Radiografía de una nueva América del Sur

"Me quedé solo", dijo Evo Morales tras la expulsión de Venezuela del Mercosur y resaltó lo obvio: la era "progresista" culminó. ¿Pero cuáles son las características del momento actual?

Después de que el Mercosur suspendiera a Venezuela y unos días antes de que doce cancilleres de países americanos se reunieran en Perú para “condenar la ruptura del estado democrático” en el país presidido por Nicolás Maduro, el mandatario de Bolivia, Evo Morales, aseguró en una entrevista que quedó solo “como presidente, como gobierno antiimperialista” en toda América del Sur.

 

Morales es el único presidente de la región sudamericana que ha defendido en público y de manera irrestricta a su par venezolano, en medio de la crisis institucional y la escalada de violencia que provocó más de cien muertes en menos de cuatro meses en ese país caribeño. Sin embargo, el solo hecho de no apoyar incondicionalmente al gobierno en Caracas no parece un elemento suficiente para describir a un gobierno de la región como no progresista.

 

En Argentina no es necesario volver a describir las políticas de ajuste, de apertura a importaciones y de beneficios multimillonarios para los sectores económicos concentrados, como el campo, para explicar el giro ideológico que significó el ascenso al poder de Mauricio Macri a finales de 2015.

 

Sin embargo, menos conocidos son los recientes cambios en otros países de la región, en parte porque el giro de Macri supuso una retirada de Argentina como líder de la escena latinoamericana (excepto por la crisis en Venezuela) y en parte porque a los presidentes carismáticos y de alto perfil de la última década –como Luiz Inácio Lula da Silva, Rafael Correa, José “Pepe” Mujica, Fernando Lugo y Álvaro Uribe– los reemplazaron dirigentes más grises y menos interesantes para las agendas mediáticas.

“En Colombia, Chile y Uruguay la caracterización política de los poderes de turno merece un análisis más profundo que en otros países donde la naturaleza conservadora o neoliberal de los Ejecutivos es más evidente”

El cambio más reciente y que aún tiene un final incierto es el de Ecuador.

 

Lenin Moreno asumió en mayo como delfín de Rafael Correa después de diez años en el poder. Hizo campaña como el candidato de la continuidad, pero apenas dos meses después de tomar la posta se enfrentó con su antiguo jefe y hasta le quitó todas las funciones a su vicepresidente, Jorge Glas. Su compañero de fórmula, que lo había reemplazado como vicepresidente de Correa en 2013, fue señalado por uno de los delatores que declaran en la investigación por la matriz de corrupción internacional de la constructora brasileña Odebrecht. Glas rechaza todas las acusaciones y, aunque no rompió con Moreno, la relación quedó en suspenso.

 

Aún es muy pronto para juzgar al flamante gobierno ecuatoriano por sus políticas públicas. Moreno eligió iniciar su mandato con un llamado a un diálogo nacional, que en sólo unas semanas volvió a acercar al oficialismo con la oposición más dura que cuestionó todo el mandato de Correa. Hay alertas tempranas de un posible giro ideológico importante, pero todavía no se concretó en su totalidad. De hecho, Ecuador –junto a Bolivia y el pequeño Suriname– no participó de la reciente cumbre en Perú contra el gobierno venezolano y fue uno de los pocos que criticó la suspensión del Mercosur.

 

Colombia, Chile, Uruguay

Mientras en Ecuador aún resta ver cómo evoluciona el flamante gobierno, en Colombia, Chile y Uruguay la caracterización política de los poderes de turno merece un análisis más profundo que en otros países donde la naturaleza conservadora o neoliberal de los Ejecutivos es más evidente, como Brasil, Paraguay, Argentina y Perú.

 

El gobierno en Colombia cumplió hace poco siete años y se acerca al fin de su mandato. Juan Manuel Santos es un miembro de la oligarquía terrateniente, fue ministro de Defensa y símbolo de la política represiva de Álvaro Uribe, hoy su rival. Santos nunca asumió una agenda redistributiva, respondió en general con la fuerza a los constantes reclamos de trabajadores y no presionó para ampliar derechos civiles. Sin embargo, también peleó por un legado de paz y eso lo distingue del resto de la derecha latinoamericana y del discurso militarista defendido tradicionalmente desde Estados Unidos.

