La sanción de la ley de SCA, los dinosaurios y los chupadores de la teta estatal. Empleados del mes y precarización laboral en el gremio de prensa. La república ganó una batalla contra el pasado y los periodistas, una oportunidad de reconsiderar la dimensión ética del oficio de comunicar.
“El Estado no tiene derecho a la libre expresión. Eso le cabe al ciudadano. Al Estado sólo le cabe la obligación de hacer públicos sus actos. Y para ello no necesita de normas que le permitan el uso ilimitado del espectro radioeléctrico” dijo Carlos Molina —presidente de ARPA—, entre otros notables disparates de orden jurídico, filosófico, sociológico o lo que se prefiera, pronunciados en el recinto parlamentario, durante las jornadas de audiencias públicas previas a la promulgación de la nueva Ley sobre regulación de los servicios de comunicación audiovisual.
Elegí este fragmento por la síntesis que procura: según sus propios enunciados, el señor Molina (tal como agitó la mayoría de los opositores a “la ley de medios” con dichos de calibre similar) estaría más cómodo ceñido a un estado cuyas libertades y soberanías fueran aturdidas por el orden policial o militar o cualquier otro capaz de garantizar el achicamiento de los derechos, responsabilidades y atribuciones de los ciudadanos (materia prima de todo Estado, ¿recuerda don Molina?).
Lo que los Molina reclamaban (reclaman) es la vuelta (plena, sin restricciones ni excepciones) al modelo de Estado administrador: esa madre de tetas inagotables gracias a cuya buena leche un puñado de chupadores selectos de la industria, el comercio y el mundo financiero vieron crecer sus cuentas on y off shore.
Está claro que ni la nueva ley ni ninguna otra podrían, por sí solas, revertir una práctica cultural de cierto arraigo bajo el formato democrático de los últimos quince o veinte años. Así y todo, las voces que se pronunciaron contra “la ley de medios” dejaron a la vista su simpatía no sólo por el demonio del neoliberalismo sino, incluso, por el del poder militar de facto y su concepción jurídica de los medios de comunicación y la vida política en general.
Una nota al pie de la crónica de esos días, debería rescatar la obsesión retórica por delimitar los territorios del Estado y del gobierno (eludiendo las responsabilidades de los privados, entre otros detalles ¿minúsculos?) y la amenaza a la libertad de expresión y de prensa que la nueva legislación haría flamear sobre la sociedad argentina, antes que por contraargumentar con solvencia (por ejemplo, dando cuenta de la lectura pormenorizada de la ley lo que, tratándose de legisladores, casi es lo mínimo esperable) la propuesta legal del gobierno y los sectores que la impulsaron.
Primera asociación libre: en las “Bases para la intervención de las Fuerzas Armadas en el Proceso Nacional”, firmadas por Videla, Agosti y Massera, el 24 de marzo de 1976, se anuncia que la intervención de facto de los militares en la política nacional, “tendrá como propósito inicial restituir los valores esenciales que hacen a los fundamentos de la conducción integral del Estado, enfatizando el sentido de moralidad, idoneidad y eficiencia para reconstituir el contenido e imagen de la Nación, erradicar la subversión y promover el desarrollo armónico de la vida nacional basándolo en el equilibrio y participación responsable de los distintos sectores, a fin de asegurar, posteriormente, la instauración de una democracia republicana, representativa y federal, adecuada a la realidad y exigencias de evolución y progreso del Pueblo Argentino” (extraído de Documentos básicos y bases políticas de las Fuerzas Armadas para el Proceso de Reorganización Nacional, editados por la imprenta del Congreso de la Nación, en 1980).
Treinta y tres años después, no cuesta demasiado calcular el costo en cuerpos asesinados que exigió el énfasis puesto por los militares. Ahora bien, esos tipos y no otros fueron los mismos que pusieron en práctica leyes como la 22.285, con la finalidad de restringir el libre tráfico de información y mejorar la vigilancia, por parte del gobierno, de espíritus y conciencias, de acuerdo con el modelo de sociedad de control que habían diseñado.
