Puntos de quiebre

En torno a los “discursos de odio”: radicalización de las derechas y polarización política.

Por Sergio Morresi* y Martín Vicente**

Recientemente, y potenciada por el terrible intento de magnicidio sobre la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner, la idea de “discursos de odio” pasó a primer plano. Los diversos debates y polémicas que se suscitaron en torno a esa categoría cruzaron de modo muchas veces desarticulado una serie de puntos que, aun relacionados, merecen ser tratados por separado: la radicalización de las derechas, las transformaciones en el espacio público y la propia entidad de los “discursos de odio”. Analizar la cuestión de esta manera permite mostrar la relevancia que tiene reconstruir la esfera pública como ámbito político democrático.

1-El rostro de las derechas argentinas, en consonancia con cambios de nivel internacional que van de Brasil a Estados Unidos y de Hungría a la India, se viene transformando con celeridad durante los últimos años. La centralidad de un perfil neoliberal e institucionalista que podía combinar las apelaciones a la “nueva política” con los ejes de las tradición liberal-conservadora y a la vez sostener políticas culturales amplias fue cediendo terreno a sectores en los que el neoliberalismo aparece como libertarianismo y se acopla con posturas xenófobas, ultramontanas y reaccionarias.
En el caso argentino, el fenómeno fue coincidente con una marcada dinámica de polarización, entendida como proceso por el cual los polos que articulan la centralidad política se alejan el uno del otro y a la vez se cierran sobre sí mismos. Se trata de dos procesos que no están del todo separados, pero que tampoco se subsumen el uno en el otro. La polarización (simétrica o asimétrica) es una cosa; la radicalización de las derechas otra distinta que creció, justamente, montándose sobre el fenómeno que ya se volvió corriente llamar “la grieta”.
En la dinámica de distanciamiento y encierro de la polarización aparece una reiterada tendencia a observar la historia y la coyuntura de modos simplistas, en el sentido de que los problemas públicos, las trayectorias personales y las ideas en debate parecen poder explicarse como el resultado de las acciones de unos otros que desde tiempos sempiternos repiten una y otra vez un comportamiento deleznable que solo cambia de instrumento o de ropaje. En la lógica democrática engrietada, se falla en ver los cambios en el campo de las derechas, por lo que en ciertas ocasiones, incluso, la radicalización derechista, que es real y preocupante, queda subsumida en un cliché, como si se tratara de la derecha argentina “de siempre” que hoy hace un uso instrumental de los “discursos de odio”.
Esa idea circula en los últimos años, poco atenta a la historia y las transformaciones del espacio de las derechas, ganando sin embargo un sitio fuerte en la discusión pública: la identificación entre dos procesos distintos como son la radicalización de las derechas y el sitio social de los “discursos de odio”, más allá de sus momentos de articulación. Que esa explicación se haga corriente, también es parte de un efecto de circulación pública problemático. Ante eso, la lógica del espacio público democrático debe ser vista con lentes muy diferentes a los dominantes a lo largo del siglo XX e incluso más allá de ciertos ejes que se impusieron como dominantes en las agendas de los últimos años, a fin de una mayor contextualización.

