Referente internacional del garantismo, el juez de la Suprema Corte analiza avances y retrocesos de la justicia en 25 años de democracia. En diálogo con ZOOM, cuestiona el sistema presidencialista, condena el discurso único de los medios de comunicación y sentencia: «Los pibes que se criaron en los ‘90 son los que hoy tienen 15 o 20 años. Se está pagando el costo social de esos años. El que no se dé cuenta es un idiota.»
Eugenio Raúl Zaffaroni es un referente internacional en legislación penal y una de las voces autorizadas del garantismo en todo el mundo. Nacido en Buenos Aires el 7 de enero de 1940, su formación básica remite a la enseñanza pública: estudios primarios en la Escuela Nº 5 del Distrito Escolar 7º; bachillerato en el Colegio Nacional Mariano Moreno; abogado graduado en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la
UBA y Doctor en Ciencias Jurídicas y Sociales graduado en la Universidad
Nacional del Litoral.
Después, su curriculum vitae se vuelve inabarcable, con 160 páginas que incluyen distinciones honoris causa en 16 universidades de distintos países. Desde 2003 es Ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. En su despacho, Zaffaroni conversó con ZOOM sobre la justicia en estos 25 años de democracia.
—Pasar de una dictadura a la democracia implica la puesta en marcha del sistema de garantías de los derechos de los ciudadanos. A 25 años del ’83, ¿cómo estamos?
—No hay ningún país del mundo donde funcionen las garantías de manera perfecta, donde no haya cierto grado de discriminación. El ideal del estado de derecho en la historia no existe, pero podemos tomar términos comparativos, por ejemplo las garantías de los países europeos en general. Creo que nosotros tenemos los defectos inherentes a una sociedad mucho más estratificada, que sufre las consecuencias de una década de destrucción de muchas cosas (entre otras, del precario estado de bienestar que se conservaba). De cualquier manera, creo que en estos 25 años se ha avanzado bastante. Algunos ejemplos son la judicialización de la materia contravencional en la Ciudad de Buenos Aires que, de alguna manera, brinda una garantía cotidiana; la reducción de la detención por averiguación de antecedentes y su regulación; la derogación del código de justicia militar que era una cuña de extrañísima madera en todo nuestro sistema jurídico; la declaración de inconstitucionalidad del artículo 52 del Código Penal, que indicaba la relegación en el ya cerrado penal de Ushuaia pero cuyo artículo seguía en el Código; la sentencia que impone la doble instancia en cualquier causa penal a favor del acusado conforme a la Convención americana.
Son ejemplos salteados. No me quiero olvidar de la incorporación de los tratados internacionales de derechos humanos a la Constitución, que nos abre una posibilidad de control de constitucionalidad en una carta incompleta como lo era la nuestra, ya que en 1853, por razones de época, la Constitución no reconocía los derechos sociales o de segunda generación.
—No había nada referido a pueblos originarios, por señalar un caso.
—Claro. La de 1949 sí reconocía derechos sociales, pero desaparecen luego por un acto de fuerza militar. Creo que haber pasado en limpio eso en el ’94, más allá de que me guste o no que el objetivo de aquella reforma haya sido la reelección de un presidente, proporciona una serie de instrumentos que, es cierto, no funcionan mecánica ni automáticamente, pero lo importante es contar con los elementos jurídicos para que uno pueda trabajar y resolver en base a ellos.
Me estoy refiriendo fundamentalmente al aspecto penal por razones de deformación profesional, pero hay otros logros. En materia previsional, por ejemplo, se acabó con la tercera instancia ordinaria por la cual el Estado no pagaba ninguna jubilación porque se amontonaban los expedientes acá, y la gente tenía que trabajar entre insectos y con riesgo de que se queme todo por un invento hipócrita que había creado una tercera instancia ante la Corte para darle la garantía al jubilado de que este Tribunal iba a decidir en su caso. Y lo único que se hacía era llenarnos de expedientes que no se podían resolver, para de esa manera no pagarle a nadie. Nunca escuché un fundamento más hipócrita en mi vida. Se actualizaron jubilaciones en alguna medida y se superó el problema genocida de dejar una generación en el aire, como producto de los ‘90. Se salió del corralito de una manera que tampoco es genial (porque nadie puede considerar que hizo algo genial cuando lo llaman después del tsunami), pero se salió de la manera menos lesiva posible. Fácil es destruir, reconstruir no es tan sencillo.
