PALABRAS. Era una noche fría del invierno del año 1973; mi padre, vaya a saber por qué motivo, tuvo el magnánimo gesto de invitarme a cenar. Tal vez alguna culpa lo llevó a tomar esa decisión, que acepté extrañado. Salimos desde el edificio de Pueyrredón y San Luis rumbo al Mercado del Abasto, lugar en el cual se trabajaba a un ritmo sostenido las 24 horas del día. En una de las calles transversales a Corrientes encontramos un fondín; en un pizarrón clavado en la pared de la entrada se anunciaba, con buena letra: Mondongo a la española.
La atmósfera estaba viciada por el humo de los cigarrillos, pero no se podía negar la tibieza envolvente del aire estancado dentro de esas cuatro paredes. En una de las paredes habían colgado un cartel con la advertencia prohibitiva de robarse los cubiertos y usar los manteles como sábanas. Estos detalles resultaron atrayentes y nos sentamos en una de las pocas mesas libres, encontrada después de otear el panorama de tan singulares comensales. Ubicados contra una de las paredes, teníamos de vecinos a un grupo de bolivianos, los cuales no paraban de beber cerveza. Eran un tanto bulliciosos y, después de comer el plato suculento de mondongo y tomar un pingüino de litro de un tinto bravo, mi padre pidió otro. Ya se sabe que el vino abre los corazones y torna a la gente comunicativa, razón por la cual pronto terminamos conversando con los bolivianos cerveceros.
Mi padre, que era comunista y los veía como pobres indios explotados por el sistema capitalista, no tardó mucho en hacérselos saber. Ninguno de los habitantes del altiplano tenía esa mirada autocompasiva y también se lo hicieron saber. La situación que comenzó siendo de camaradería fue tomando ribetes enojosos, y más cuando uno de ellos —un tanto retacón— le dijo que había estado en el glorioso ejército boliviano y en el pelotón que mató al Che Guevara. El tipo contaba detalles espeluznantes y un tanto irrisorios. Supuse que su narración inverosímil tenía el alucinante propósito de aterrorizarnos. Pero, de pronto, el hombre cambió su actitud, posiblemente porque el alcohol lo llevó por los derroteros del remordimiento, comenzó a sollozar y nos dijo:
—El pobrecito, antes de morir, repetía: “Carataguaí, Carataguaí”. Así hasta el último suspiro. No sé qué quería decir; ya estaba casi muerto.
El tipo no paraba de sollozar y, con algún abrazo y un poco más de vino, le aliviamos esa carga un tanto alucinada. Después, la noche se diluyó en la nebulosa del tiempo; imagino una vuelta caminando con mi padre borracho por la avenida Corrientes hacia el departamento donde vivíamos, matizada por alguna conversación insulsa, de la cual no me queda nada guardado en la memoria.

CRÉDITO. La palabra “crédito” proviene del término latino credere, es decir: creer, confiar en la palabra dada cuando tiene o adquiere connotaciones comerciales, y en la palabra dicha si se trata de dar crédito a la versión de algo. Ateniéndonos a esos derivados, creo que aquel boliviano retacón y ebrio decía la verdad acerca de los balbuceos del Che en su camastro de muerte y que la visión de aquella selva desplegada ante sus ojos en la región de la Quebrada de Ñancahuazú, en el sur guaranítico de Bolivia, le debe de haber traído la evocación de escenas indescriptibles del paisaje misionero, vividas en ese solar de Caraguatay, donde pasó los tres primeros años de su infancia.
A ese lugar —que hoy apenas llega a los 5000 habitantes— fueron a parar los padres del Che a fines del año 1927, precisamente en diciembre. Ernesto Guevara Lynch y su esposa Celia de la Serna procedían de San Isidro y llegaron al lugar con el proyecto de dedicarse a la producción de yerba mate, aunque también con el propósito de aplacar el escándalo que hubiera ocurrido en la clase aristocrática a la cual pertenecían por el embarazo incipiente que había motivado el casamiento a las apuradas. Esa razón también motivó que, un tiempo antes de parir Celia, el matrimonio bajara en barco por el Paraná rumbo a Rosario, ciudad donde nació Ernesto “Che” Guevara y donde también se cree que fraguaron la partida de nacimiento del vástago con el fin de acomodar la situación.
Lo cierto es que el matrimonio vivió en ese predio donde hoy se encuentra la Reserva Natural y Cultural El Solar del Che Guevara hasta el año 1932, cuando abandonaron Misiones para irse a vivir a Córdoba en busca de un clima más benigno que aliviara los efectos del asma que comenzaba a padecer el pequeño Ernesto. Durante la estadía, Guevara padre construyó una casa sólida a cien metros de las orillas del turbulento Paraná e ideó un ingenioso sistema de provisión de agua para irrigar la plantación y para consumo hogareño a través de una bomba de ariete, la cual se abastecía del arroyo Salamanca. De esta obra aún se pueden observar restos, a los cuales fue imposible llegar por el temor a la llegada de un temporal que podía ocurrir en cualquier momento, mientras uno hacía el recorrido por el monte. Una pena, porque allí el arroyo tiene una caída de 30 metros que la torna en un espectáculo brindado por la misma naturaleza.