Aunque me fuercen nunca voy a decir que todo tiempo pasado fue mejor
Una de esas noches en las que los canales de televisión interrumpían las audiencias públicas en cadena, para poner al aire esgrimas hostiles contra funcionarios, intelectuales y figuras declaradas a favor de “la ley de medios”, un periodista de América 24 entrevistó a Eduardo Macaluse (lo mismo o parecido protagonizaron, en ése y en otros canales, Claudio Morgado, Silvana Vázquez, Gustavo López o Carlos Raimundi, para citar algunos nombres). La primera pregunta (a simple vista tramposa ya que es más lo que se afirma que lo que se interroga) fue: “¿No le parece que (con la nueva ley) se pone en riesgo la seguridad jurídica?” Antes de que el invitado arrancara con la respuesta, el conductor le pisó la intención para despacharse con que “la naturaleza de este gobierno es quedarse con los medios”.
La anécdota es apenas un ejemplo de los tantos episodios que se sucedieron bajo la lógica circular de convertir en espectáculo la deliberación parlamentaria en torno a la ley que regulará la práctica de la comunicación mediática. Así desfilaron trabajadores de prensa preguntando/afirmando sin sustento argumental (¡no hubo periodista de TV que citara o apoyara su indagatoria en artículo alguno del proyecto de ley!), confundiendo “libertad de prensa” con “libertad de expresión”, sirviendo a la puesta en escena montada por los dueños de las empresas (léase: las patronales ¿no?).
Durante esas noches, recordé “el conflicto” en Clarín (en el umbral del nuevo milenio) que dejó en la calle a la Comisión Interna y a más de cien periodistas, diseñadores, correctores y fotógrafos, el cierre, entre gallos y medianoche, del “primer” diario Perfil y las posteriores embestidas de Jorge Fontevecchia contra el Estatuto del Periodista, la superpoblación de “factureros” en las redacciones de diarios y revistas, de pasantes en radios y canales (dicho sea de paso, suministrados por las escuelas y carreras universitarias de periodismo mediante convenios académicos que imponen a las patronales, apenas, el pago de viáticos miserables), y algunos otros incidentes que ayudaron a configurar el mapa de la precarización laboral en el gremio de prensa, a lo largo de las últimas décadas.
“Hay cinco grupos monopólicos, oligopólicos, que manejan la libertad de opinión y de expresión. (…) Queremos libertad de existencia. (…) Una nueva ley es cuestión de Estado. No es el capricho de pocos…”, había declarado Osvaldo Frances, durante las audiencias públicas, en representación de ARBIA (Asociación de Radiodifusores Bonaerenses y del Interior de la República Argentina). Como tantas otras veces, denunció la supervivencia de “seis mil medios sin legislar” y la esperanza de “sesenta mil puestos de trabajo nuevos”, una vez puesta en ejecución “la ley de medios”.
Segunda asociación libre: por esos días, al escuchar o leer a colegas hablando de “la ley de medios” como si su debate o instrumentación fuera ajeno a nuestros intereses laborales y profesionales, como si sostener la vigencia de una ley de la dictadura no tuviera consecuencias éticas y morales sobre los textos o las opiniones que emitimos, no pude sacarme de la cabeza la imagen del “empleado del mes”. Símbolo del desprecio hacia las formas básicas de la subjetividad, evidencia de un cuerpo convertido en uniforme ataviado con insignias de artificio, promoviendo una nutrición improbable a una población de consumidores ávidos de felicidad en cajitas de cartón… Todo lo cual nos llevó tan pero tan lejos de la libertad de existencia ¿no?
A la hora en la que termino de escribir estos apuntes, el proyecto tiene número de Ley (26.522) y, mediante instrumentos genuinos, la república recuperó cierta amplitud deliberativa y ganó una batalla contra el pasado. Y no se trata (sólo) de una batalla simbólica alrededor de la idea de que aquel tiempo pasado no es mejor que el presente. Se trata, en general, de lo que podría entenderse fue un ensayo de cómo pensar en tiempo futuro la vida en sociedad. En nuestro caso particular, los periodistas podríamos entenderla como la oportunidad de reconsiderar la dimensión ética, es decir subjetiva e irreductible, del oficio de comunicar.