Sobre Hoover, Papel Prensa y el costo político

John Edgar Hoover fue el jefe del FBI desde su creación, en 1935, hasta 1972, cuando falleció. El entonces presidente estadounidense Richard Nixon levantó la copa saludando la noticia. Finalmente ya no iba a tener en la nuca el aliento del vigilante mejor entrenado y más informado del país.

Hoover era el hombre de las carpetas, de los carpetazos, el tipo que sabía todo de todos los personajes que pesaban en la vida pública de los Estados Unidos. Era imposible de chantajear, porque él chantajeaba antes. Hoover supo antes que el propio Nixon que John Fitzgerald Kennedy había ganado las elecciones gracias al favor que papá Kennedy hizo al sindicato de camioneros: bajo el puño de hierro de Jimmy Hoffa, los muchachos votaron por el demócrata. Hoover conocía el origen de la fortuna de los Kennedy, y de la relación de John y de su hermano Bobby con Marylin Monroe.

Hoffa había hecho negocios con el padre de Kennedy en tiempos de la ley seca. Sin embargo, la ayuda que los camioneros habían dado a los Kennedy no estaba siendo retribuida. Bobby insistía en perseguir a Hoffa.

El fiscal general detestaba a Hoover. Era mutuo, pero Hoover tenía aliados poderosos, que también le hacía sentir el dulce de su medicina. Joseph Bonnano, por ejemplo, uno de los últimos padrinos neoyorquinos, tenía fotografiado (a Hoover) en partuzas y orgías, vestido de «señora». Hoover sabía de esas fotos. Pero una negociación secreta los convirtió en socios: Bonnano avisaba a Hoover qué caballos tenían mayores posibilidades de ganar las carreras, y cuando apostaba, junto a su amante, Clyde Tolson, número 2 del FBI, a las bestias de la mafia, iban casi sobre seguro: si perdían, no pagaban; y cobraban (la mitad) cuando ganaban.

Bobby quiso voltearlo. No pudo. Hoover hizo llegar a su despacho un sobre con fotos del fiscal entrando en la casa de la Monroe, fotocopias con el detalle de las llamadas que la blonda hacía a Washington desde Malibú.

Marc Eliot, biógrafo de Walt Disney, cuenta que en 1940, Hoover prometió al dibujante averiguar quiénes eran sus padres biológicos a cambio de que se convirtiera en informante. Disney estaba obsesionado por saber si era hijo auténtico o adoptado.

Hoover supo antes que nadie de las decisiones políticas, militares, judiciales y financieras que se tomaban en su país, y si con el tiempo resultó un pionero en el mundo del espionaje, fue no sólo porque difundía en tiempo y forma los datos clave que podían comprometer a sus némeses sino también por el manejo de la información sobre la intimidad de los diversos actores políticos en el juego del poder.

Bob Kennedy se enteró del asesinato de su hermano por un llamado de Hoover. Cinco años después del magnicidio, era el propio senador el que caía a balazos en un hotel de Los Ángeles. Entretanto se tejían leyendas: que Marylin Monroe fue asesinada porque sabía demasiadas cosas; que el fiscal general estaba en su casa esa noche; que Hoffa desapareció de la faz de la tierra sin dejar rastros.

Hoover, avatar del mundo libre, es la caja negra entre la política y el periodismo. Si hay una escena primaria es la imagen de León Trotsky leyendo el Izvestia todas las mañanas al pie del cañón. El diario es instrumento, es propaganda, es información pautada, es negocio, venta de putas. En los sistemas de gobierno republicanos, la diversidad de la oferta provoca un efecto de libertad informativa: y lo que queda fuera de cuadro son las condiciones de producción y montaje, es decir, los intereses.

El mundo de la inteligencia policial a la que pertenecía Hoover no tiene nada que envidiar a las mazmorras de la Lubyanka de Dzerzhinsky o a las de la ESMA.

El periodismo parasita la política, la política parasita al periodismo: lo que se anuncia en un lado, se ejecuta en el otro o ya se ejecutó y es novedad, primicia.

Hoover no es el antecedente del periodismo en su fase heroica (My Lai, Watergate, Enron, las tabacaleras, la burbuja inmobiliaria), ese periodismo que Michael Mann estudia en la película «El informante» (porque la fase heroica no sería tal sin informantes). Hoover es el periodismo extorsivo, el que calcula hacer el mal para salvaguardar el bien general, acumular poder y ventas sin atender los eventuales perjuicios, o tomándolos como un costo (económico) susceptible de ser pagado.

Se impone preguntar si existe un periodismo que no sea extorsivo.

Los acontecimientos de Papel Prensa en el parlamento y la justicia darán su veredicto.

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