UNO
Hay algunos textos que, aunque expresen conceptos con los cuales no estoy completamente de acuerdo, han retenido mi atención por mucho tiempo. “Nuestro pobre individualismo”, de Jorge Luis Borges es uno de ellos. Hace unos 25 años atrás –cuando mis ideas estaban cerca de alguno de los internacionalismos clasistas localmente disponibles— su fastidio contra el Estado y el nacionalismo me resultaban sugestivos. Habiendo pasado agua bajo el puente, esos mismos rasgos me parecen hoy síntomas de una incompetencia más general que el genial escritor tenía para aproximarse a los temas de nuestra historia política y social. El texto, por si hace falta el dato, es de 1946. Jorge Luis Borges falleció en Ginebra, Suiza, cuarenta años más tarde: el 14 de junio de 1986. A cuatro años de la finalización de la guerra de Malvinas y a doce mil quinientos kilómetros de distancia, por aire, de esas islas a las cuales adjetivó como “demasiado famosas”.
DOS
En julio de 1982, mientras el humo de los últimos bombardeos en la Isla todavía no se habían disipado, Borges dio algunas entrevistas en Madrid, donde estaba de paso. Su desprecio por los nacionalismos, por el Estado en general y por el peronismo en particular permanecían invariables. Un periodista del diario español El país comentó con el escritor que en “los círculos literarios” se decía que él ya no iba a regresar a la Argentina. El motivo era, según este mismo periodista, las críticas que desde hacía dos años el escritor vertía contra “el gobierno” –ni el periodista ni Borges dijeron “la dictadura”— y, desde hacía poco más de dos meses, contra “…el conflicto de Malvinas, al que se opuso desde el principio.” Borges tenía humor y morbo, pero no era un oportunista: minimizó sus diferencias con “las autoridades” –sinécdoque todavía cierta, aunque espeluznantemente mezquina de sentido— a las que supone haber molestado diciendo que en la Argentina desaparecían personas.
TRES
Borges se refirió a Malvinas en varias ocasiones, pero mayoritariamente después de la guerra. A un periodista del diario La Razón, le dijo: «La decisión de invadir Malvinas fue una estupidez que debió ser tomada por media docena de militares borrachos». Y a otro de Clarín, justo a un año de la guerra, le comentó: “Los militares que nos gobiernan son tan incompetentes, tan ignorantes… Nadie conocía esas islas. Hizo falta que nuestros militares la desenterraran para hacer la guerra; los militares nuestros son mucho más peligrosos para nuestros compatriotas que para el enemigo. Las Malvinas fue una guerra de dos calvos por un peine».
La última alusión borgeana a Malvinas que puede documentarse –y que, de manera paradójica, es la que casi cierra la edición de sus Obras completas— está en el poema Juan López y John Ward, que dialoga con “Los conjurados”, justo al final del libro publicado por Emecé en 1985 y que lleva ese mismo título. Sin nombrarlas –o mejor dicho, haciéndolo no por su nombre sino a través de la célebre sinécdoque “unas islas demasiado famosas”–, Borges tematiza el absurdo del conflicto bélico entre Argentina y Gran Bretaña enfatizando las afinidades existentes entre dos soldados que, para él, son víctimas de países con distintas memorias y lealtades enfrentados en una guerra que considera absurda. Al final, declara usando un plural que bien podría ser mayestático, que ese tiempo –el de las naciones en general (hay que leer el poema siguiente) y el de la guerra en el Atlántico Sur en particular–, es incomprensible. Lo que entiendo es una expresión que contiene más honestidad que poesía.
CUATRO
En alguna de las páginas de su sugerente Shakespeare en Malvinas, Carlos Gamerro anota algo muy importante: para que ese poema de Borges funcionara, el poema debía ignorar cosas que Borges sabía. Esto, que lo entienden muy bien los poetas y los publicistas, se basa en el desbroce al servicio de la eficacia –poética o publicitaria, según el caso–. Gamerro dice que Borges sabía, entre otras cosas, que Juan López era «…un colimba con instrucción deficiente y John Ward un soldado profesional y pertrechadísimo”.