Creo que se han dado muestras de racionalidad en circunstancias que eran extremadamente negativas. Por supuesto que no me satisface el grado de progreso, creo que habría que hacer mucho más, pero estos 25 años significan un notorio avance, en algunos aspectos diría que inimaginable. Creo que la sociedad nos ha acompañado, ha madurado… no nos olvidemos que la dictadura no solo fue una cuestión física, fue una cuestión de autocensura, de intentar inyectar en la población, a través de un bombardeo de mensajes, una ideología de carácter marcadamente autoritario, absolutamente antiliberal, digo en el sentido político. Además del resultado físico de 30 mil desaparecidos, las torturas y los abusos, vivimos una verdadera época de terrible oscurantismo.
—¿Y cómo pasamos de la búsqueda de justicia en las causas de violaciones a los derechos humanos al fenómeno de la mano dura?
— Hay en el mundo un capítulo de regresión en materia de legislación penal a partir de las administraciones republicanas en Estados Unidos de los años ‘80, que está vinculado a la década posterior y que va desarrollando no diría una ideología (que es un sistema de ideas) sino una publicidad mundial que intenta compensar la inseguridad producida por la quiebra del estado de bienestar con una falsa seguridad proveniente de la represivización del sistema penal. Como consecuencia, se manipula el miedo a través de la magnificación de la información y del bombardeo de información de noticia roja.
—La destrucción del estado de bienestar no fue un fenómeno solamente nuestro…
—Fue mundial, y el festival del fundamentalismo de mercado creó un estado de inseguridad existencial, no solo frente al delito: de repente las seguridades que brindaba el Estado y marcaban una vida, se perdieron. Se lo procura suplir creando un miedo a un enemigo, que es el delincuente común. Todos los males vienen de la delincuencia común. Y como siempre que se busca a un enemigo es para aniquilarlo, siguiendo las directivas del viejo Carl Schmitt, lo que se hace es romper todo límite al avance del Estado. Como consecuencia, se generan fenómenos como la víctima-héroe. Nosotros lo hemos vivido y es un fenómeno de terrible crueldad: se recoge una víctima con algunas características personales, sociales, histriónicas y si es posible patológicas; se la explota, se le impide culminar el proceso de elaboración del duelo y cuando ya no sirve, se la tira. Pero nadie puede responderle a la víctima porque está dolorida y cualquier respuesta suena a una inútil crueldad.
En función de este fenómeno, los políticos quedan presos de un discurso mediático que es un discurso o publicidad único. A diferencia de los autoritarismos de entreguerra en los que el poder político controlaba a los medios, hoy los medios son los que controlan al poder político. Y los políticos, por miedo u oportunismo, se montan en esa publicidad y empiezan a decir las mismas barbaridades del discurso único y eso se traduce en la destrucción de la legislación penal. Yo diría que la legislación penal latinoamericana pasa por uno de los peores puntos de su historia desde la emancipación hasta ahora. Un proceso de disolución de la legislación penal, una confusión total. A tal punto de que si alguien toma hoy el Código Penal argentino, no sabe cuál es el máximo de la pena privativa de libertad. Puedo decir que la pena privativa de libertad temporal tiene 25 años, 37 años y medio, puedo decir 50 años. A Dios gracias, como los legisladores a veces hacen cosas de las que no se dan cuenta, ratificaron el Tratado de Roma y al genocidio le pusieron un máximo de 30 años. Con lo cual supongo que la pena privativa de libertad máxima del derecho argentino son 30 años porque peor que el genocidio no hay nada. Pero tengo que ir a un tratado internacional para constatarlo, porque a la legislación nacional la destruyeron.
Se proyectan leyes penales y reformas totalmente inconsultas, descabelladas, que pasan sin que nadie se dé cuenta de la gravedad de lo que se está haciendo. Son respuestas que dan a los medios. En la revolución comunicacional, todos son mensajes. Pero estos mensajes los mandan con una ley penal, no van al correo ni los envían por mail. Entonces, el resultado es que estamos dictando sentencias con un montón de telegramas viejos en lugar de tener un instrumento para dicho fin, que eso debe ser el Código Penal. Hoy la legislación penal latinoamericana está destruida.
Lo grave es cuando se represiviza para los perejiles
Esta entrevista se realizó días antes del polémico fallo de la Corte Suprema que revocó por unanimidad de sus siete miembros la decisión de la Cámara Nacional de Casación que ordenaba la libertad de 60 chicos menores de 16 años, acusados de diferentes delitos penales. Además, el fallo instó al Gobierno y al Congreso a adecuar la ley sobre menores a la Convención Internacional sobre Derechos del Niño. Muchos de los argumentos sostenidos en los medios por Zaffaroni tras dicha sentencia están igualmente presentes en el tramo que sigue.
