Por Carlos Zeta
En el mes de enero de 2018, quien por entonces era la primera ministra británica, Theresa May, anunció la creación de un Ministerio de la Soledad. Entre los fundamentos de aquella decisión, May señalaba que la soledad es uno de los males que acecha a la sociedad contemporánea, tan perjudicial para la salud como fumar quince cigarrillos al día. Al frente de ese organismo fue nombrada Tracey Crouch, quien tenía la dura tarea de lidiar con una problemática que afectaba entonces a nueve millones de personas en ese país: el 13,7% de la población total.
En los tiempos de la hiperconexión que proporcionan internet y las redes sociales, solo en el Reino Unido, en aquellos años, se calculaba que la mitad de los ancianos de 75 años vivían solos: unos dos millones de personas. La mayoría pasaba días, incluso semanas, sin ningún tipo de interacción social.
El organismo no tenía el propósito, por si hiciera falta aclararlo, de asumir la cuestión de la soledad desde sus complejas tensiones teóricas y/o filosóficas, sino como un problema de salud pública.
La soledad crónica tiene consecuencias concretas: aumenta el riesgo de sufrir problemas cardiovasculares, diabetes, artritis y depresión, entre otras enfermedades. También hay estudios que muestran afectaciones al sueño y al sistema inmune. Algunos especialistas proponen que se incorpore un análisis del nivel de soledad a toda evaluación médica inicial, para considerarla junto a otros factores de riesgo como el tabaquismo y malos hábitos alimenticios.
Hay, como seguramente ya están pensando (suponiendo, vanidosamente, que hayan llegado hasta aquí) mucho, muchísimo para decir/pensar/reflexionar al respecto. ¿Quién no le ha cantado loas, alguna vez, a la soledad? ¿Quién no la ha reclamado para sí como un tiempo y un espacio en el que ser sin las arduas exigencias del mundo? Emerson la consideraba una “protección contra la mediocridad”. Virginia Woolf la celebraba así en Las olas: “¡Loado sea el cielo por la soledad que me ha librado de la presión de las miradas, de la solicitación de los cuerpos, de la necesidad de las palabras y de las mentiras!”.
Otrxs hemos insistido, una vez y otra, en que no era más que una manifestación de la lógica criminal de una deriva particularmente siniestra de la fase del capitalismo cuya primera oleada comenzaba (y no hay aquí ninguna casualidad) precisamente en el Reino Unido. La entronización del individuo, es decir, la estética sublimada del solo, del meritorio, del individuo que se hace a sí mismo y así se realiza, el consumismo extremo como pretensión vacía de «llenar el vacío social», la subjetividad colonizada… ¿cómo podía no tener consecuencias?
Cuando supe que el primer ministro británico, Boris Johnson, debió ser llevado a terapia intensiva tras empeorar su cuadro de coronavirus, no pude evitar pensar en la crueldad poética de que fuese justamente el máximo referente del gobierno inglés quien cayera en la siniestra soledad de una cama de terapia intensiva.
Daniel Bernabé, en su libro La trampa de la diversidad (Akal, 2018) dedica varias páginas a explicar cómo fue el proceso que implantó y normalizó el neoliberalismo en nuestras sociedades. La Dama de Hierro, metáfora metálica con la que se conocía popularmente a Thatcher, preguntada en 2002 en una cena organizada por Conor Burns, miembro del Partido Conservador, sobre cuál creía que era el mayor logro de su carrera política, contestó: «Tony Blair y el nuevo laborismo. Obligamos a nuestros oponentes a cambiar su forma de pensar». Thatcher confirmaba con su respuesta la teoría política de la ventana Overton que describe como una ventana estrecha el rango de ideas que el público puede encontrar aceptable, y establece que la viabilidad política de una idea se define principalmente por este hecho, antes que por las preferencias individuales de los políticos.
