En un país semicolonial, como la Argentina, entender la cuestión nacional evitará posicionamientos políticos desacertados. La batalla cultural e ideológica, algo postergado por muchos, es central para entender la correlación de fuerzas.
El empleo de categorías liberales para calificar a personajes y partidos políticos, deformación que, en general, acepta la mayoría de la dirigencia, es parte de la discusión ideológica que debemos darnos. Así, se habla en la Argentina de “centroderecha” y “centroizquierda”. Últimamente, un político mediático señalaba que “el centroderecha tiene problemas porque se halla dividido: allí están el PRO, la Coalición Cívica, el Radicalismo, el PJ disidente, el peronismo federal, el PJ, partidos provinciales, el Frente para la Victoria, los radicales K”, más un sector del Partido Socialista y diversas fuerzas prokirchneristas entre las cuales, supongo, incluye a los movimientos sociales, a la CGT y sectores de la CTA prokirchneristas, mientras él se asume como “la centroizquierda” que sería, parece, el SI, el grupo de Martín Sabbatella, Diálogo por Buenos Aires, Proyecto Sur, Libres del Sur y otro sector de la CTA y del Partido Socialista.
Utilizando las categorías del liberalismo conservador oligárquico no habría entonces “movimiento nacional”, ni fuerzas “nacionales y populares”, ni “nacionalismo revolucionario”, ni posición “nacional-democrática”, ni Izquierda Nacional. De este modo resulta que no existe en la Argentina una cuestión nacional y así retrocedemos a la alienación de las viejas izquierdas -Partido Socialista, Partido Comunista y el trotskismo autodenominado “clasista”- convertidas en alas izquierdas del régimen (1945, 1955, Mesa de Enlace Agropecuaria).
Ocurre, sin embargo, que la cuestión nacional recorre toda nuestra historia. Desde 1816, año en que nos declaramos independientes como “Provincias Unidas en Sudamérica”, nuestro país se dividió en dos sectores claramente identificables: por un lado, el bando colonial, que quería hacer Europa en América (libreimportación, endeudamiento externo, política antilatinoamericana, cultura europeizada) y que tuvo a Bernardino Rivadavia y Bartolomé Mitre por principales exponentes, y por otro, las fuerzas populares cuyo proyecto era crecer hacia adentro, mantener la soberanía e integrar la nación latinoamericana (José de San Martín, Manuel Dorrego, los caudillos federales, parcialmente Juan Manuel de Rosas -en la Vuelta de Obligado-, Ángel Vicente “El Chacho” Peñaloza y Felipe Varela). La cuestión nacional deslindaba las aguas, como las deslindó en el siglo XX entre el yrigoyenismo y “el contubernio regiminoso”, y luego el peronismo respecto a la Unión Democrática.
Esa cuestión nacional tenía -y tiene- un doble carácter: la defensa de la soberanía, que implica independencia económica y la consiguiente justicia social, y además, la comprensión de que la verdadera nación despedazada y a reconstruir es América Latina, segunda razón fundamental para ser antiimperialista frente al imperialismo -inglés o yanqui- cuya política balcanizadora significa “dividir para reinar” creando países dependientes, monoproductores, que mirasen hacia los océanos y no hacia adentro, “los veinte hermanos que vivían de espaldas”, como los calificó Methol Ferré o “la veintena de sardinas víctimas de la ferocidad del tiburón”, según el guatemalteco Juan José Arévalo.
Hoy está en el tapete de la historia latinoamericana, con mayor vigor que nunca, esa cuestión nacional en sus dos aspectos: autonomía frente a los imperios, unificación en la Patria Grande. Lo señalan tanto Hugo Chávez como Evo Morales, Rafael Correa, Fidel y Raúl Castro, Daniel Ortega, Ignacio Lula da Silva, Fernando Lugo, José “Pepe” Mujica y los que van a sumarse. Lo señala nuestro Gobierno cuando liquida las cuentas con el Fondo Monetario Internacional para que sus funcionarios no controlen oficinas en el Ministerio de Economía como en otros tiempos, ni nos impongan planes económicos, ni nos “monitoreen”, como ellos amablemente denominan a sus consejos mortíferos. Y lo expresa asimismo el UNASUR, como también el Banco del Sur más allá de las dificultades en su consolidación (no podía ser de otra manera porque el enemigo está al acecho en la IV Flota y desde sus bases en varios países).