—¿Cómo se inscribe la discusión de bajar la edad de imputabilidad en ese contexto de represivización del sistema penal? ¿Hemos avanzado tan poco o estamos retrocediendo?
—Los pibes que se criaron en los ‘90 son los que hoy tienen 15 o 20 años y son el resultado del deterioro de la salud y de la educación, del deterioro que produce el desempleo, de la destrucción de la cultura del trabajo, de la violencia que genera el desempleo que potencia todas las manifestaciones de violencia (intrafamiliares por la alteración de los roles, pública, etc). Se está pagando el costo social de esos años. El que no se dé cuenta es un idiota. Nada de eso puede ser gratuito. Una hecatombe como la de esos años tiene su precio y hoy estamos pagando el costo social. Con la particularidad de que los mismos responsables de aquella destrucción son los que hoy están impulsando el discurso único mediático.
Hay que tener en cuenta, igualmente, que el endurecimiento de la legislación penal no se traduce inmediatamente en una mayor represión, porque esta depende de que se dé mayor o menor mano libre selectiva a las agencias ejecutivas o policiales. Puedo poner en la legislación penal la pena de muerte por descuartizamiento, pero voy a encontrar solo a uno o a dos a quien se la pueda aplicar. El resto miramos por TV. No es cierto que se represivice la ley y, automáticamente, se represivice el sistema. Hay todo un filtro de instancias intermedias que operan sobre la realidad. Lo grave es cuando se represiviza para los perejiles, porque eso puede tener una extensión mayor.
—¿Cómo se enfrenta la Justicia con ese discurso único?
—Hay que reforzar el control de constitucionalidad, apuntalar a los jueces, darles seguridad ante posibles amenazas políticas y abrirles un paraguas de protección desde la Corte y desde los cuerpos colegiados del Poder Judicial. Porque se intenta imponer el temor a los políticos, pero también a los jueces.
Discutir en serio nuestro sistema institucional
—¿Cuál es la mayor deuda del sistema jurídico argentino en estos 25 años?
—Me parece que el gran tema pendiente excede lo que se puede hacer desde la Justicia. Yo creo que los argentinos nos debemos discutir en serio nuestro sistema institucional. Nuestras instituciones, ¿son las mejores? ¿Nuestra Constitución, en ese sentido, es óptima? Yo creo que no. Habría que repensar las Constituciones nuestras, evaluar los resultados que nos han dado, sacar un poco la mirada de la mera coyuntura política y preguntarse si no será conveniente reformar un poco las reglas del juego.
—¿Por ejemplo?
—Diría que el sistema de control de constitucionalidad que tenemos es débil. Si mañana alguien que quiere invertir 100 millones de dólares en el país —y yo fuera abogado—, viene y me consulta “Puedo hacer tal contrato”, quizá yo le tendría que responder “Sí, con esta Corte sí, pero si mañana se muere uno, no sé”, porque puede cambiar la jurisprudencia. Si nosotros resolvemos en el caso pero no hacemos caer la constitucionalidad de una ley, mucha seguridad jurídica no da. Habría que pensar la posibilidad de generar un Tribunal Constitucional modelo europeo en serio, un tribunal de justicia política, como los que existen en Europa.
Y creo que habría que pensar el propio sistema de gobierno. ¿El presidencialismo en América latina dio resultado positivo o no? Dejo de lado las experiencias anteriores a este cuarto de siglo, donde el presidencialismo generó monstruos, de Porfirio Díaz a Stroessner. A mi juicio, en estos 25 años en los que hemos tenido gobiernos constitucionales en la región, lo que veo en el balance es que casi no hubo golpes de estado (salvo el autogolpe de Fujimori y el caso de Haití) pero hubo más de 20 presidencias interrumpidas, muchas violentamente y con saldo de muertos: Bolivia, Paraguay, nosotros, Ecuador… Cada presidencia interrumpida fue una crisis de sistema y lo curioso es que en cada una de esas crisis se salió con una solución parlamentaria, incluso en Argentina. Duhalde fue un presidente parlamentario que asumió en una transición difícil. No se fue a buscar el hombre a caballo, la solución salió de asambleas legislativas. Es un poco mentira entonces decir que nosotros no tenemos experiencia parlamentaria: la tenemos en las crisis. Sería momento de ponernos a pensar si no convendría tenerla también en las épocas de normalidad, en forma tal que el cambio de un gobierno no sea una crisis de sistema. Que sea una crisis política, por supuesto. Siempre lo será. Y terminar con el asunto de la reelección y la recontrareelección. Si alguien tiene mayoría parlamentaria, que se quede los años que se tenga que quedar hasta que pierda esa mayoría. ¿Churchill, cuántos años se quedó? Thatcher lo mismo, Felipe González también, y nadie dice que fueron dictadores. Mientras tuvieron mayoría, se quedaron. El día que la perdieron, se fueron.