2-Entre finales de los años ‘80 y mediados de los ‘90, varios autores coincidieron en que el formato del espacio público dominante en las décadas centrales del siglo XX estaba en proceso de transformación, impactando las relaciones entre economía, sociedad, cultura y política. Desde la popularización de internet en los últimos años de aquella década, los cambios se aceleraron de manera vertiginosa, en un cruce entre novedades tecnológicas, nuevos usos comunicacionales e impacto en la vida pública. Esta aparece cada vez más atravesada por la caída de barreras con la privada, conllevando con ello una transformación en los modos de expresión.
Sobre este último punto, un aspecto central del fenómeno de polarización en sociedades caracterizadas por la reconfiguración de los medios de comunicación es la progresiva transformación de las rutinas mediáticas en momentos de ampliación de la influencia digital. Del periodismo profesional de agenda universalista que se impuso a principios del siglo XX, los cambios tecnológicos fueron llevando a la reformulación de los discursos periodísticos hacia tendencias afincadas en la representación de minorías intensas, lo que implicó una redundancia de mensajes entre emisores y receptores y una mayor participación de estos últimos en los contenidos. Primero la televisión por cable, luego la multiplicación de señales de radio en modo reticular, posteriormente la competencia con los medios de comunicación digitales y las redes sociales, trajeron consigo un cambio en las dinámicas mediáticas. Ello redundó en cambios positivos como una agenda más cercana al día a día de las sociedades o la apertura a voces heterogéneas, pero también puntos negativos y en extremo preocupantes, como una pérdida de profundidad en los análisis en favor de la inmediatez y la identificación maniquea de propios y réprobos por medio de un lenguaje que pasó de lo polémico a lo ríspido y de allí a la agresión rutinizada.
La hibridación entre lo público y lo privado, expuesta en el cruce entre medios tradicionales y recursos digitales, fue dando paso a formatos donde las lógicas de la conversación cerrada y la formación de un nosotros identitario encontraron en periodistas y audiencias polos muchas veces intercambiables de un diálogo que se fue haciendo monótono y monista. En ese sentido, el lenguaje altisonante y la imaginería reiterativa parecieron devolver el espacio público a la lógica facciosa que, a fines del siglo XIX, caracterizó la etapa previa a la profesionalización periodística, pero con la aceleración y cuasi ubicuidad de las tecnologías actuales. En ese contexto, la actual apelación genérica y vaporosa a los “discursos de odio” cobró en los últimos tiempos notoriedad y se reformuló tras el ominoso atentado a la vicepresidenta, pero como se pudo apreciar a las pocas horas del hecho, lo hizo por medio de formatos que amenazan ahondar una posible reiteración cíclica y estereotipada del problema.

3-Buena parte de la normativa internacional y de la bibliografía especializada entienden a los discursos de odio como expresiones usadas para acosar, perseguir, segregar, justificar la violencia o la privación del ejercicio de derechos, generando un ambiente de intolerancia que incentiva la discriminación, la hostilidad o los ataques violentos a personas o grupos que se encuentran en desventaja (disidentes, vulnerables, migrantes) y son identificados como amenazas a un orden (o responsables por su pérdida o falta de concreción).
El problema es que Argentina es, tanto en un sentido histórico concreto como en un sentido simbólico y metafórico que es el que nos importa resaltar aquí, una sociedad de víctimas. Incluso sectores bien organizados, con representantes en los poderes del Estado que gobernaron el país durante años se sienten vulnerables y en desventaja frente a un otro que asumen como pura voluntad de dominio, que los estigmatiza y les impide ejercer sus derechos.
Para voces diversas dentro del peronismo (cuyo tamaño o visibilidad ha sido variable), ese otro está constituido por el liberalismo, al que asumen no solo como una doctrina o una tradición política, sino como una serie de principios que revisten o enmascaran intereses materiales concretos de minorías mezquinas con una lógica de poder opresiva y contraria a la inclusión de los sectores populares. Un liberalismo que puede incluir a expresiones de izquierda (cosmopolita y antipopular y que en su ceguera “le hace el juego a la derecha”) pero que cobra cuerpo en una oligarquía, un poder fáctico, que, por añadidura, es visto como genuflexo ante poderes extranjeros y divisor del ser nacional y los auténticos intereses del pueblo.
Por otro lado, para algunos opositores al peronismo (nuevamente, con intensidad oscilante), el otro está constituido por el “populismo”, un vocablo en el que amalgaman desde la demagogia hasta el jacobinismo y desde el fascismo hasta el comunismo. Un populismo que aparece como actor corpóreo antes que como una lógica y constituye un impedimento al ejercicio de derechos civiles básicos como la propiedad privada o la libre expresión, atropellando en la misma operación los principios republicanos y retardando el progreso sociocultural.
Para los actores arquetípicos de estos sectores (grupos limitados dentro de colectivos enormes, pero cuya agudización es un síntoma preocupante), lo que para el de enfrente es mera expresión de su identidad aparece como amenaza existencial y por lo tanto un “discurso de odio” que se contrapone a una autonarrativa que se supone racional y comprensible. Es odio un inflable con una caricatura de la vicepresidenta presa, pero no lo es quemar a un muñeco con la efigie de un presidente neoliberal. Al revés: es odio referirse al otro como representante de la dictadura pero no lo es decir que el peronismo es fascismo. Partir a la sociedad en dos (“ellos o nosotros”) puede ser odio o no serlo, dependiendo de quién lo enuncie: deja de ser un problema de visiones para ser uno de personajes
Pero, además, desde las voces más ásperas de esos espacios se insiste en la reprobación de quienes se resisten a alinearse: como en la figura bíblica del Dios que vomita a los tibios, el señalamiento otrora irónico sobre el espacio equidistante e inexistente de “Corea del Centro” dio paso en estos días a acusaciones sobre cultores (conscientes o inconscientes) de una nueva teoría de los dos demonios. La polarización identitaria avanza, así, hacia una moralización de los asuntos políticos que angosta el espacio para el debate, la polémica o el disenso.

