Por Alfredo Serrano Mancilla*
¿Se imaginan utilizar una vacuna que todos saben que es incapaz de curar? Según el método científico, cualquier experimento probado un cierto número de veces sin resultados satisfactorios queda refutado e invalidado. Y deja de tener sentido volver a ensayarlo.
Sin embargo, en la política latinoamericana contemporánea, esta premisa tan básica no es aceptada mayoritariamente por muchos gobiernos conservadores, que se empeñan una y otra vez en procurar hacer desaparecer una identidad política mediante un ataque sistemático por la vía judicial, mediática, económica, internacional, política y electoral contra su principal figura. A pesar de los incesantes intentos, los resultados continúan siendo infructuosos.
Entre los muchos ejemplos disponibles de esta reiterada ofuscación está el caso de Ecuador. Han sido más de tres años ininterrumpidos de persecución contra Rafael Correa: dos procesos en etapa de juicio (Balda, Sobornos), a lo que habría que añadir alrededor de 30 investigaciones previas abiertas y pendientes (declaradas como “reservadas” en la propia Fiscalía); infinitas portadas y titulares en su contra de los medios más grandes del país (Teleamazonas, Ecuavisa, El Comercio, El Universo); apropiación de las siglas del movimiento Revolución Ciudadana; intentos múltiples de proscripción electoral del nuevo partido (Compromiso Social); y, cómo no, no quieren permitirle que se presente como candidato a ningún cargo posible en la próxima cita electoral, que tendrá lugar en febrero del año próximo.
Y después de los múltiples intentos para erosionar y desgastar la figura de Correa, de estigmatizarlo negativamente, definitivamente no han logrado hacer que desaparezca de la centralidad de la política ecuatoriana. No aprendieron ni un ápice de la experiencia contra Cristina Fernández de Kirchner en Argentina durante los cuatro años macristas; se olvidaron que esa misma estrategia tuvo un efecto bumerán, que condujo al desenlace lo que ya todos conocen: un Frente de Todos ideado por la lideresa argentina que acabó ganando las elecciones el pasado octubre, y con ella como vicepresidenta.
En el caso ecuatoriano, se viene replicando el mismo manual, pero adaptado a su episteme local. Desde el inicio, este fue el principal punto de acuerdo entre el presidente Lenín Moreno y su Gran Alianza, conformada por partidos de la derecha ecuatoriana (Partido Social Cristiano, Movimiento Creo), las cámaras empresariales, la banca y los grandes de medios de comunicación; y con la bendición de ciertos poderes internacionales. Hicieron todo lo posible, pero hasta el momento la misión resulta imposible. Correa a día de hoy sigue siendo la principal fuerza electoral y política, como lo certifican todas las encuestas publicadas en el país. Cuando se pregunta por “el candidato de Correa” de cara a la contienda presidencial, siempre sale como la primera opción.
En estos años, la mala administración económica empobreció a la ciudadanía; hubo gran inestabilidad institucional -hasta el punto de tener cuatro vicepresidentes en este periodo-; la deficitaria gestión de la pandemia causó muchas muertes y mucho dolor. Y es que el sol no se puede tapar con un dedo. El fracaso del gobierno conjunto de Lenín y la Gran Alianza no puede esconderse echándole la culpa a Correa al mismo tiempo que se le persigue judicialmente. Intentarlo es asumir que la gente es tonta y, evidentemente, esto no es así.
Muchas veces se asume erróneamente que un vaivén electoral implica que se borre totalmente la huella que deja un largo periodo de gobierno progresista. De hecho, en el caso ecuatoriano, ni siquiera Correa perdió las elecciones. Las ganó el correísmo con un programa electoral no neoliberal. La gente votó esa opción y luego fue Lenín quien tomó la dirección contraria. La mayoría ciudadana todavía recuerda con anhelo las mejores condiciones de vida en la era correísta, así como la gran transformación en cuanto a infraestructura. Seguramente no todo fue visto con buenos ojos, como ocurre en cualquier Gobierno, pero lo que sí es cierto es que el saldo de su gestión fue positivo, y aún lo es más si lo comparamos con estos años tan difíciles para la ciudadanía ecuatoriana.
Correa todavía nuclea la política ecuatoriana. Pero sabe que no estará solo en la próxima disputa electoral presidencial de febrero del 2021. Todos irán contra él. Seguramente, el fenómeno político-electoral del voto útil en su contra se activará en los últimos meses de campaña. Y por esa razón se crea un frente progresista que amplíe las fronteras que tiene el propio correísmo: Unión por la Esperanza (UNES), que aglutina un gran conjunto de organizaciones sociales, campesinas, indígenas (Foro Permanente de Mujeres Ecuatorianas, Confederación de Pueblos y Organizaciones Indígenas Campesinas del Ecuador, Fuerza Rural y Productiva, Coalición Nacional por la Patria, Frente Patriótico Nacional y SurGente).
La mesa está servida para decidir el futuro del Ecuador en los próximos años. A un lado, está la estrategia continuada de destrucción del correísmo sin resultados a la vista, y que ahora goza de poco tiempo para reinventarse; que debe elegir si continúa erre que erre con la “obsesión Correa” o si finalmente opta por plantear alternativas en positivo, tanto al correísmo como al desastre que ha supuesto el Gobierno de Lenín Moreno. El principal referente de este bloque es Otto Sonnenholzner (hasta hace poco vicepresidente), aunque también está el banquero Guillermo Lasso. Y al otro lado está la coalición UNES, que es una suma de espacios progresistas, agrupados por el rechazo al neoliberalismo en todas sus expresiones, en el que están el correísmo y otros muchos sectores de la sociedad.
La estrategia de invisibilizar al correísmo no solo no funcionó, sino que además lo viene transformando en un espacio más amplio.
*Directo de Celag