—¿Piensa en una reforma constitucional?
—Aunque no se haga una reforma constitucional ya, deberíamos salirnos de la coyuntura y empezar a pensar un poco lo que nos pasa, lo que nos pasó en 25 años y pensar alternativas que nos ayuden a crear mayores controles pero que a la vez nos eviten posibles crisis de las cuales no estamos exentos, aunque no vayan a ocurrir en lo inmediato. Uno no piensa un sistema institucional para un rato, sino para 50 o 100 años. Y en nuestros países la política es bastante dinámica y la realidad nos pasa por encima galopando.
“No hay bloques en esta Corte”
Zaffaroni dice que su experiencia en esta Corte es la mejor que ha vivido en un cuerpo colegiado, luego de haber abandonado la magistratura años atrás con la idea de no regresar, tras ejercer como Juez de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de la Capital Federal de 1984 a 1990.
—Hemos logrado algo sin precedentes. No sé si somos 7 personajes en busca de un autor, como dijera Pirandello, pero tenemos personalidades muy diferentes, con actitudes, pensamientos y entrenamientos diferentes, y esto se ve en las sentencias: votamos de un lado, quedamos en minoría del otro. No hay bloques en esta Corte. Uno se pregunta, siguiendo la clasificación de Estados Unidos, ¿cuál es el sector liberal y el sector conservador en este tribunal? No se sabe. A veces incluso es difícil encontrar los 4 votos de la mayoría y se nos critica porque hay votos coincidentes pero los fundamentos difieren. Y es cierto, pero es el precio, humanamente hablando, de la imparcialidad. Cada uno tiene su visión del mundo, es hincha de Boca o de River, forma parte de la asociación protectora de animales, lo que sea. La única imparcialidad humana que se puede lograr en un cuerpo colegiado es el pluralismo, y creo que esa es la virtud que tiene esta Corte. Pese a todos los defectos individuales que podemos tener quienes la integramos (risas).
—Esta Corte promueve la movilidad jubilatoria, convalida los estudios de ADN extraídos de objetos personales para la búsqueda de desaparecidos, impulsa la limpieza de Riachuelo, busca acuerdos para despenalizar el consumo de drogas, empuja la agenda pública. ¿Es normal que una Corte Suprema exprese y busque transformar lo que la política no logra a través de sus estructuras o es que no estamos acostumbrados?
—No hemos inventado la pólvora, más o menos es eso lo que hace cualquier tribunal constitucional en el mundo, expresa o tácitamente. Cuando un tribunal constitucional europeo hace caer una ley que reglamenta tal o cual cosa, aunque no lo diga, el Parlamento tiene que hacerse cargo de que, si se cayó una ley, tiene que hacer otra. No hay nada que hacer, le genera un vacío de regulación y tiene que llenarlo. Eso sí lo hemos tomado de la experiencia internacional, solo que acá no había costumbre de decirle, por ejemplo, al Poder Legislativo “Mire, tiene que hacer tal cosa”. Como en Argentina no podemos hacer caer la vigencia erga omnes (NdR: respecto de todos) de la ley, se lo decimos, le damos términos para que lo hagan.
—Esto muchas veces se malinterpreta, maliciosamente o no, como intromisión de un poder del Estado en otro…
—Bueno, a quien uno le marca el paso controlándolo, le molesta, siempre. Pero no es intromisión. Uno no le dice qué tiene que hacer sino “Tiene que llenar tal hueco donde yo no me voy a meter porque es función suya. Si usted no lo hace me obliga a meterme a mí”. Porque todos los derechos son exigibles y la falta de regulación nos puede impedir el ejercicio de un derecho. En síntesis, lo único que la Corte dice que otro poder no puede hacer, es no hacer nada. Después, que regulen dentro de lo que es razonablemente discutible en el ámbito político. Eso sí no lo podemos juzgar nosotros.
Fallos
—¿Esperaba el debate y las reacciones que produjo el fallo sobre libertad sindical en la causa ATE-PECIFA?