Por esto creemos que una forma sin equívocos residiría en llamar a las cosas por su nombre: si hay algún sector, dirigente o partido que se considera “nacionalista revolucionario”, o “nacional y popular”, o de “izquierda nacional”, que rechace abiertamente la categoría de centroizquierda y que ponga las cartas sobre la mesa: el Consenso de Washington y los traidores nativos han destruido el Estado, nos han endeudado, nos han sumergido en la pobreza y la indigencia, han extranjerizado el aparato productivo a punto tal que entre las 500 empresas más vendedoras el 73 % son extranjeras, han oligopolizado los mercados y avanzado en el terreno financiero, al tiempo que han intentado vaciarnos culturalmente de nuestro pasado, nuestra historia. Además, nos han robado las palabras para que todo se confunda y en esa maniobra se complican quienes aceptan discutir en base a las categorías del enemigo.
Es necesario decir -y decirlo en alta voz- que en la América Latina despedazada y dependiente se asiste hoy, en la mayor parte de sus países, a un proceso de liberación y unificación, y que por ese camino hay que andar, aunque la correlación de fuerzas obligue en cada país, a darle a ese proceso un ritmo distinto, según las posibilidades del campo popular. Porque hay un campo popular y un campo antipopular (en este caso la palabra campo cumple dos funciones, como es obvio). Porque hay fuertes intereses contrapuestos y hay proyectos antagónicos y hay enemigos, como los hubo siempre, por eso nuestra historia está escrita con sangre.
Aquí están los pueblos buscando trabajosamente su camino. Y allá están los amigos del imperio, es decir de Monsanto, de la banca JP Morgan, del gran capital financiero aliados a las oligarquías vernáculas y a los grandes poderes mediáticos coloniales. Es preciso definir intereses, clases sociales, proyectos contrapuestos y no es posible sustentar una posición de inmaculada prescindencia en esa lucha. Por eso las palabras deben ser claras y contundentes. Porque de otro modo, uno se pregunta: si unos son centro izquierda y otros son centro derecha, ¿eso significa que sustantivamente son centro y adjetivamente son izquierda o derecha? Ello explicaría que se junten todos contra la propuesta nacional y popular del actual gobierno que resulta apoyada por los movimientos sociales y lo mejor de los gremios. ¿Ello explica que el 3 de diciembre se hayan abrazado dirigentes de “centroizquierda” con dirigentes gorilas de la Coalición Cívica para dar nacimiento al “Grupo A”, o que supuestos revolucionarios hayan favorecido el triunfo del “centroderecha” en la discusión de la resolución 125?
Llegado este punto, nos preguntamos, entonces, con grave preocupación, si no se trata solamente del uso de categorías sino de la vieja entente entre derechas e izquierdas que derrumbó a Hipólito Yrigoyen en el ’30 y a Juan Domingo Perón en el ’55.
Otra fábula que viene también desde la derecha: la política es una cuestión de gestión. Es decir, la política no dirimiría intereses contrapuestos en la sociedad sino que sólo administra, gestiona.
Sobre esta cuestión podríamos decir mucho, pero Mauricio Macri ya lo ha dicho todo. “Está bueno Buenos Aires” gestionado por un empresario, decían en la campaña, pero el proyecto verdadero ha quedado al desnudo: para ellos, está bueno con el Jorge “Fino” Palacios, con Abel Posse, con Ciro James, con los grupos de choque expulsando a los pobres de las villas y las calles, o la gran revolución macrista: la enseñanza del inglés en los colegios primarios a chicos que todavía no saben castellano… ¡Qué mejor lección de política para quienes cometieron el error de votarlo!
Claro que así se aprende sufriendo demasiado, cuando se habrían evitado tantos dolores si los periodistas en serio y los políticos en serio, hubieran forzado la definición de los proyectos ocultos, polemizando sobre las grandes cuestiones y no sobre un bache más o menos. Y para eso hay que obligarlos a definirse claramente sobre el pasado y el presente, que es definirse sobre el futuro.
Hoy, las medidas adoptadas por el Gobierno de Cristina Fernández -inclusive los intentos frustrados como el de la 125- señalan un camino de vocación nacional y popular -especialmente en los últimos meses- que deslinda claramente las aguas respecto a una oposición virulenta que intenta la desestabilización para volver al pasado, apelando a políticos que son la reencarnación de Fernando De la Rúa y de Carlos Saúl Menem -que se ha convertido en la gran estrella del Senado y los legisladores de la oposición lo invitan contentos- con las banderas gastadas de la defensa de las instituciones y la moralina chiquita que denuncia una coima al precio de ocultar el robo grande de la entrega del país (la Banelco del 2000 es el mejor ejemplo). En este terreno nos paramos y lo hacemos con las palabras que corresponden: liberación nacional, unión latinoamericana, antiimperialismo, socialismo del siglo XXI.