A Julio Argentino Roca le salió el peor de los defensores posibles: que a un tipo lo defienda Mariano Grondona es casi una admisión de culpabilidad… si es que ese tipo se encuentra en condiciones de aceptar o rechazar esa defensa, lo que no es justamente el caso. Roca, que es de quien hablamos, murió de viejo hace exactamente 97 años. No es su culpa si ahora le salió un Grondona, así como antes le salieron un Félix Luna o un Jorge Abelardo Ramos, tal vez su mejor y más exaltado panegirista.
Como no es cuestión de escribir un libro, optaremos por la síntesis y la simplificación, lo que conlleva el riesgo de la arbitrariedad, pero en tren de una más fácil lectura debería concederse la posibilidad de que toda afirmación pudiera en su oportunidad fundamentarse.
Roca nació en Tucumán en 1843, en el auge del poder rosista y en una provincia mediterránea tradicionalmente antirrosista, en gran parte por antiporteña, dos datos a tener en cuenta y que deberían sumarse a un tercero: fue educado en el Colegio Nacional de Concepción del Uruguay, institución que no tuvo su Juvenilia, pero en la cual fue moldeada la futura clase intelectual y dirigente de la Confederación Argentina.
La existencia de la Confederación Argentina es otro dato a tener en cuenta: existió, institucionalmente organizada, desde la proclamación de su Constitución en el año 1853 –cuando Roca no llegaba a los 10 años de edad– hasta que su jefe político y militar, Justo José de Urquiza, decidió perder la batalla de Pavón. Roca tenía entonces 18 años y combatió en el bando confederado.
La batalla de Pavón y su extraño desenlace son considerados a veces una pintoresca anécdota menor de la historia argentina, opacada, por ejemplo, por la batalla de Caseros, que acabó con la gobernación de Juan Manuel de Rosas y su manejo de las relaciones exteriores de la Confederación en su etapa aun no institucionalizada. Pero Pavón no fue un hecho menor. Mientras para muchos de los contemporáneos y aunque terminara siendo otra cosa, Caseros podía ser vista como la voluntad de parte del interior argentino impuesta sobre el arbitrario manejo portuario y aduanero que ejercía la provincia de Buenos Aires, Pavón fue la claudicación del proyecto federal de trece provincias ante lo que de ahí en más y por veinte años será la omnímoda voluntad de los comerciantes porteños y los ganaderos bonaerenses, ambos ligados mucho más estrechamente al comercio exterior que a una economía nacional.
Militar de profesión, el joven Roca pasará a revistar en el ejército nacional, eufemismo por el que será conocido el ejército porteño que por directivas de Mitre y Sarmiento aniquilará los levantamientos provinciales de Ángel Vicente Peñaloza, Felipe Varela, Pancho Saá y Simón Luengo, acabará con el Paraguay independiente de Francisco Solano López y extinguirá la última de las montoneras argentinas dirigida por el gobernador entrerriano Ricardo López Jordán.
A diferencia de federales de una generación anterior, como Telmo López, el mismo López Jordán, los hermanos Hernández, Olegario Andrade y Carlos Guido y Spano, Roca combatirá contra el Paraguay y, en el bando contrario a todos ellos, y será quien personalmente ponga fin a las quijotescas andanzas de Ricardo López Jordán. Tenía entonces 28 años y era uno de los más prestigiosos oficiales del ejército.
A los 32 años y ya ministro de Guerra, lleva a cabo lo que la historia oficial recuerda como la mayor de sus hazañas, la “Campaña del Desierto”, que Estanislao Zevallos, en un opúsculo particularmente racista promovió como “La conquista de 15.000 leguas”.
La Campaña del Desierto permitió a la todavía inexistente República Argentina ocupar la Patagonia y fue un auténtico genocidio, uno de los cuatro o cinco genocidios perpetrados por nuestro país –se podrá decir, “por la clase dirigente de nuestro país”, pero va de suyo que la que dirige es siempre “la clase dirigente”.
Técnicamente hablando –al menos en la acepción que da al término Naciones Unidas–, genocidios también fueron la casi literal desaparición de los afrodescendientes –mayoritarios en el virreinato rioplatense al momento de la Independencia–, la “guerra de policía” contra las provincias del noroeste, la eliminación física de más del 70 por ciento de los hombres paraguayos durante la guerra de la Triple Alianza y la más reciente persecución, asesinato y desaparición de opositores políticos durante la última dictadura militar.
Cinco años después de la “Campaña del Desierto”, en su condición de jefe del ejército y candidato presidencial de las provincias, es el todavía joven Roca quien acaba con la nueva revolución secesionista porteña, esta vez encabezada por Carlos Tejedor.
Y este es un punto donde conviene detenerse. Si bien “el problema del indio” era un asunto de larguísima data y así como en nuestra vida independiente las distintas naciones aborígenes habían intervenido en las guerras civiles, y ya en 1837 Domingo Faustino Sarmiento había establecido la doctrina básica respecto a “bárbaros” y “salvajes” en su panfleto Facundo. Civilización y barbarie, no había sido la siempre ambigua relación con las naciones aborígenes la principal dificultad en la conformación de la nación argentina. Antes bien, el principal escollo había sido Buenos Aires y los intereses de su clase dirigente, el sector mercantil ligado al comercio británico que con el tiempo –y Roca mediante– derivaría en “oligarquía ganadera”.
