“Sin Estado se aniquila el tejido social de las comunidades”

Tras los cierres de institutos estatales cruciales para nuestro país, el columnista Eduardo Silveyra reflexiona sobre lo realizado desde el Instituto de Economía Familiar Campesina Indígena y las luchas campesinas y estatales.

Comencé a trabajar en Agricultura Familiar, en septiembre de 2012, cuando Emilio Pérsico fue nombrado subsecretario de esa repartición del Estado. Fue emocionante, entrar por primera vez a trabajar en un ministerio y con 56 años encima. Más allá de la militancia compartida en espacios políticos, como el Peronismo Revolucionario, el Movimiento Patriótico Nacional y el Evita, el agradecimiento viene, por esa posibilidad brindada, de trabajar durante toda su gestión en el equipo de prensa, por lo cual pude conocer la realidad del verdadero campo, ese que produce más del 60% de los alimentos que consumimos diariamente en nuestras mesas. Conocí también, la presencia del Estado en los lugares más distantes y lejanos de nuestra patria: a los pueblos originarios del chaco salteño y jujeño donde, en medio de El Impenetrable, documentábamos la opinión de la gente sobre la construcción de cisternas para acopio de agua de lluvia; acopiadoras de lana de llama, en Cangrejillo, un pueblo de 70 habitantes en el altiplano jujeño a 3700 metros de altura, donde el Estado capacitó a las mujeres para formar una cooperativa y discutir mejor los precios al vivo del intermediario, para citar algunas de las tantas obras. En estos viajes, quienes me guiaban eran técnicos, agricultores, referentes de organizaciones campesinas, muchas mujeres y hombres que recorrían esos territorios semanalmente, controlando el desarrollo de las obras y la participación de la comunidad en cada una de ellas. Lo hacíamos en vehículos desvencijados por el transitar en caminos rurales, en el medio de la selva, el monte o lo desértico, no en la flota idílica descripta por Adorni, para la masa de usuarios de las redes y medios hegemónicos, esos que no ven la realidad tal cual es. 

Hubo, más allá de las fallas, errores y aciertos, un vínculo estrecho con cada campesina y campesino, criollo o indígena, algo que se notaba en los recibimientos, de sobria alegría, por la llegada de un compañero a una unidad productiva, a una cooperativa, a dar una capacitación o a desarrollar un proyecto para el bien de la comunidad. De eso se trataba, de la comunidad organizada. La agricultura familiar, también, me permitió vincularme con mis raíces, sobre todo con mi abuela Dasila Silveira o Silveyra, a la cual, primero el latifundio y después el patriarcado ejercido por sus hermanos, la dejó sin tierra y se fue a lavar ropa a la ciudad. A pesar de todo eso, esa abuela, me enseñó muchas cosas, entre ellas, los nombres y beneficios de los yuyos, el amor a la tierra, la duda de Dios y tal vez lo más importante, que, aun siendo analfabeta, me enseñó a contar. Parte de esa historia se la conté a una compañera de una organización campesina, y no voy a olvidar su respuesta: “Acá tenés la oportunidad de poder reparar todo el daño que le hicieron a tu abuela y a las mujeres campesinas”. Esas palabras fueron un alimento para continuar aprendiendo, aceptando, debatiendo, ofreciendo lo poco que se ha aprendido, pero sobre todo para reencontrarse con el lugar del que venimos muchos, de la ruralidad. De familias que fueron corridas a las ciudades por los latifundios, la especulación inmobiliaria y hoy, por las concentraciones financieras del corporativismo agroindustrial.

Fueron muchas las enseñanzas a lo largo de los años, entre ellas, que sin presencia de políticas de Estado no hay desarrollo ni nación posible; que la agricultura familiar es una de las fuentes de trabajo más genuinas que hay, porque además del trabajo brinda arraigo, soberanía alimentaria, desarrollo de las economías regionales, preserva la cultura de los pueblos y es una barrera a la agroindustria, ya que sus producciones agroecológicas preservan también los ecosistemas y los recursos naturales. En ese sentido, se puede decir que la agricultura familiar, es un enemigo de la expansión agroindustrial. Históricamente, el corrimiento de la frontera agropecuaria se ha hecho a través de usurpaciones y desalojos violentos de comunidades campesinas a lo largo y ancho de todo el territorio nacional, con la terrible consecuencia de que toda familia expulsada de su tierra termina en villas, asentamientos o directamente en las calles de los grandes centros urbanos (como Salta, Córdoba, Rosario, CABA, y Mar del Plata). Cada chango, cada gurí, cada pibe que se va de su tierra, termina siendo víctima de violencia policial y de gatillo fácil en las ciudades.

Sin Estado –lo digo como estatal y como nieto de campesina— se aniquila el tejido social de las comunidades y sus redes de contención. Desde la Secretaría de Agricultura Familiar, Campesina e Indígena, primero y después desde el INAFCI, el instituto que le sucedió y que jerarquizó su accionar, siempre se luchó generando políticas, como el Banco de Tierras y la Ley 27118 de Reparación Histórica de la Agricultura Familiar, para impedir, entre otras cosas, los atropellos del agronegocio. Hoy, el panorama ha cambiado, Milei y sus socios, han vaciado al Instituto Nacional de Agricultura Familiar, Campesina e Indígena. Han despedido a sus trabajadores y trabajadoras, algunxs con más de veinte años de antigüedad, técnicos, técnicas, administrativos que, comenzaron a trabajar, pensar y actuar, en los albores de la construcción del sujeto de esa ruralidad olvidada y explotada, cuando en los 90 se creó el Plan Social Agropecuario. Increíblemente creado por quien fuera el que abrió las puertas al agronegocio, Carlos Menem. Da dolor, tristeza y bronca, el cierre del INAFCI, como también el de otros organismos, institutos y entes del Estado, porque cada trabajador y trabajadora, no era un o una ñoqui. El compromiso con aquella tarea que ejercíamos era pleno y consciente. En mí caso, puedo decir que trabajar en el Estado me cambió la vida, aprendí a comunicarme de un modo más humano con mis semejantes, aprendí que son mejores los logros colectivos que los individuales, que la tierra tiene tantas enseñanzas como un libro, que los campesinos –tal como lo dijera en uno de sus encuentros con organizaciones campesinas el Papa Francisco— son los guardianes de la tierra, nuestra casa común, la Pachamama. La historia de este genocidio, no termina aquí, daremos vuelta la página como tantas veces lo hemos hecho. Sé, estoy convencido, porque así lo determina la historia, que volveremos con el cambio verdadero, con la Revolución Popular y Peronista, la de la Reforma Agraria, la de la genuina Vuelta al Campo, la de las expropiaciones a los latifundios y las concentraciones de tierra a manos de extranjeros. Solo se me ocurre decir, en este momento de barbarie y desolación: ¡Vivan los trabajadorxs estatales! ¡Vivan las luchas campesinas!

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