Foto: Socompa.info (Rafael Calviño)
Por Nicolás Moretti
“Este texto ya no es tuyo, es nuestro, porque vuelan, no hay jaula para los textos”, me tiró
Juan en mi primera lectura de una crónica de la que me sentía orgulloso. El tema lo atrajo:
un óptico perdido en el sur del conurbano, científico, profesor de cine, socialista y colimba
el 16 de junio del 55. Agarró mis páginas, su birome rojo (“si no es en rojo no se corrige”) y
procedió a mutilarla, párrafo por párrafo.
Al final, con una expresión de auténtico interés, los ojos apretados, tiró una pregunta
tremenda cuya respuesta aún no encuentro: “¿Qué querés contar?”.
Eso ocurría en el corazón de Recoleta, viernes por medio a la noche, en un horario que te
cortaba al medio cualquier plan posterior, pero que seducía con un postre imperdible:
vino y un porro que giraba entre lxs miembros del taller y, si tenías suerte, el backstage de
su próxima contratapa. Alucinaba con historias “menores”, con detalles ridículos de
personas comunes y corrientes a las que trataba con el respeto de los grandes,
incitándolas a que agarren un libro de Sandor Márai sin más bagaje cultural que las ganas
de pasarla bien.
¿Habrá alguna manera de hablar de Juan sin que nos lleve a nuestra propia experiencia
con él? No lo sé. Lo que sí sé es que es algo que no puedo eludir, porque es esa experiencia
con él la que acaricia esta hora tan espesa.
El caso es que otra vez es viernes. Juan me cita quince minutos antes del comienzo de esas
tertulias al revés que eran sus talleres, cuando todavía la tribu que lo conformaba —los
tallerines, como le gustaba nombrarnos— estaba en camino. Me pregunta qué fue lo
último que había leído. Le contesto en modo “estoy rindiendo un oral” y me corta en seco:
“Está bien, tampoco seas solemne cuando hables de Fabián Casas”. Me invita a relajarme y
a ser cruel cuando haya que hablar de un texto ajeno. A propósito del (gran) trabajo de una
compañera digo que nunca leí a Salinger, pero Juan no escucha (tampoco me mira, era de
mirarte poco). Cuando me estoy por ir, me dice “lee esto; en quince días me lo traes”. Es El
guardián entre el centeno. Primera sesión. Guau.
En estos días horribles me puse a buscar correos que intercambiamos, es decir, a buscarlo,
y allí estaba, tan Forn. “Leé y escribí en serio, dos horas al día, todos los días”. Ahí está
Juan, con un rubor sincero, para decir gracias porque leí su contratapa de los viernes. Forn
me agradecía haberlo leído, ¿me seguís? (Riquelme agradeciéndole a uno de la popular por
ir a la cancha).
Si faltabas a la cita, un mail era el religioso camino que elegía para preguntarte cómo
estabas. Hablarle de un autor o de un libro que no conocía, era suficiente para que te
devuelva la luz de su mirada, con el entusiasmo de las primeras veces de todas las cosas.
No hay contabilidad posible para lo que hemos perdido en estos quinces meses. Me pasaré
muchos viernes de aquí en más dando vuelta el Página, en ese ejercicio automático que era
buscarlo a Juan, otra vez, recién nacido, para comprobar que lo había hecho de nuevo, que
había otro apellido a consultar, otro libro que ir a buscar para tenerlo en la mano y leerlo
inmediatamente, o algún día, para darle la razón, como siempre.
No habrá una sola vez en que mirar la biblioteca no sea pensar en su axioma invencible:
que no habíamos leído dos de cada tres libros de los que están allí. Voy a encontrarlo en las
correcciones de su puño y de su alma, que todavía están en mis papeles marcando por
dónde es el camino. Su estrella era mi lujo.
Juan querido, tu pregunta vuelva puntual e impiadosa… ¿qué quiero contar? Es que narrar
era lo tuyo, maestro. ¿Será lo mío, alguna vez?
Por ahora esto, compañero, estas sílabas negras, volando de su jaula, para abrazarte donde
quiera que hayas ido.