No hay ciudad sin un río que le dé vida. Desde los tiempos más remotos esta asociación ha sido un vínculo ineludible. Después, naturalmente, fueron surgiendo las singularidades.
Cuando la corona española chocó con su destino imperial en esta parte del planeta, los sucesivos asentamientos obedecieron la alianza urbano-fluvial, privilegiando los enclaves pegados a la mar océano, terminales que propiciaron el retorno a la metrópolis de las naves cargadas con el fruto del saqueo ejercido tierra adentro.
Hay quienes le otorgan a Américo Vespucio el privilegio de haber sido el primer europeo en asomarse a estas latitudes recorriendo la desembocadura de una vía que él llamó Río Jordán.
Por nuestra parte preferimos asentarnos en los sucesos ocurridos hacia 1516, protagonizados por el navegante Juan Pedro Díaz de Solís. La meta del explorador y de su rey era encontrar un pasaje que conectará los Océanos Atlántico y Pacífico para establecer una conexión con el extremo oriente. Con la falta de originalidad que suele mostrar el imperialismo, los portugueses andaban con la misma obsesión a cuestas.
El hecho es que la expedición de Solís navegaba hacia el sur por latitudes que hoy llamamos brasileñas, cuando los marinos notaron que el Océano Atlántico parecía escurrirse hacia el oeste y sospecharon que podían estar en las puertas del anhelado pasaje.
Se cuenta que apenas ingresados a ese paisaje de notable calma, Solís hizo que uno de sus tripulantes “probara” las aguas en las que se internaban y después de la cata decidió bautizar el área como Mar Dulce. A esta altura empezaron los problemas.
Gracias al escaso calado de las carabelas que tripulaban, los hombres de Solís se internaron en esa especie de golfo que ya vislumbraban como río, cuando al despensero de la flota se le dio por morirse. Hicieron escala en un islote que tenían enfrente y allí le dieron cristiana sepultura al fulano, bautizando con su nombre el pequeño terruño. El finado se llamaba Martín García.
Digamos, para abreviar, que al ver presencia humana en la costa oriental, Solís junto a siete de sus tripulantes se subieron a un bote y desembarcaron en un paraje en la zona de lo que hoy es Carmelo.
Apenas pusieron pie en tierra, literalmente sintieron el flechazo de la belleza uruguaya: los aborígenes demostraron la pericia en el manejo del arco y, una vez perforados, los europeos procedieron a descuartizarlos y organizaron con sus cuerpos un regio asado. La crónica es de un tal Herrera y si bien algunos cuestionan el acto de canibalismo, lo cierto es que la expedición levó anclas y decidió seguir viaje.
Merced a los dichos de algunos aborígenes y un par de viajeros, internándose en el continente sería posible alcanzar las míticas Sierras de Plata en los dominios del rey Blanco, relato inspirado tal vez por el Cerro Potosí. En todo caso, el curso donde se produjo la tragedia se llamó brevemente Río de Solís para adquirir finalmente el nombre de Río de la Plata. En 1536 Pedro de Mendoza realizó la primera fundación de Buenos Aires en las márgenes occidentales de la vía. Vale la pena consignar que los primeros siete marinos en desembarcar fueron rápidamente engullidos por un grupo de yaguaretés que estaban en la costa.
Tanta voracidad puede darnos una pista sobre el tramo final de esta crónica.
Para ir entrando en tema parece conveniente consignar que lo que llamamos Río de la Plata es, más propiamente, un estuario. Así se denomina a la desembocadura ancha de un río en la cual se mezclan las aguas saladas del mar y las dulces de origen fluvial.
Si se tratara de un río sería el más ancho del mundo, con sus doscientos veintiún kilómetros de ancho. Su cuenca hidrográfica recoge las aguas de los ríos Paraná, Uruguay, Paraguay y sus afluentes. La profundidad oscila entre los sesenta centímetros y los veinticinco metros, pero esta profundidad sólo se alcanza en su encuentro con el mar. En muchas zonas el agua ronda entre los seis y los diez metros, honduras que son una pesadilla para barcos de cierto calado. Cada año, la corriente arrastra hasta el Río de la Plata unos ciento sesenta millones de toneladas de sedimento. Amén de los bancos permanentes del lecho, es necesario un dragado constante de los canales que permiten atravesarlo.
Por supuesto, ya es tarde para preguntarse por la astucia de Juan de Garay para insistir en fundar una ciudad en semejante costa.