Al momento en que Nicolás Avellaneda –que había inaugurado su mandato enfrentando una revolución porteña orientada por Bartolomé Mitre– terminaba su período, en Buenos Aires se preparaba a una nueva secesión, similar a la que se prolongó desde 1852 hasta 1860, cuyo propósito era la constitución, en la margen opuesta del Plata, de una réplica de la República Oriental del Uruguay. Es entonces el ejército nacional, ya librado de la influencia porteña y dirigido por Julio A. Roca, el que lo impide y, triunfante sobre la revolución de Carlos Tejedor, impone la federalización de la ciudad de Buenos Aires y la de su puerto. Si alguno quiso ver en este acto la victoria del interior argentino sobre la voluntad hegemónica y en su defecto aislacionista de Buenos Aires, a juzgar por los acontecimientos posteriores, se equivocó. Pero el acto es, sin lugar a dudas, el hecho fundante de la Argentina actual, con lo bueno y malo que esto supone, y siempre según quien mira. Lo que está claro es que de no ser por la decisión de Roca, que pasó por encima de las vacilaciones del presidente Avellaneda, nuestro país no sería uno, sino dos. Y no es ucronía suponerlo: era el objetivo explícito de la clase dirigente porteña, hasta en ese momento autosuficiente con su fértil “pampa húmeda”, su puerto y su aduana, constituirse en otra ROU.
Tal vez visto –muy engañosamente– desde hoy, este acontecimiento no revista gran importancia. Es razonable que así sea: el triunfo de Roca –y por su intermedio, del interior argentino– sobre Buenos Aires no fue definitivo.
Roca no dejó un diario, ni dos. Por el contrario, los dos grandes medios “nacionales” que pervivieron, al menos uno de ellos hasta la actualidad, fueron sus principales opositores y contradictores. Ninguno de ellos, claro, lo acusó por su responsabilidad en uno de los grandes genocidios perpetrados por la clase dirigente de nuestro país.
Vale recordar –como para no aburrir con cosas viejas y antes de precipitarnos tal vez muy apresuradamente hacia el final–, que el llamado roquismo fue acompañado y fundamentado por la flor y nata de la intelectualidad argentina de la época, desde los talentosos e injustamente olvidados Osvaldo Magnasco, Rafael Hernández y Evaristo Carriego, hasta los más consagrados –y edulcorados– Guido y Spano, y Olegario Víctor Andrade, y notables políticos como José Hernández, Roque Sáenz Peña o Hipólito Yrigoyen. Que a esa notable generación y a la siguiente, forjada en los albores el roquismo y languidecida lastimosamente luego de su decadencia, nuestro país le debe, tanto la conformación del Estado nacional y el establecimiento de sus fronteras, como las principales leyes “progresistas” de nuestra legislación, como por ejemplo –y para no abundar– las de registro civil, matrimonio civil y educación laica, universal y gratuita, hasta las primeras leyes de protección de los derechos obreros y tal vez el más importante estudio sobre la situación de los argentinos de a pie: “El estado de las clases obreras argentinas», redactado por el catalán Juan Bialet Massé a pedido del propio Roca.
Y puesto que mencionamos a Bialet Massé, constructor del dique San Roque, cabe preguntarse, muy retóricamente, a qué intereses beneficiaba la campaña iniciada por la prensa porteña destinada a difamar toda la obra de gobierno del cordobés Miguel Juárez Celman, que llegó al punto de alarmar a la población de Córdoba anunciando el inminente derrumbe del hasta hoy enhiesto dique… en plena época de sequía.
Suena razonable que a ciertas gentes, ya sea por distracción o interés, algunos detalles le pasen desapercibidos, pero preocupa que quienes militan o adscriben a la causa nacional y popular no adviertan que así como la gran prensa hizo escarnio de los “cabecita negras” peronistas y “la chusma” yrigoyenista, también despreció a “los chinos” del roquismo, vale decir, aquellos sobrevivientes de las guerras civiles que llegaron a Buenos Aires a imponer su voluntad nacional, osadía que el establishment cultural porteño jamás les perdonó.
Julio Argentino Roca no es, ni se acerca mínimamente a ser, algo parecido a una suerte de Padre de la Patria, pero está tan lejos de eso como de ser el gran villano de nuestra historia que cierta moda contemporánea le endilga. Fue el suyo un período histórico lo suficientemente rico y atractivo como para no caer en simplificaciones y consignas políticas que carecen de la menor relación con los dilemas de la época, y conviene no dejarse arrastrar por ciertas consignas supuestamente políticas y lugares comunes “políticamente correctos” que carecen de fundamento histórico y a la vez disponen –si se permite en virtud de nuestra experiencia vital– de una sospechosa cobertura de prensa que vaya uno a saber por qué (y más allá de las opiniones de Mariano Grondona) pretenden transformar a Julio A. Roca en el gran monstruo de la historia argentina.