4-El estado de polarización y saturación identitaria que presentamos en el tramo previo debe ser visto con alarma en momentos en que las derechas se han radicalizado y el tablero mediático y digital de los debates públicos expresa saturación en su redundancia. Por un lado, porque desde posiciones progresistas, la identificación entre derecha y odio es problemática. Por el otro, porque ante un escenario ya polarizado y con las derechas radicalizadas creciendo, el intento de magnicidio nos puso, como sociedad, frente al abismo. Y las reacciones de algunos dirigentes, en lugar de alejarnos de allí, parecen habernos empujado un poco más: en ese sentido, la falta de condena de la presidenta del principal partido opositor y del legislador más visible del movimiento que se presenta como “libertario” preocupan tanto como no sorprenden.
El contexto agudo no implica que Argentina no pueda, como hacen muchos países, acordar políticamente qué tipo de expresiones públicas quedan fuera de la dinámica democrática. Por el contrario, eso es una parte central de la democracia. Pero llegar a esos acuerdos se torna imposible, como vemos reiteradamente, si sobre la mesa las balanzas miden los “discursos del odio” del otro y se escamotean los propios: “fue solo un exabrupto”, “no es representativo”, “se sobreinterpretó con mala fe”, “no se puede comparar”, como marcaron literalmente ciertas frases en estos días. Un diagnóstico faccioso es, entonces, tan peligroso como uno generalista, ya que son modos diferentes de encastrarse con el maniqueísmo que colaboró con esta situación.
La tarea política consiste, antes bien, en reunir no solo a los sectores progresistas y a los segmentos nacional-populares en contra de esas manifestaciones, sino en sumar a ellos a los actores de la centro-derecha que no han sucumbido a la radicalización de su propio campo. No debe verse en esta idea un llamado a posiciones moderantistas, a ceder objetivos o arriar banderas: es, empero, una apuesta a reconstituir la esfera pública con sus debates, polémicas y conflictos, asumiendo su carácter agonal. Insistir sobre acuerdos no es desconocer conflictos: un proceso de acuerdo político se da, necesariamente, entre quienes discrepan profundamente. E implica al mismo tiempo capacidad de conducción política para marginalizar actores, ideas y modos de expresión que comploten contra el espacio común, sean dirigentes, militantes o referentes intelectuales; sean de primera línea o satelitales. No es una paradoja en política: cercar el campo común es ampliar la capacidad de acción democrática.
Lejos de implicar una dinámica agonal productiva, la polarización actual impide no sólo avanzar en asegurar la ampliación de derechos, sino que también obtura el debate sobre cuestiones materiales y simbólicas en un país gravemente desigualado. Que un uso laxo de la idea de “discursos de odio” se coloque en el centro de la escena augura la profundización de una dinámica que asentó una sociedad paulatinamente más desigual y una dinámica política circular y estéril, que acaba de entregar una escena ominosa y liminar.


*Investigador del CONICET con sede en la Universidad Nacional del Litoral, donde es docente.
**Investigador del CONICET en la Universidad Nacional del Centro de la provincia de Buenos Aires y docente de la Universidad Nacional de Mar del Plata.

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