la instalación de Merkel como “la líder del mundo libre” habla más del empobrecimiento del liderazgo en las otras potencias internacionales, de la radicalización de la retórica política y mediática en gran parte del mundo, que de los aspectos positivos absolutos de las políticas de la canciller alemana sobre su país y, principalmente, sobre la UE y el mundo en general.

 

En sus 12 años en el poder, Merkel no trabajó por una UE más justa, por un mundo más pacífico, por una Alemania con menos desigualdad. Sin embargo, frente al desembarco de Trump en la Casa Blanca, de un gobierno con aires aislacionistas y anti inmigratorios en Londres, del ascenso de gobiernos ultranacionalistas y xenófobos en Europa central, del avance en las urnas de las extremas derechas en Europa y Estados Unidos, de un renacer de Rusia como potencia militar expansionista, el pragmatismo y la capacidad de mantener abiertas las negociaciones –aún en los peores momentos– de la canciller alemana la convirtieron en una contrafigura necesaria.

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