CENTEYA
Antes que fuera todo trastocado e invadido con canteros bizarros, antes que muchas edificaciones emblemáticas fueran derruidas para implantar moles vidriadas y que a partir de cierta hora la mitad de la calle se peatonalice para alentar el consumo de aquellos que, creen vivir en una modernidad -donde todo se trata de gente reunida para sacarse fotos y enviarlas a aquellos que no acudieron al encuentro-, la calle Corrientes tuvo una vida donde la humanidad fluía con otras intensidades.
Un incierto mediodía de un otoño porteño, compartía un café con leche en La Martona de Corrientes y Paraná, con un tipo al que todos llamaban Dustin, por su parecido con el Dustin Hoffman de Perdidos en la Noche. Tenía los ojos saltones y una mirada acuosa, que ayudaba bastante a su carácter histriónico, forjado con frases irónicas y a veces despreciativas. En algún momento del encuentro, pasaron delante de nuestros ojos dos hombres con expresión afligida, llevando una cama de metal, no sin cierta trabajosidad, debido al paso de peatones presurosos. Al verlos, Dustin exclamó como si ante su vista pasara un fantasma: “¡Julián Centeya!”
-¿Estás seguro?
-Sí, el mismo. ¿Leíste sus poemas?
-No.
Ese detalle, hizo que Dustin –el cual en realidad se llamaba Alfredo- me mirara con despreció y me dijera.
-¡Flaco, cómo circulas por Corrientes, sin haber leído a Julián Centeya!
Tuve la suerte días después de encontrar un ejemplar de la Musa del Barro, en una librería de viejo en Avenida de Mayo. Devoré el libro de poemas anarcos y mistongos en la London y enfilé de nuevo para el centro. Justo al pasar por La Giralda, veo al mismo Julián Centeya, tomando un café y una copita de ginebra, tímidamente me acerqué con el libro en la mano y le dije:
-Maestro, encontré su libro, siento mucha admiración por usted.
Su rostro como cortado a hachazos, se encendió con su mirada bravía y me dijo:
-Pibe, vos lo que tenés es hambre. ¿Querés un sándwiche?
No sin cierta pesadumbre emprendí la retirada y le cedí el paso al paso al tanguero y actor, Tito Luziardo, que vivía en la otra cuadra.
BIBLIÓFILO
J. A. García Martínez era un hombre poco agraciado, petiso, regordete, de piel rosácea y una calva que trataba de disimular infructuosamente, con un ramillete de pelos canosos que le crecían al costado de las sienes; para coronar esos infortunios estéticos también padecía un tic nervioso, por el cual sacaba constantemente la lengua. Pero más allá de esas cuestiones físicas, era un declarado falangista, admirador de Primo de Rivera. A esta posición política le añadía el ser crítico de arte, Eudeba había publicado algunos de sus ensayos, entre ellos Arte y Pensamiento en el Siglo XX y otro dedicado al arte en tiempos de Sarmiento. Además, era jefe de redacción del diario Crónica.
Trabé amistad con él, porque además era bibliófilo. Gracias a Dardo el Santiagueño le vendí en una ocasión la primera edición de En los tiempos de Clemente Collins, del genial reaccionario Felisberto Hernández. En otra, La Historia del Perú escrita y traducida al francés por Garcilaso de la Vega, editada en Ámsterdam en 1645. Era un conversador nato, y si uno entraba solo al La Paz se hacía el ocupado, cosa que cambiaba si uno entraba acompañado por alguna mujer. Entonces, García Martínez te llamaba por cualquier excusa, te invitaba a su mesa y se convertía en un hombre pródigo que corría con todos los gastos, con el único propósito de seducir a la dama en cuestión. Para tal fin, no hesitaba en hacer gala de su erudición y su billetera. Algunos lo querían y otros lo despreciaban, entre los primeros se encontraba Fernando García, hijo de Germán, que había encontrado un aliado de fierro en la descabellada empresa de destruir culturalmente a la generación de su padre.
Más allá de todas estas cosas, hablamos de un hombre del bar La Paz y de la calle Corrientes. Y si algunos tienen la suerte de morir como han vivido, García Martínez está entre ellos. Cierta noche, luego de conversar con dos bailarinas de un teatro de revistas, con las cuales había arreglado un encuentro amatorio, se tomó algunos wiskis y antes de emprender la retirada, se levantó para ir al baño. En ese sitio de tibieza olorosa a naftalina, un infartó lo tumbó en el pisó y allí murió, con la lengua afuera y el brazo alzado como si saludara a su admirado homónimo, José Antonio. ¿Las chicas? Las chicas se perdieron en la noche.
NOCHE
Aquel viernes, no fue un viernes más, con Julio El Arquitecto, nos enteramos de la muerte de Carlos Sastre, quien escribía poemas horrendos, con la intención de convertirse en un poeta maldito, al modo de Osvaldo Lamborghini. Alguien, o el mismo, le habían publicado un libro y una noche embriagado, después de beber una botella de grapa Chizotti, se decidió y mientras conversaba con su novia por teléfono, se mandó un frasco entero de Valium. Lamentablemente para él, el suicidio no atrajo la atención sobre su escasa obra, pero muchos se indignaron por cómo lo había llevado a la práctica.