No lo es. Y las sorprendentes campañas en su contra tienen mucho de sospechoso, tal vez por cierta paranoica asociación que uno puede establecer con las reacciones “indigenistas” contra las estrategias de conformación de un Estado nacional que deben soportar gobiernos como el de Evo Morales o Rafael Correa.
Es comprensible que para historiadores de ideas libertarias como Osvaldo Bayer –que pasan tanto tiempo en Berlín como en Buenos Aires y para quienes el Estado es sinónimo de opresión– el genocidio indígena ejecutado –en parte– por Julio A. Roca, sea determinante y suficiente como para reclamar su excomunión y extirpación de la historia argentina, hasta el punto de volverlo análogo a una especie de Petiso Orejudo de la oligarquía. Pero saliendo de Berlín no es difícil advertir que ese Estado que Roca contribuyó más que nadie a crear, es en cierto modo instrumento de opresión y dominación, pero a la vez campo de batalla y al cabo, instrumento del que se valen las clases populares para defenderse de la opresión de los poderosos, que en estos hemisferios no requieren ni de nacionalidad ni de Estado para ejercer su dominación.
Es así que resulta descabellado escuchar hoy que en virtud de su relativa responsabilidad en uno de los cinco genocidios argentinos sea necesario eliminar a Roca de los billetes de la moneda nacional y dinamitar las estatuas que se le han erigido en diversas partes del país ¿Por qué Roca? ¿Por qué derrumbar la estatua de quien, además de derrotar mapuches, impuso la voluntad provinciana sobre Buenos Aires, conformó la Argentina actual y construyó el Estado nacional?
Más que un reclamo imposiblemente indigenista, esta campaña parece nacida de una vieja animadversión porteña. Y sería bueno aclarar este dilema, porque si se trata únicamente del genocidio indígena, sobre el cual con tanta liviandad como ignorancia se afirma que (¡en 1875!) había otras alternativas, convendría agarrárselas con los autores intelectuales del crimen y no tan sólo con sus tardíos ejecutores materiales, que resultan chivos expiatorios ideales en virtud de que carecieron y carecen de diarios y órganos forjadores de prestigio intelectual que los defiendan.
Cabe recordar que cualquier posibilidad de negociación con las naciones indígenas tendiente a su integración a la entonces embrionaria nacionalidad argentina, había acabado con la caída de Rosas, aunque justo es decir –a juzgar por los tratados de paz firmados entre Calvuncullá y Urquiza en representación de la Confederación Argentina, y más tardíamente entre Lucio Mansilla y los ranqueles (acuerdo este último desautorizado por el presidente Sarmiento), que esa integración habría sido posible de no ser haber sido derrocado Rosas y de no mediar la sujeción de Urquiza a la política porteña personificada en Bartolomé Mitre.
Lo que puede estar claro, sin mayores esfuerzos intelectuales, es que entre los pueblos o naciones aborígenes y la incipiente oligarquía bonaerense, representada por Mitre mucho más que por Roca, no había ninguna posibilidad de entendimiento. Y esto estaba claro desde 1837, cuando en su obra magna Sarmiento explicó, a sus contemporáneos y a las generaciones posteriores, que en nuestra América, los hombres se dividían en tres clases: salvajes, bárbaros y civilizados. Y así como en esa obra –Facundo– el padre del aula desarrolla su programa político y nos explica que es necesario civilizar a los bárbaros, aunque sea a palos, también nos dice que a los salvajes resulta imprescindible exterminarlos.
Facundo fue escrito y publicado en Chile, seis años antes de que a al coronel Segundo Roca se le ocurriera hacerle un hijo a la hermana menor de Marcos Paz. Es así, por decirlo de alguna manera, que resulta curioso que en el momento en que nuestros mestizos –a no olvidarlo, irremisiblemente mestizos– pueblos americanos se abocan a la impostergable conformación de sus estados nacionales, paso previo e indispensable de la unidad continental, cobren tanto énfasis y tengan tanta difusión discursos supuestamente indigenistas que en pos del necesario respeto y reivindicación de las diversas culturas que conforman nuestra común nacionalidad americana, sean a la vez funcionales a ideologías y políticas que en la práctica atentan contra esa nacionalidad. Y en consecuencia, contra las diferentes identidades étnicas y culturales que la conforman.
La “demonización de Roca” –como dice su inopinado, sorprendente e incongruente defensor– parece ir en esa sintonía. ¿Qué sentido tiene el reclamo de eliminar la imagen y derribar las estatuas del creador del Estado nacional y artífice del triunfo del interior argentino sobre Buenos Aires? ¿Por ser el perpetrador de la fase final del genocidio indígena?
Pues bien, si ése el motivo, eliminemos su imagen y derribemos sus estatuas, pero sólo si antes eliminamos las imágenes y derribamos las estatuas de Rivadavia, Mitre y especialmente del autor intelectual y cimentador ideológico de la tragedia indígena: Domingo Faustino Sarmiento.
Y si no, no.