Con base en el mismo poema, el año pasado, Roberto Retamoso escribió y publicó un acabado folletín que invierte la decisión borgeana: en lugar de ignorar cosas sobre Juan López y John Ward, Retamoso elige conocerlos más que el propio Borges y su ficción se basa en esta redituable subversión. Retamoso dice que Ward estudiaba filología hispánica en Oxford y que López no ignoraba la existencia de Conrad pero que tampoco le profesaba ningún amor –al menos no lo amaba más que a Luli, cuyo voluptuoso recuerdo tanto lo perturbaba como lo mantenía vivo durante la guerra–. Retamoso recrea un Juan López hijo de desaparecidos, nieto de una madre que, caminando alrededor de la Plaza, devino abuela: es un conscripto platense que se convierte en el punto por donde cruzan todos los caminos. Este Juan López está atravesado por sensaciones que pendulan violentamente: entre el miedo y el coraje; entre el deseo y la soledad; entre la gratitud y la crítica; entre el mundial y la guerra, como dos formas confusas y contrarias de sentir la patria. Es el conscripto enviado compulsivamente a una guerra en la cual hubiera participado de todos modos, porque no recuerda haberse opuesto y asume eso como una forma de consentimiento.
A diferencia del Juan López de Jorge Luis Borges, que es objeto de una fuerza exterior –una época, la historia– el López de Retamoso hace cosas: aguanta el hambre, come, se esconde, recuerda, desobedece, obedece, se esconde de nuevo, se defiende, dispara, se resiste, cede, reza, se orina encima, naturaliza muertes horrorsas para poder seguir vivo, analiza sus taquicardias, dialoga con Dios –o cree que eso hace–. Opina sobre la guerra, sobre las tácticas, sobre el armamento, sobre sus jefes, sobre los milicos. Lo hace de una manera sencilla pero informada. Especula sobre los ingleses, sobre los isleños, sobre los norteamericanos y sobre sus propios jefes.
CINCO
La hermanita perdida de Roberto Retamoso dialoga bien con el poema de Borges, pero también con el ovejerito de Leónidas Lamborghini en Un amor como pocos, con Los Pichiciegos de Enrique Fogwill e incluso con la más onírica de las novelas sobre Malvinas: Las Islas, de Carlos Gamerro. Y lo hace justamente a través de algunos de los materiales con los cuales, según Freud, están hechos los sueños: el desplazamiento y la condensación. Tengo la impresión de que ese es el logro clave de este folletín que no traiciona porque avisa sobre la íntima relación que existe entre los sueños y la verdad, entre la patria y los vientres, y también entre los diminutivos de los nombres propios. El folletín de Retamoso tiene varios “personajes principales”, son más que dos, pero callo para invitar a su descubrimiento. Borges escribió “Las cosas podrían haber sido distintas”. En el folletín de Retamoso –como en Las Islas de Gamerro, pero no de la misma manera— las cosas son distintas.
A pesar de que Borges nunca se refirió a las Islas desde el paradigma de “la hermanita perdida”, a pesar de que nunca renegó de su desprecio por el peronismo (al que detestaba por razones personales e ideológicas), a pesar de que se reunió con Pinochet el mismo día que en Chile asesinaban a Letelier, las producciones culturales y los sitios de memoria imaginados y pensados por gobiernos que representan todo lo que Borges rechazaba, en un acto tan razonable como el de “los conjurados” de su poema, acogen su obra y la colocan en alguno de los dispositivos más emblemáticos de su construcción de identidad –el canal Encuentro, el Museo Malvinas–, incluso con mucho cariño. Borges, que negaba el nacionalismo, al cual responsabilizaba de muchas muertes –como si los liberalismos no fueran responsables de ninguna, como si en nombre de los internacionalismos no se hubiera cometido nunca una matanza– fue reconocido por los últimos gobiernos argentinos autopercibidos como nacional-populares, que nunca le negaron su prestigio ni su lugar en nuestra literatura. Posiblemente “la razón populista” no sea tan torpe como se la pinta.
SEIS
En abril de 1983, Néstor Montenegro le preguntó a Borges qué hubiera hecho él si hubiera podido incidir sobre la decisión de recuperar las Islas por las armas. El escritor le respondió: “Adolecemos de un casi inhabitado territorio. ¿A qué dilatar el desierto con dos desiertos más, que nos quedan lejos?” En el folletín de Retamoso o en Las Islas de Gamerro no falta ninguno de los elementos que colocan al lector en el lugar físico y tópico de la guerra de Malvinas: las islas, el mar, el frío, el viento. Tampoco faltaban esos elementos en las cartas que el franciscano Sebastián Villanueva enviaba desde Malvinas a un amigo suyo en Buenos Aires durante abril de 1767. Las cartas, como el frío y el viento, siempre. Los chocolates, pero sobre todo las estaqueadas, las armas, las balas, los aviones, los misiles, las bombas, los ruidos, el aturdimiento, las mentiras, atributos de una historia de las Islas solo después de la guerra.