Desde los orígenes de Buenos Aires, cuando un barco llegaba a la ciudad, se alistaban primero varios lanchones para una primera descarga de los viajeros. Luego era necesario fletar varias carretas de ruedas enormes, en las cuales se instalaban los pasajeros. Finalmente, antes de llegar a la orilla, era una pequeña legión de esclavos la que se encargaba de transportar en andas a los recién llegados.
Esta escasa profundidad permitió a nuestros valerosos patriotas concretar la singular hazaña de abordar con cargas de caballería las naves de una flota enemiga.
Está claro que en aquellos tiempos, la ribera era una pertenencia común para toda la población porteña. Hubo, sin embargo, una ocasión en que un fenómeno natural formuló una suerte de profecía para la amenaza ejercida por las autoridades que gobiernan la ciudad desde 2007. Una mañana de 1792 los habitantes de Buenos Aires temieron que les hubieran robado el río. El motivo era que una brutal tormenta del Oeste había secado las tosqueras generando una bajante que había borrado el río haciendo imposible ver las aguas a menos que uno se acercará a la localidad de Quilmes.
En días normales, el acceso a las aguas era extenso y sencillo. La infortunada Elisa Brown (hija del almirante) no precisó más que descender las barrancas del Parque Lezama para internarse en el Río y suicidarse tras la trágica muerte de su prometido, el alférez Drummond.
Es cierto que tampoco era tan sencillo alcanzar aguas profundas. Esta condición fue la que motivó a los británicos a bautizar el río con el mote de River Plate, cuyo significado es algo así como río playo.
Por lo demás, en la rutina de la costa, una presencia constante era la de las esclavas que lavaban la ropa. Muy cerca había vertederos donde iban a parar los desechos de las calles. Lo peligroso era que a estos menesteres se sumaba la tarea de muchos aguateros desaprensivos que no se tomaban el trabajo de internarse demasiado en el río para juntar el agua destinada a ser vendida casa por casa. Para completar el panorama, en algunos cafés se acostumbraba preparar el brebaje con agua del río sin filtrar, condimentada con todo tipo de sedimentos.
En cuanto al uso recreativo del Plata, la temporada de baños comenzaba el 8 de diciembre. Ese día, un grupo de franciscanos y dominicos se internaban en el río para bendecir las aguas.
En 1815, la conciencia municipal determinó que era inmoral que se bañaran simultáneamente “el hombre soltero, la mujer casada, el niño curioso y la niña infeliz”. Categorías que, como se ve, tenían una curiosa idea de la conformación social.
Hasta bien avanzado el siglo XIX, el río se manifestaba más allá de las orillas, provocando la existencia de no pocos terrenos pantanosos en los alrededores del centro. Las doscientas toneladas diarias de residuos que producía Buenos Aires hacia 1870 sirvieron para ir rellenando esos agujeros negros.
Ya en el siglo XX, por iniciativa del Director de Paseos, el ingeniero Benito Carrasco, se decidió iniciar la construcción de un paseo a lo largo de la costa que sirviera como espacio social y de recreación para los porteños. El 11 de diciembre de 1918, el intendente Joaquín LLambías inauguró el Balneario Municipal Costanera Sur.
Las instalaciones incluían trescientas casillas para cambiarse y el horario de funcionamiento era de 6h a 11h y de 15h a 19h. El paseo fue arbolado con acacias y tipas. Se lo decoró con maceteros y farolas importados de Francia. Poco después se construyeron edificios para albergar cervecerías y restaurantes. Desde el comienzo el espacio tuvo un éxito total y se convirtió en uno de los ámbitos favoritos de recreación para los habitantes de la ciudad.
Con el paso del tiempo, los estragos combinados del abandono en el mantenimiento y la contaminación del río, fueron opacando los viejos esplendores y en la década del 70 la zona era pura desolación. En ese marco llegó la gestión de Osvaldo Cacciatore, intendente del gobierno de facto y poseído por la obsesión de construir autopistas. Los escombros de las demoliciones requeridas por esas obras fueron arrojados sobre el lecho del Río de la Plata en la zona de Puerto Madero. La llegada de la democracia interrumpió el proyecto y un par de inundaciones enriquecieron los escombros con sedimentos fluviales: había nacido la reserva ecológica imponiéndose en forma de floración constante.
Lo que sigue es bastante reciente: a mediados de los 90 se construyó el lujoso distrito llamado también Puerto Madero y se alzaron en la zona torres de exclusivo diseño, restaurantes glamorosos y un perfil de consumo netamente elitista.