 

En contra de sus antiguos aliados, Santos impulsó, negoció y firmó la paz con las FARC, la mayor guerrilla que desde hace medio siglo disputaba el poder estatal. Intentó sellar uno de los acuerdos de paz más integral y ambicioso del mundo, pero perdió la pulseada con Uribe en un referendo popular. No obstante, siguió negociando y ahora impulsa una reforma política en el Congreso para concretar la participación política de los ex líderes guerrilleros, establecida en el acuerdo firmado en La Habana.

 

El gobierno chileno de Michelle Bachelet, en tanto, se mantuvo fiel al frágil equilibrio que sostuvieron todos los gobiernos de la Concertación desde la vuelta de la democracia entre su herencia de centro-izquierda e izquierda y su actual alineación internacional liberal y su política interior de conciliación y cambios moderados.

 

Bachelet asumió su segundo mandato con la promesa de saldar las deudas del primero y en parte cumplió. Logró aprobar una versión limitada de la reforma educativa que por años reclamaron miles de estudiantes en las calles y que incluyó el principio de gratuidad dentro del sistema universitario y abrió nuevas instituciones educativas nacionales. Además, avaló el debate y la aprobación en el Congreso de la primera ley de despenalización del aborto que incluye tres causales: el riesgo de la vida de la madre, la inviabilidad del feto y la violación.

“El solo hecho de no apoyar incondicionalmente al gobierno en Caracas no parece un elemento suficiente para describir a un gobierno de la región como no progresista”

Como una de las hijas predilectas del Partido Socialista chileno también aprobó algunas medidas redistributivas como nuevas ayudas sociales y el aumento de algunas ya existentes, pero como referente de la Concertación, la coalición de partidos que aglutina a los antiguos rivales de la era previa a Augusto Pinochet, no avanzó en reformas más estructurales y se mantuvo en su rol de acompañamiento, más o menos pasivo, en los nuevos acomodamientos regionales, apoyando el fortalecimiento de la Alianza del Pacífico y dejando fuera de su agenda, como sus vecinos, otros foros como la Unasur.

 

Como la Concertación en Chile, el Frente Amplio en Uruguay supo mantener en estos años un difícil equilibrio entre sus raíces de izquierda y muchas políticas centristas y, por momentos, de abierto corte liberal. No es nuevo que el actual presidente Tabaré Vázquez representa el ala más conservadora y liberal de la coalición oficialista; sin embargo, en su primer mandato había conseguido dar un giro a la política uruguaya, un giro que profundizó más tarde Pepe Mujica, con promulgaciones como la despenalización del aborto y la legalización del cultivo, la distribución y la venta de marihuana.

 

Vázquez honró lo aprobado por la gestión anterior, pero también avanzó en otra dirección, por ejemplo, con su decreto que prohíbe cortes de calles o rutas y habilita la represión, o con su coqueteo con China para firmar un Tratado de Libre Comercio, una propuesta que no consiguió por ahora un apoyo mayoritario dentro de Uruguay.

 

Hace sólo unos días, el propio Vázquez reconoció en una entrevista que votó a favor de la suspensión de Venezuela del Mercosur por miedo a represalias de sus socios: «No hay, digamos, una normativa que puedan esgrimir los otros países para dejar a Uruguay aislado, pero desde el punto de vista comercial pueden tomar varias medidas que perjudiquen a Uruguay. ¿Y cuántos puestos de trabajo se pueden perder? (…) Yo lo tengo que pensar muy bien. Con el corazón en la utopía, pero con los pies en la tierra».

 

La patria neoliberal

Lejos de esta tensión que describió el presidente uruguayo, los gobiernos de turno de Brasil, Paraguay y Perú defienden e impulsan políticas neoliberales, de desregularización, flexibilización laboral y distribución de los recursos a favor de los sectores económicos más concentrados.

 

El caso que más resonó en los medios es el de Michel Temer en Brasil.

 

Después de asumir la Presidencia tras un juicio político calificado por el entonces oficialismo y la izquierda como un golpe de Estado parlamentario, el veterano dirigente dejó de lado el programa político con el que había sido electo y asumió una agenda opuesta: aprobó como enmienda constitucional un congelamiento por veinte años del gasto público para mejorar y ampliar los servicios públicos, promulgó una reforma laboral que permitirá que los empleadores negocien los derechos ganados de los trabajadores, facilitará la terciarización y elevará la edad de jubilación, entre otros cambios.

