CHIVATO. Una incierta tarde, en la cual me encontré con el urbanista Fredy Garay por San Telmo, me comentó su sorpresa al visitar Misiones por primera vez en su vida. Una de las cosas que le habían llamado la atención en su visita fue la presencia del monte siempre verde, tanto en los pueblos como en las ciudades. Su apreciación no era errónea, si visitamos grandes centros urbanos como Posadas y Oberá, lo selvático a pesar de los edificios, las calles y las avenidas, de pronto nos sorprende a la vuelta de la esquina, ya sea en una plaza, un parque o en el patio de una casa, donde uno se encuentra con las más diversas variedades de árboles y plantas. Es como si la naturaleza nos dijera, que allí está, agazapada y brotando una vez más en ese lugar donde fue abatida.
Distinta es la visión en los pueblos chicos, donde los caseríos se ven más como incrustaciones en el medio de los montes de lapachos, ingás, guayabas y mangos, por nombrar algunas especies. Y si avanzamos por cualquier ruta, durante los meses de primavera, nuestra mirada se llena de rojos, amarillos, rosas y blancos resplandecientes de los árboles florecidos. Entre toda esa paleta multicolor sobresale un árbol majestuoso, con las hojas de un verde brillante, vivo y con sus flores rojas encendidas. Se trata del chivato (Delonix Regia) un árbol de la familia de las Fabáceas, que por su aspecto puede ser confundido por un árbol nativo, pero no lo es. Entonces, nos preguntamos de dónde es el chivato. Pues bien, el chivato o framboyán, es oriundo de Madagascar y fue introducido por inmigrantes vascos a fines del siglo XVIII, en la provincia. Ya en 1890 cuando el ingeniero Francisco Basaldúa, por encargo de Carlos Pellegrini realiza un relevamiento científico en los esteros del Iberá y en la cuenca del Alto Paraná, descubre también la presencia un gran proliferación de apellidos vascos, paisanos suyos poblando las costas y, para su sorpresa, ejemplares de Delonix Regia, esto lo lleva a decir: “Si se permitiera cambiar las nomenclatura de los ríos, el río Paraná debería llamarse río de los vascos”.
Grandes navegantes, los vascuences, desde las costas cantábricas salieron a recorrer el mundo, a veces con fines no tan loables como la colonización de América. Más allá de esto, los vascos introdujeron el framboyán africano en su país y lo llamaron chivato, ya que con sus ramas construían corrales para las chivas, y desde la tierra de Euskadi lo trajeron a Misiones, donde por cuestiones climáticas nunca criaron cabras, pero sembraron las semillas de ese árbol con su historia migrante detrás, una historia migrante, igual a la del mismo ser humano.
TUNG. En un día ya lejano, mientras visitaba las ruinas jesuíticas de San Ignacio, al salir de ellas, me llamó la atención un árbol de no mucha altura pero si de una gran copa y con flores de un blanco nacarado plantado en un jardín. Le pregunté a la dueña de casa, que en ese momento baldeaba la vereda, de qué árbol se trataba, su lacónica respuesta fue: “Es un tung”. Al mencionado arbolito lo volví a encontrar en los patios de otras viviendas por Eldorado, y es aquí donde comienza parte de la historia. A esta localidad misionera llegó en los años 40 un ex capitán de la marina mercante alemana, Karl Nauer, que huyendo de un posible destino en un campo de concentración –debido a su negativa a realizar el saludo nazi impuesto por Hitler a la marina mercante, al llegar a Rotterdam— se tomó el buque y vino directo de Europa a Misiones, donde se casó con una farmacéutica de apellido Tiemann, en Eldorado. Ávido por conocer la tierra en la cual se estableció cierto día visitó las ruinas de San Ignacio y allí, en medio de la maleza, descubrió ejemplares de Vernicia Fordii, o sea tung. Un árbol originario de China y conocido por él durante sus viajes por el sudeste asiático. Dedujo que los arbolitos fueron plantados en el lugar por los jesuitas que misionaron en territorios chinos. No es para nada descabellada la deducción, ya que los chinos y luego los curas usaron el aceite de las semillas para proveer las lámparas, debido a que su fuego tiene la bondad de que una vez encendido larga poco humo.
El capitán sabía de qué se trataba el tung, un árbol muy venenoso pero con semillas óptimas y de fácil recolección para la fabricación de aceites industriales usados en pinturas, lacas y barnices. Conocía también del interés y el fracaso de los yanquis para plantarlo en su territorio y así competir con China, el mayor productor de este aceite. Más temprano que tarde, el industrioso marino alemán, comenzó a producir plantines y sembrar, hectárea tras hectárea.
Cuenta la leyenda, que Nauer solía caminar durante sus noches nostalgiosas, por las terrosas calles de Eldorado, recitando poemas de Goethe y Hölderlin, a un hombre así, no es difícil adjudicarle un gran poder de convencimiento para convertir en furor una producción que comenzó a gestarse en los años del primer peronismo, con el impulso del Instituto Nacional de Promoción Industrial, el famoso IAPI.
Es en esos años, y a través de estas instancias industrializadoras, es que nacen las primeras cooperativas dedicadas a la producción de aceite de tung. Una de las primeras, o la tal vez la primera, fue la Cooperativa Picada Libertad, en Leandro Alem, que aún existe aunque ya no se dedica a esta producción. El furor productivo duró hasta finales de los años 80 y principio de los 70. La competencia con China, el mayor productor, hizo inviable la industria.