VIAJE. Es un domingo de cielo nublado donde el presagio de la lluvia está presente; a pesar de esto, me arriesgo a recorrer los 100 kilómetros y pico que separan Gobernador Roca de Caraguatay, un trayecto que se recorre en una hora y media. El viaje es bien dominguero: sube gente con bolsas con comidas, verduras y heladeras de telgopor, un indicativo de que van a pasar el día a casa de algún pariente o amigo. En una de las paradas sube un grupo bien nutrido de mujeres guaraníes; algunas llevan a sus hijos en los brazos, otras portan orquídeas, cestos y diversos enseres tejidos con caña tacuara. Llama la atención que no hay hombres: solo mujeres bulliciosas y alegres. Bajan cuatro o cinco pueblos más adelante; supongo que irán a un encuentro o una feria a vender esos productos.
Voy atento a los carteles indicadores que aparecen en la ruta; en uno de ellos se lee que estamos a 10 kilómetros de Ñancaguazú, un pueblito perdido a un costado de la ruta. Nada parece ser casual. Es raro, pero en Misiones, cuando uno se adentra en los territorios montaraces, más allá de la frondosa vegetación se tiene la sensación de estar atravesando un desierto. Esto también me ocurre cuando, al cabo de un rato, el guarda del micro me dice que debo bajar en la parada siguiente. El lugar, a pesar de la cartelería con imágenes de Guevara, es un almacén casi a la vera de la ruta, donde una mujer y un hombre gordo están despatarrados en sendas reposeras, casi adormilados en esa desolación atravesada por un camino de tierra roja. Les pregunto por un remís que me lleve hasta la casa del Che; con gestualidad somnolienta, el gordo me pasa un precio después de hacer un llamado, pero lo desecho por considerarlo abusivo.
Opto por caminar los dichosos 5 kilómetros de distancia y esperar que algo ocurra y salve la situación. A los pocos metros de iniciado el recorrido aparece un paisano que se ofrece a llevarme en su moto por un precio conveniente. El camino es parte de tierra, parte empedrado y un tanto desparejo. No demoramos en llegar. A pocos metros de la entrada se ve la casa del guardaparque; como ya era pasado el mediodía, golpeo las manos con el temor de despertarlo de la siesta o de interrumpirle el almuerzo. A los pocos minutos sale un muchacho joven; me recibe amablemente y se presenta. Se trata de Héctor Guayán. Después de mostrarme y ofrecerme los frutos amarillos del guabirá, desparramados en la tierra húmeda y que también comen unos lagartos, me conduce hasta una casa de piedra y material muy bien conservada. Por el trayecto me dice:
—¿Vio qué rico el guabirá? Casi nadie lo come; los misioneros no sabemos valorar lo que tenemos.
—Me lo han dicho varias veces.
—Esta fruta bien se podría vender en los mercados. ¿Conoce la jabuticaba?
—Sí; esa también se puede comercializar, pero nadie lo hace.
No sé bien cómo la conversación derivó hacia los árboles frutales que hay en el terreno que circunda la construcción y en el cual también hay guayabos y pitangas. Héctor me da una pequeña clase de frutales misioneros y sus usos culinarios y medicinales antes de entrar a esa residencia un tanto fastuosa.

LUGARES. Entramos en la casa bien diseñada y construida; Héctor me aclara que esa no fue la que construyó el padre del Che, sino quien le compró la propiedad en el año 1943, un tal Camilo Aguiar y su esposa Carolina Méndez Huergo de Aguiar, quienes también se dedicaron a la explotación de la yerba mate. El salón es bastante amplio; en una sala más pequeña hay una biblioteca con una profusión de libros dedicados a la memoria del comandante Guevara. En el salón principal, en una vitrina se exhibe una edición facsimilar del diario original escrito durante la aventura guerrillera en Bolivia. Hay en algunos estantes objetos un tanto antiguos, pero no pertenecieron a la familia Guevara sino a los propietarios posteriores.
El lugar se recorre en unos minutos y, una vez que finalizamos el recorrido, volvemos a salir al terreno arbolado. Al costado de un camboatá de exuberante follaje hay un grupo de lapachos de distintas floraciones ubicados en una especie de cantero; los mismos fueron plantados por las hijas del Che, Celia y Aleida, durante su visita al lugar en 2008; otro por Camilo Guevara en el 2005 y el último por uno de sus hermanos, Juan Martín, en el año 2011, quien llegó al lugar no por tierra sino remontando el Paraná desde Rosario, tal como hicieron sus padres en el lejano 1927.
Cuando termino esa caminata emprendo el recorrido por el sendero que lleva hacia un mirador desde el cual se puede observar el lento desplazamiento de las aguas, por el momento calmas, de ese río bravo y caudaloso. A mis espaldas, una estructura de perfiles de acero imita la forma de la casa de los Guevara Lynch de la Serna; en el interior se pueden ver los restos de los pilares que sostenían una construcción ahora inexistente. Vuelvo a mirar las aguas del río y ese espacio aéreo surcado por pájaros indescriptibles que se pierden en la nada. Allí parado pienso otra vez en el relato del boliviano borracho y en esas supuestas palabras del Che agonizante, después de decirle a su fusilador, el sargento Mario Terán: “¡Póngase sereno y apunte bien! ¡Va a matar a un hombre!”. Pienso, por un instante tan fugaz como el soplo arrebatador de la vida, que Caraguatay —ese nombre, esa palabra— tiene también la sonoridad del último refugio donde se puede guarecer una existencia con sus sinuosidades y así arrebatarle una evocación a la muerte.