 

Temer mismo estuvo hace poco al borde de un juicio político. Tras sobrevivir, el mandatario decidió redoblar su apuesta política y anunció que irá por más: una reforma jubilatoria que complemente su reforma laboral.

 

En Perú, el presidente Pedro Pablo Kuczynski propuso una reforma laboral que comparte varios puntos con la brasileña. Por eso y por reclamos de mejoras salariales, el economista y empresario de 78 años, que sólo lleva uno en el poder, ya enfrentó huelgas nacionales de maestros, médicos y mineros.

«Los otrora gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner, de Lula y Rousseff, de Correa, de Chávez y de Mujica, todos impulsaron medidas contradictorias, especialmente puertas adentro, pero todos también supieron actuar como impulsores de la integración regional y mediadores en las crisis institucionales de los países vecinos»

Estos conflictos sindicales, sumado a la parálisis del Congreso dominado por el fujimorismo, a la desaceleración económica y a la decisión de su gobierno de suspender todas las obras de infraestructura que quedaron teñidas por las denuncias de corrupción que nacieron de la gigantesca investigación del Lava Jato en Brasil, hicieron de Kuczynski un presidente sin muchos logros o medidas por reivindicar.

 

Pese a ello, el mandatario peruano se convirtió en el primero de América latina que visitó en la Casa Blanca al flamante presidente de Estados Unidos, Donald Trump, a sólo un mes de su asunción.

 

Como Kuczynski, su par paraguayo, Horacio Cartes, es empresario, poco carismático y no atrae demasiado la atención de los medios por fuera de su país. Con cuatro años cumplidos en el poder y otro por delante, el ex presidente del famoso club de fútbol Libertad no realizó grandes reformas y mantuvo intacto el modelo agroexportador, un tema clave en un país con una altísima concentración de la tierra y un sistema cada vez más extendido de monocultivo de la soja.

 

En el plano político, Cartes intentó impulsar una reforma constitucional que incluyera la reelección presidencial, pero fracasó, primero ante un boicot de algunos de sus propios legisladores que evitaron la convocatoria a una constituyente, y luego por una ola de protestas callejeras, en la que miles de personas se negaron a aceptar una reforma de la Carta Magna aprobada de manera dudosa y entre gallos y medianoche. Quemaron parte del edificio del Congreso y fueron reprimidos –un militante murió por disparos de bala–, pero finalmente la iniciativa fue abandonada.

 

Las soledad regional

Como Evo Morales, muchos líderes y analistas progresistas y de la centro-izquierda de la región lamentan el giro político que dieron muchos gobiernos sudamericanos y rememoran un pasado cuasi idealizado con dirigentes de izquierda y anti imperialistas, que rompían con las doctrinas políticas, económicas y culturales instaladas por las potencias occidentales. Sin embargo, esta presunta coherencia ideológica nunca fue tal, ni fronteras afuera ni fronteras adentro.

 

Los otrora gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner, de Lula y Rousseff, de Correa, de Chávez y de Mujica, todos impulsaron medidas contradictorias, especialmente puertas adentro, pero todos también supieron actuar como impulsores de la integración regional y mediadores en las crisis institucionales de los países vecinos, Especialmente, fueron rápidos para cerrar filas frente al avance de una potencia externa, como Estados Unidos.

 

A diferencia de Lenin Moreno o los gobiernos con posiciones más tibias, como el de Bachelet y el de Tabaré Vázquez, los ex líderes de Argentina, Brasil, Venezuela, Ecuador y Uruguay poseían un liderazgo que los hacía actuar proactivamente y no simplemente acompañando una relación de fuerzas regional, como sucede hoy. Por eso, el presidente boliviano se siente solo. Porque ya no tiene pares sudamericanos que estén listos para asumir un rol de liderazgo que choque con el de Washington y obligar, tanto a Maduro como a la oposición antichavista, a elegir la vía política por sobre la estrategia que privilegia la violencia y erosiona la credibilidad de las urnas.

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