SIETE
La afirmación borgeana de las Islas como un desierto se inspira en el mismo humus que asigna a las islas la capacidad de disparar fantasías. Carlos Gamerro, que como narrador entendió la necesidad de que su personaje tuviera una convicción para él completamente incomprensible –la de volver a las Islas– como intelectual no entiende que ve más la paja en el ojo propio que la viga en el ajeno. Algunos intelectuales que dominan más de una técnica y varios formatos literarios, han expresado que Malvinas es un tema que se deja explorar mejor en la ficción que en el ensayo. “las Malvinas parecen tener una capacidad casi infinita de disparar fantasías descabelladas en las mentes aparentemente más sobrias, sensatas y científicas.” (Gamerro, Shakespeare, 108). Sucede que en realidad esto último es potente, sobre todo si aplicamos el principio de simetría, es decir, si pensamos que esas fantasías no se despiertan solamente en un «nosotros», o en un «imaginario nacional», sino que esas fantasías y los «deseos territoriales» que despiertan estuvieron y están presentes también en los imaginarios de otras naciones. Como en la británica, a quienes muchos están dispuestos a no plantear ninguna objeción cuando sostiene posiciones nacionalistas e imperialistas; a quienes otros no están dispuestos a reconocer sin más la legitimidad de una ocupación por la fuerza en un territorio sobre el cual el estado de Buenos Aires había designado autoridades y ocupaba pacíficamente como legítimo sucesor de los derechos «que tenía sobre estas provincias la antigua metrópoli».
Pero pensemos. Pensemos que la mistificación no es monopolio de los argentinos y, sobre todo, que somos incapaces de soportar en nosotros algunos defectos (del pensamiento y de la acción) que toleramos o comprendemos perfectamente en los otros. Si la cuestión Malvinas debe ser pensada críticamente porque los resultados de las negociaciones –francamente muy estancadas después de la guerra y, convengamos, mantenidas por algunos gobiernos y desatendidas, cuando no facilitadas para los británicos por otros– no han sido todo lo eficiente que podría esperarse, profundizar solamente la crítica interna o, como digo, estar más atentos a la «paja en el ojo propio» sin ver las vigas en ojo ajeno no es tanto una torpeza política (alguno dice, de «colonización pedagógica») sino sobre todo un acto de injusticia científica.
Los ejemplos pueden multiplicarse por docenas. Si para Borges “Malvinas” quedaba lejos para los argentinos ¿por qué no mencionó este mismo argumento en relación con los británicos? Si para nuestros brillantes intelectuales es espantoso que la dictadura haya iniciado una guerra, ¿por qué no lo es que se haya otorgado el premio Nobel de la Paz al presidente estadounidense que decidió el mayor número de intervenciones armadas en otros países durante su mandato? Si para algunos el reclamo soberano (decidido como política de estado por una Convención Constituyente en 1994) se trata del “menor de nuesros problemas” ¿por qué no es el menor de los problemas para el imperio Británico, que no cede un ápice?
FIN
La literatura abrió espacios que nos permitieron pensar Malvinas desde otras dimensiones y la discusión intelectual puede beneficiarse de estos remansos. Pero las preguntas desde la aparente ingenuidad borgeana pueden aprovecharse. En lugar de resignarlas al estante del pintoresquismo, podemos utilizarlas para mostrar la profunda ignorancia que contienen o para hacer de ellas un espejo donde se miren otros. Las preguntas de los tábanos de la literatura, de la historia o de la ciencia pueden permitirnos volver al ruedo de una discusión (por las fechas, por la soberanía, por las estrategias) con más elementos sobre los planos en que se presentan las discusiones y los cuidados a tener en cuenta en función de las sensibilidades en juego. Se invierte mucha energía en discutir discursos denostados como nacionalistas, pero ninguna para discutir cómo funcionan los imperios formales e informales, cuya banalidad se encuentra tan capilarizada que pasa inadvertida en los pliegues argumentales de una intelectualidad que, en su afán republicano, no acierta siquiera a reconocer la legitimidad de una discusión democrática y constitucionalmente saldada.