La última fábrica, tungoil, radicada en Santo Pipó, sobrevivió después de tanta historia centenaria sazonada por amores y hechos casuales hasta el año 2021, cuando la crisis de la pandemia los obligó a bajar las persianas y desmantelar el establecimiento. Hoy, solo se ve algún ejemplar perdido en el medio del monte o azarosamente en el patio de una casa o alguna vereda.
EXÓTICAS. ¿Se puede considerar a un árbol como exótico? La repuesta tiene sus complejidades si consideramos que los humanos siempre hemos migrado. ¿Por qué no podrían hacerlo también las planta o los árboles arrastrados por los vientos, las corrientes acuáticas, los pájaros y los propios migrantes? No hace mucho visité la localidad de Loreto, donde a principios del siglo XX se asentaron pioneros japoneses. Fue allí, en las ruinas de una casa abandonada perteneciente a la familia Sato donde divisé en el parque ejemplares de nísperos, hovenias y cerezos. Era evidente que la familia Sato quiso recrear su armónico jardín japonés en un retazo de la selva misionera y a un costado de los muros derruidos de las ruinas de Loreto. Siendo como es, una provincia conformada por una gran migración de diferentes lugares del mundo, como Rusia, Ucrania, Alemania, la antigua Checoeslovaquia, Polonia, Suecia y judíos de la diáspora, por mencionar algunas comunidades, no es descabellado deducir que algunos de sus miembros haya traído semillas del árbol más distintivo del terruño abandonado.
Es común encontrar al borde de los rutas y caminos misioneros Acacias de Constantinopla (Albizia Julibrissin) que no es precisamente una acacia, sino una pariente cercana. Su flor rosácea en forma de plumerillo hace que muchos se la confundan con la bien criolla Ingá. El árbol originario del Asia, como ya se dijo, está integrado en parte al monte nativo con una particularidad, nadie sabe quién lo introdujo en el paisaje misionero, ni en qué momento.
Sí, sabemos, que su nombre científico rinde homenaje a Filippo Degli Albizzi, un naturalista italiano que la introdujo en Europa en el año 1740, desde Constantinopla. El epíteto Julibrissin es una derivación del persa Gul-i Abrisham que quiere decir “árbol de seda” por sus flores. Gul es “flor” y Abrisham, significa “seda”. Pues en esas latitudes se lo conoce por “árbol de la seda”. Seguramente, llegó a la tierra colorada de la mano de algún italiano enamorado de la flora misionera y al ver que no desentonaba en el universo selvático, lo introdujo. Sus semillas también pudieron haber viajado en las valijas de un turco. De todos modos, Misiones tiene en su flora a la acacia de Constantinopla.
NATIVOS. Estamos con Juan, esperando un colectivo en una de las entradas de acceso a Cerro Romero, sobre la ruta provincial 6 en el municipio de Santo Pipó. Mientras esperamos me nombra los árboles del monte que nos rodea: lapacho, yuquerí, anchico, ibirapitá, guatambú, timbó y guayubira. Nacido en esos parajes es un conocedor de flora y fauna de la zona. De pronto su enumeración se interrumpe cuando detrás de una loma asoma una ruidosa topadora seguida por un camión cargado de troncos de árboles nativos, entre los cuales hay algunos de los ya nombrados.
-Esto es ilegal y ya no hay ningún tipo de control. –Me dice con resignación- los intendentes hacen la vista gorda.
La situación no es nueva lleva años y años. Acrecentada con la instalación de las multinacionales del agro negocio y la pastera Arauco, las cuales mantienen constantes conflictos con las comunidades m´byas. Les disputan los territorios de monte nativo que hoy se encuentran en una situación de desamparo debido a la derogación de la Ley 26.160 de Emergencia Territorial Indígena, por un lado, y al desfinanciamiento para ejecutar la Ley de Bosques 26.331, por otro. Algo esperable por parte de un gobierno cuyo presidente es un negador del cambio climático.
La situación es terrible se la mire por donde se la mire, porque hablamos en los hechos de comunidades desplazadas y de la destrucción de un territorio que alberga al 52% de la biodiversidad argentina. Tanto la selva y los montes misioneros pertenecen a la Selva Paranaense, un pulmón verde que abarcaba 100.000.000 de hectáreas y que se extendía por el sur del Brasil, el oriente paraguayo y el norte argentino. Hoy en día de aquella gigantesca extensión, morada de yaguaretés, águilas arpías, monos, zorros y corzuelas y cuyos avistamientos se dan como noticia en los medios, solo perduran 2.700.000 hectáreas, de las cuales Misiones conserva un 70% amenazado de manera constante por la deforestación industrial. Esta destrucción ha dejado al borde de la extinción a árboles como la araucaria, la inga, los lapachos rosados y amarillos, el petiribí, el incienso, el guatambú y el cedro. El desmonte tiene siempre consecuencias nefastas, como la desaparición y contaminación de ríos, arroyos y vertientes y sequías frecuentes.
A lo largo de los años he conocido infinidad de colonias y aldeas, en las cuales uno de los problemas más frecuentes es la falta de agua, lo cual lleva a interrogarnos ¿por qué una provincia asentada sobre el Acuífero Guaraní, uno de los mayores reservorios de agua dulce del planeta, le falte el elemento para regar los sembrados de las colonia de los campesinos. La respuesta está ante nuestros ojos, los montes y las selvas nos muestran una historia de la naturaleza en la cual nos implicamos de dos modos, siendo parte integral de la misma o destruyéndola para acrecentar las ganancias del capitalismo.