Para cada momento, esta “ventana” incluye un rango de políticas aceptables —de acuerdo con el clima de la opinión pública— que un político puede recomendar sin ser considerado demasiado extremista para poder ocupar o mantener un cargo público. Introducir conceptos que salgan de ese rango, “rompe” la ventana y desplaza el “sentido común”, llevándolo (según sea el caso) más hacia la derecha o más hacia la izquierda…
Por su parte, Jorge Alemán acuñó una “fórmula” tan compleja como apasionante para pensar este problema: *soledad: común*. No entraré aquí, porque no me considero a la altura de poder hacerlo, en los entresijos teóricos de su elaboración, ignorante como soy de la obra de Lacan. Pero sí me permito citar in extenso al filósofo argentino:
«No obstante, para captar esta Soledad estructural u “ontológica” se la debe distinguir de la soledad en sus manifestaciones patéticas; el aislamiento, el goce auto erótico, el delirio yoico, las coartadas narcisistas de la identidad, la impotencia para salir de sí mismo, la obscenidad de la autoestima… Son estas figuras patéticas de la soledad las que alcanzan su cénit social cuando quedan colonizadas por los distintos dispositivos del individualismo capitalista. Aunque si hablamos de individualismo, en el sentido del capitalismo contemporáneo, no habrá nunca que olvidar su “sentido de clase”, su pertenencia incondicional al imaginario de la dominación de origen oligárquico-burgués. Individualismo no quiere decir aquí un átomo separado irreductiblemente del otro, sino que en su aislamiento y fragmentación, el partido de la oligarquía, los ricos, las nuevas burguesías financieras reconocen su trabajo. La Soledad del sujeto que aquí intentamos discernir de las que podríamos llamar las “soledades sociológicas” de la época es una Soledad perforada, nunca plena, que solo encuentra su contorno, su borde topológico, en el Común que existe en el campo del Otro. No hay Soledad ni Común que no estén agujereados por el vacío de la “brecha ontológica”, irrepresentable, fuera de sentido, que Lacan denomina la “existencia”».
Estos días son oscuras pisadas de dios, digo ahora, citando a mi querido amigo poeta, Pablo Dumit, y ellos nos empujan —entre otras tantas cosas— a recurrir a una epidemia (la soledad) para vencer a una pandemia: el virus como amenaza insoportable hacia una soledad globalizada.
Será por eso, quizá, como me señala Rossana Nofal, que buscamos la épica de este combate en el aplauso unánime, en el grito y el canto compartidos en los balcones, en la comunión de la música y de la poesía que tejen su trama colectiva en millones de mensajes, en el refugio tibio del arte y de lxs artistas, en las redes silenciosas e invisibles que salvan la vida comunitaria en los barrios, en las villas, en las ignominiosas y aberrantes soledades del mundo, que empujó a una parte de lo humano a que no puedan entrar en ninguna de las contabilidades del sistema.
La insoportable levedad del ser
Todo drama vital —pensaba Kundera— siempre puede expresarse mediante una metáfora referida al peso. Sobre las personas cae el peso de los acontecimientos. Soporta esa carga o no la soporta, cae bajo su peso, gana o pierde. Pero su drama no es el drama del peso, sino el de la levedad. Para el escritor checo la novela ya no puede vivir en paz con el espíritu de nuestro tiempo. Si aún quiere progresar, en tanto que novela, solo podrá hacerlo en contra del progreso del mundo. Es decir, la novela, en tanto que modelo de ese mundo, fundamentado en la relatividad y ambigüedad de las cosas humanas, es incompatible con el universo totalitario. Una novela no es una confesión del autor, sino una investigación de lo que es la vida humana. Y, de algún modo, es por esto que se revela contra la paradoja de que no llegamos a la inmortalidad sino por la muerte. Para ello se pone en juego y más: nos interpela para que cada uno de nosotros se ponga en juego: ¿Qué es lo positivo, el peso o la levedad? Parménides respondió: la levedad es positiva, el peso es negativo. ¿Tenía razón o no? Es una incógnita. La raíz humana y filosófica de estos interrogantes nos hace, a la vez, lectores y actores posibles. No es poco. Será por eso que no dejamos de escribir. Como enseñaba Scorza, la escritura es nuestro Tribunal de Última Instancia.
Y ya que me metí en el lío de la literatura, terminemos esta parrafada con García Márquez, el 12 de octubre de 1982, ante las autoridades de la Academia Sueca, en ocasión de recibir, precisamente, el Premio Nobel de Literatura, decía:
«Un día como el de hoy, mi maestro William Faullkner dijo en este lugar: “Me niego a admitir el fin del hombre”. No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra».