¿Qué hacemos con esos negros de mierda?

Tras 25 años ininterrumpidos de democracia, amplios bolsones de marginados amenazan a la ciudad blanca mientras los opulentos se refugian en barrios cerrados y autosuficientes. Las eventuales víctimas de la violencia social no advierten que sus victimarios también padecen inseguridades de todo tipo. La eliminación de la exclusión debería ser la política pública principal.

La portación de cara es una vieja cuestión en la Argentina. Podrán borrarse del vocabulario las palabras que discriminan, pero eso no eliminará las conductas sociales discriminatorias, cuyo tratamiento requiere mucho más que consignas publicitarias ligeras.

De 20 ó 30 años a esta parte, amplios bolsones de exclusión amenazan a la ciudad blanca mientras los opulentos se refugian en barrios cerrados y autosuficientes (con sus propios shoppings, escuelas, universidades), vigilados por ejércitos privados, y conectados con las islas financieras mediante las autopistas de alta velocidad.

Es en los territorios caóticos intermedios donde se ven los síntomas más crueles de la violencia social originada en una muy desigual distribución de la propiedad. Al cronificarse la situación por el paso de los años y profundizarse las políticas que producen y reproducen la expulsión social, existen hoy varios millones de personas que van por una tercera generación carente de todo, incluso de los hábitos sociales. Cinco millones de ellas viven, hoy, con 4 pesos diarios.

Desvinculados

Las calles de la ciudad, destituidas de su condición pública, convertidas en caminos de conexión entre el consumidor y el mercado, se vuelven un no-lugar amenazante porque no hay sustituto privado del espacio público.

En la violencia social, unos individuos intimidantes, con la subjetividad destruida por estar despojados de todo significante social, quieren apropiarse violentamente de lo que pertenece a otros. Pero los poseedores ya no son los ciudadanos ligados por el significante del Estado-Nación como metainstitución otorgante de sentido, sino individuos enlazados por circuitos y relaciones ligeras, precarizadas y mercantilizadas.

Los medios de comunicación resignifican la realidad y la crean. Como bien señalaba ZOOM en la anterior edición, durante los 100 días de enfrentamiento con “el campo” no hubo inseguridad, desapareció la amenaza. Acabado el problema, Buenos Aires vuelve a parecerse a Beirut.

Los cortes de ruta eran inseguridad, la de unos individuos que tomaban la ley en sus manos y amenazaban con dejar a las ciudades sin alimentos, sin agua, sin insumos para trabajar ni transporte, fueron resignificados como “legítima protesta”.

Víctimas y victimarios

Se intenta reducir la discusión a la edad de imputabilidad, institutos más confortables, mayor patrullaje, prevención policial. El tema, tratado así, no se resolverá nunca. Las eventuales víctimas de la violencia social no advierten que sus victimarios también padecen inseguridad. Desde la alimentaria, pasando por una larga lista, hasta la de ser carne de cañón de la corrupción policial que los usa y luego los elimina. Nadie puede ser ciego a esta realidad.

El gobierno debería tomar la eliminación de la exclusión como política pública principal, lo que ni siquiera requeriría una redistribución traumática y violenta del ingreso en perjuicio de los que más tienen.

Eso lo entroncaría más fuertemente con lo que parecen sus fuentes doctrinarias, el peronismo fundacional, cuya razón de ser y sentido fue integrar a la sociedad argentina, incorporando a las clases populares. En las últimas décadas, y en especial durante los ‘90, y con la complicidad de la totalidad de la clase política, un sector importante de esas clases populares fueron des-incorporadas de la sociedad, quedaron afuera. El ejecutor principal de esa exclusión masiva fue el PJ, arrendado por el poder económico antinacional a través del menemismo. Y no es que olvidemos a las cúpulas militares ni a la Alianza: uno puede esperar un mazazo en la nuca del adversario, nunca del hermano, el amigo o del padre. Las múltiples derivaciones de este hecho sin vueltas, por el momento no sirven para entender cómo debería transformarse esa realidad, que es la única finalidad de la política.

El peronismo fundacional lo había hecho apoyado en dos patas: una herramienta, el Estado, que aseguraba la vigencia de los derechos sociales; y una organización popular, la Fundación Eva Perón, que proveía las necesidades básicas urgentes, de aquí y ahora.

Políticas integrales

Con la entronización del hombre consumidor, los actores de esta violencia social sobreviven en un medio que por un lado les niega todo futuro, y por otro los conmina a ser mediante el consumo y la propiedad de cosas que identifican. Hay mujeres y niñas que se prostituyen en las calles de las ciudades, no para no ir descalzas, sino para comprarse las zapatillas caras que se venden en los shoppings, o juntar los $250 para el recital de Madonna.

La sociedad argentina cambió. Y también el capitalismo. Pero no existe ningún argumento valedero como para seguir postergando la satisfacción de una urgente necesidad social que no alteraría el modelo macroeconómico.

Esa política pública debe tener una concepción y conducción centralizada, ejecución descentralizada, con planes de trabajo, vivienda, educación, salud y seguridad realizados por cuadros sociales adiestrados por el Estado y emergentes de esas misma realidad social. Hoy en día, coexisten cientos de programas focalizados y microcréditos, muchas veces asociados a (y financiados y diseñados por) organismos multilaterales de crédito, cuya concepción suele estar divorciada del interés nacional, y que tampoco están conducidos con una estrategia centralizada ni suman a un perfil productivo nacional.

La trampa que se abre a esta decisión sería privatizar esa política, derivándola en ONG’s y fundaciones. Esa política pública está resultando más importante y necesaria que la recuperación de determinadas empresas privatizadas durante los ‘90, cuyo rol en el capitalismo actual no es similar al que tenían en la época de su creación.

Los resultados no se verán de la noche a la mañana. Quizás hagan falta veinte o treinta años que deben transcurrir sin urgencias electoralistas, como si fuera una Misión Nacional. Aunque se intente diferenciar entre la no-represión de la protesta social y esta forma individual de violencia, la alternativa que queda es meter bala o recurrir a una bomba neutrónica.

Si encarara este plan, vital más que estratégico, el gobierno se relacionaría en serio con sus lejanas fuentes doctrinarias.

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