Fue así que decidimos dejar de lado el hecho infortunado y partimos hacia La Verdulería. Las noches de La Verdulería eran esplendorosas. Se bebía, se fumaba marihuana y a hurtadillas se jalaba cocaína, todos soñábamos con bailar y levantarnos a la sensual Eda Bustamante, después de escuchar el revulsivo monólogo de Enrique Simms y de embelesarnos con las piernas de la milonguera Raquel Tella. Por el camino se nos sumaron el loco de Héctor Arias y un estrambótico psicoanalista portorriqueño, con el que Julio El Arquitecto no hacía buenas migas. Entramos a La Verdulería, en el momento exacto en el que Simms iba a comenzar su monólogo, pero decidió no hacerlo hasta que se retirara Héctor Arias, con el cual mantenía una inquina desde tiempos de la lejana adolescencia. Héctor se escondió en la multitud y al terminar Enrique su actuación, se abrió paso hasta llegar el escenario, donde se subió y sin escrúpulo alguno se bajó los pantalones al tiempo que lo provocaba a Simms. Algunos lo aplaudían y otros lo reprobaban, el ambiente se caldeaba a ritmo acelerado, fue en esos momentos que el portorriqueño dijo:
-Estas cosas suceden porque en Buenos Aires se practica un psicoanálisis de bolsillo.
Ese comentario ofuscó a Julio el Arquitecto, quien le dijo:
-¡Qué decís, pelotudo, acá nació Oscar Massota, tené un poco de respeto!
Y acto seguido le estampó un zurdazo en la cara, la reyerta continuó en el adoquinado del por entonces llamado pasaje Rauch, rebautizado hoy en Enrique Santos Discepolo, pero sin los adoquines como escenario, donde se mezclaban el arte con el deporte.
ESCRITORES
Esa tarde, Miguel Briante había asistido a una reunión del Partido Intransigente. Las figuras de Luder y Bittel no lo atraían en lo más mínimo y presagiaba la derrota del peronismo en las urnas, por primera vez en la historia. Una vez terminada la reunión, con algunos acompañantes partidarios se fueron a tomar unos wiskis. Briante era de largo aguante y en determinado momento se convirtió en el único bebedor de la rueda. Ante esa circunstancia, decidió caminar las pocas cuadras de distancias que lo separaban del bar la Paz, iba tranquilamente por la vereda del Teatro San Martín, cuando de pronto lo frenó un patrullero de la Quinta. Después de pedirle los documentos y ante la negativa de dárselos, comenzó una lucha a brazo partido con unos de los polis, para intentar escapar de la situación. Algunos transeúntes se pararon a mirar e insultaban a la cana. En esa contingencia, apareció Patán Ragendorfer, quien intentó impedir que Briante fuera subido al patrullero, arriesgándose él también en ir a parar a la comisaría. La refriega se continuó durante unos minutos cargados de tensión y todo se disipó cuando al fin la yuta pudo subir a Briante al patrullero. Cargado de bronca e impotencia, Ragendorfer cruzó la calle y entró al La Paz, en una de las mesas del medio, Dorio, Di Paola y Fogwill conversaban tranquilamente, al verlos Ragendorfer les dijo:
-¡La cana se acaba de llevar preso a Briante!
Fogwill, lo miró con frialdad y le respondió:
-El comisario se la tiene jurada por ser muy mal escritor.
Unas horas después, el diputado Rabanaque Caballero, se apersonó en la comisaría y Miguel Briante pudo llegar al La Paz como se lo había propuesto.
LOS 90
En esos años la desolación se adueñó de la calle Corrientes. Una horda de mendicantes asolaba las veredas con la mirada perdida. Mientras caminaban aletargados entre las hojas de diarios viejos arremolinados por el viento, algunos eran viejos conocidos cuyas vidas eran atravesadas por los aullidos de los esplendores de los viejos tiempos. Aquellos que habían zafado de los tormentos de la dictadura y sobrevivido como se pudiera, ahora sucumbían estigmatizados por el SIDA.
Una tarde, mientras caminaba con la sensación de hacerlo entre fantasmas y todo indicaba que lo mejor era alejarse, al mirar hacía al interior del bar La Paz, en una de las mesas contra los ventanales que daban a Montevideo, los vi a Di Paola, a Ricardo Barreiro y a Pajarito Zaguri, sentados ahí. Sacudí la cabeza para confirmar que estaba despierto y entré para sumarme a ese grupo que bien podría estar en el campo de los sueños. A Di Paola lo conocía desde los tiempos de la editorial Abril y fue quien me hizo descubrir a Gombrowicz, con El Monito Barreiro compartimos algunas correrías juveniles y trabajamos juntos en la redacción de Sex Humor, con Pajarito nos unía la pasión por los tangos de Discepolo y sus blues arrabaleros. Di Paola, ya no vivía en Buenos Aires y llevaba una vida de apacible desorden en Tandil, donde habían tenido ciertos problemas con las autoridades de la Universidad de Tandil, junto con el dibujante de historietas, Gabriel Cagliolo. Barreiro padecía la falta de trabajo y solo publicaba en Europa. Pajarito Zaguri deambulaba con su guitarra por los bodegones de San Telmo y La Boca, aunque a veces recalaba en el Samovar de Rasputín, en ese mismo barrio.
Después de varios cafés y unas ginebras, casi al caer la noche, nos disgregamos en rumbos dispares. Esa, fue tal vez la última mesa compartida en el bar La Paz. Después, todo se tiño de estrago y melancolía.