—Lo esperábamos, era inevitable que se produjese. Yo creo, esto es una evaluación personal, que a la larga el debate que se abre con este fallo nuestro (y que en el país tiene que darse) es la discusión de un nuevo modelo sindical. Esto lo llevará a cabo, por supuesto, el Poder Legislativo, que tendrá que regular la representación sindical de una manera un poco más plural. Yo no niego que el modelo sindical nuestro a lo largo de muchos años dio resultados positivos en muchos aspectos. Tampoco niego la importancia de la CGT en la lucha obrera argentina, pero han pasado demasiados años y demasiadas cosas y es necesario volver a discutir el modelo sindical.
Pluralizar no significa que cualquiera con dos votos se presente en todo el país a elecciones: hay pisos, regulaciones, pero esa es una tarea de los otros dos poderes del Estado y de los propios sindicalistas: discutir el modelo que quieren sobre una base más plural. Yo no creo que esto produzca una atomización. Ni mis colegas ni yo queremos la atomización de la representación sindical. La salida va a ser una nueva ley sindical, creo que hacia eso se va. No lo hemos dicho ni el fallo daba para eso pero, como opinión personal, creo que hay que discutir un nuevo modelo de representación.
—¿Es cierto que le quedan pocos fallos como Juez de la Corte?
—Sí, pero no me fijé plazos. Se darán en los tiempos que tiene el tribunal.
—¿La despenalización del consumo de drogas es uno de ellos?
—Puede ser, sí. También el tema de la reincidencia, que yo creo que es inconstitucional. No sé si el resto del tribunal me acompañará, pero quisiera dejar sentada mi posición al respecto.
Zaffaroni ha manifestado en numerosos trabajos que la prisión deteriora física y psicológicamente al condenado, sumiéndolo en un mayor estado de vulnerabilidad. De este modo, si el efecto más trascendente de la prisionización es la reincidencia, el Estado no puede agravar la pena del segundo delito que ha contribuido a causar. De ahí, en apretada síntesis, su mirada sobre la inconstitucionalidad de penar la reincidencia.
El poder del discurso
—Usted participó de la actividad política y ocupó cargos electivos. Fue Convencional Nacional Constituyente en 1994, Convencional Constituyente de la Ciudad en el ’96 y legislador porteño (1997-2000). ¿Añora algo de esa actividad?
—Fue una experiencia muy positiva y enriquecedora. Yo sabía cómo funcionaba el Poder Judicial desde adentro pero no sabía cómo funcionaba la política desde adentro. Me enseñó bastante. A valorar la política, a respetarla, a aprender el trabajo y el tiempo que hay que dedicarle, los sacrificios que implica y, también, las mezquindades que tiene.
—¿Y desde qué lugar siente que se pueden cambiar más cosas? Porque debe ser una sensación muy poderosa cuando desde la Corte se dictan normas que amplían la ciudadanía o buscan garantizar los derechos de la gente.
—Si tengo que pensar en qué medida uno puede ser más útil, debo decir que desde esta posición de magistrado es bastante lo que puedo hacer, pero hay una cuestión ligada a lo temporal que es la que más me interesa. Aunque parezca mentira, yo creo que uno puede cambiar mucho desde lo académico. Nosotros, en Derecho, lo que tenemos es discurso. Desde un marxismo ortodoxo me dirían “Eso es superestructura”, pero no lo es. Los que saben de poder, sobre todo los dictadores, controlan justamente el discurso. Y no lo hacen porque sean tontos. Saben que el discurso es poder. Por supuesto que no es un poder que se ejerce de forma inmediata, pero desde ahí uno puede cambiar discurso. Y eso significa cambiar la percepción del mundo de una generación. Y si no la cambio, al menos puedo cuestionarla, que otros piensen lo que uno no llegó a pensar. Yo me asombro en la Universidad cuando discutimos ciertas cosas y pienso que hace 40 años o más, cuando yo era estudiante y discutíamos, nos hacían callar. Nos decían ignorantes y argumentaban que todo era discurso político, o “guitarra”, que no era ciencia. La interacción con las ciencias sociales permite abrirle la cabeza a la gente del Derecho; señalarles que no están manejando un mundo normativo de un topos uranos (NdR: en algún mundo celeste), sino que están manejando normas que son poder y tienen efecto sobre una realidad social a la que hay que investigar conforme a cierta metodología, cierto entrenamiento y ciertos principios científicos. Creo que eso es poder y ahí es donde me siento más útil. Por eso es que, cuando abandone la Corte, pienso volver a la vida académica.