La gestión de Mauricio Macri y sus funcionarios en la Ciudad continúa en caída libre y el área de cultura no es para nada una excepción. Las obras en el Colón, el alquiler del teatro San Martín a los amigos del jefe de Gobierno para el festejo de cumpleaños, el cierre de Centros Culturales y el desfinanciamiento son algunos ejemplos.
La gestión de Mauricio Macri al frente del gobierno de la Ciudad de Buenos Aires puso en evidencia desde el comienzo que la retórica disfrazada de buenas intenciones siempre es una coartada para negocios diversos, y mucho más si para ese objetivo se cuenta con un equipo organizado según la consigna de que el espacio público, en cualquiera de sus “escenarios”, es un botín de guerra.
Demasiado se habló de la impunidad del PRO autorizándose a sí mismo a usar las instalaciones del Teatro San Martín para un festejo privado por el cual supuestamente se donaron 80 mil dólares que habrían ido a dar a las arcas de esa sala. La complicidad, tácita o explícita, de funcionarios y legisladores, es tan obvia que en su momento mereció un pedido de informes en la Legislatura porteña.
Y con la reapertura del Teatro Colón, el episodio del San Martín permitió conjeturar (sin resultar demasiado capciosos) que los desaguisados podían ser más graves y más frívolos. Pero contra las correctas invectivas de la oposición, obligada a levantar la voz otra vez contra los amigos del hijo de Franco, de lo que menos se habló es que la política cultural del Propuesta Republicana es absolutamente coherente con sus postulados ideológicos. Y “postulados ideológicos” es mucho decir.
La cultura, como la educación y la salud pública, no son prioridades para el alcalde, a menos que sean una oportunidad de negocios. La reapertura del Teatro Colón es una excelente oportunidad para hacer negocios, presentándola como resultado de una alta gestión.
Es cierto también que algunos legisladores de centroizquierda no se privaron de recordar que la plusvalía que sostiene -todavía- las obras de refacción del principal Coliseo argentino (y uno de los cinco más importantes del globo) puede calcularse restando, del presupuesto anual del área de cultura, los despidos del personal estable, los cierres o la muerte por inanición de los centros culturales barriales, depreciados y con menos profesionales a cargo de sus cursos por falta de pago, el estado lamentable de las escuelas y la financiación -técnica y mediática- de los eventos al aire libre en los que el ministro del área, Hernán Lombardi, de origen radical y dedicado al turismo, suele extasiarse con las cantidades de espectadores (que lo silban) y con los pocos que hacen sonar sus joyas en las primeras filas.
En el Colón, se calcula, hubo una inversión de cien millones de dólares, que la calidad de los arreglos edilicios sumados a la previsibilidad de la programación, sin dudas serán chistes en los velorios o en las camarillas políticas y empresarias. Los viajes a Frankfurt -este año la Argentina es el país festejado en esa feria del libro- al parecer proliferan, para invitados que sólo llegan para mirar lo bien que quedó el stand que el PRO armó en algún pabellón del predio. Pero no debería extrañar tanto este modo de producir cultura.
El apoyo fuerte de Lombardi en el gobierno de Macri es el ex secretario de cultura de Fernando De la Rúa, Darío Lopérfido, que después de sus quince minutos de fama durante la Alianza, corrió a esconderse en España, hasta que consiguió volver al país como empresario de espectáculos, bajo el paraguas millonario de la Fundación Pies Descalzos, que administra la filántropa colombiana Shakira. Lopérfido, sin embargo, ya consiguió un puesto en el ministerio de Lombardi, para apuntalar un festival de teatro internacional.
Algunos intelectuales que conocen a Macri piensan que los únicos interlocutores culturales de su gobierno son Daniel Amoroso (a veces) y Diego Santilli. Esas fuentes confirmaron que existió una reunión en una casa de Punta del Este donde el jefe de gobierno escuchó atentamente a Lopérfido (o a la Fundación que representa) hasta convencerse de que el hombre para ese puesto era Lombardi. Pero una de las condiciones que habría puesto el ex secretario de Medios de Fernando de la Rúa es que el segundo del responsable de Cultura fuera Alejandro “El Conejo” Gómez, otro radical que prefiere las galas de masas espectaculares en versión sushi a pensar una cultura urbana adecuada al cambio de época.
Entretanto, el Planetario de la Ciudad, se ha convertido en un museo ad hoc sólo porque las autoridades del macrismo no autorizan a sacar del puerto los containers con el nuevo instrumental para modernizarlo. Igual, convendría entender qué es lo que cree Macri por cultura. Además de turismo, colectivos que pasean por La Boca y confiscación del espacio público, el hombre piensa la cuestión como un gasto y no como una inversión.
Está bien, eso es un lugar común. Pero acaso no lo sea decir que como a la política, el jefe de Gobierno imagina a la cultura como un insumo de la industria del espectáculo. Para Macri la cultura es un dispositivo que antes de poner en escena un conflicto, es una diversión. Sus diatribas contra la supuesta agresividad de la que es objeto, son propias de un actor malo, despechado por su auditorio. Y su victimización, el paso de comedia adecuado a una sociedad donde la responsabilidad pública es un valor de cambio que puede usarse, tirarse o cambiarse. Lo peor es subestimar esa capacidad.
El Colón es el caso testigo. Desde su reinauguración están dadas las condiciones para evaluar qué se cumplió y qué no desde 1997, cuando empezaron a planearse las obras. Los primeros bocetos para restaurar el Teatro datan de cuando De la Rúa era intendente y su secretaria de Cultura era Teresa de Anchorena. El asesoramiento del arquitecto Fabio Grementieri entonces resultó clave. Se evitaron arreglos cosméticos, y existió un acuerdo con el Instituto del Restauro de Roma para estudiar a fondo la restauración, que continuó con un crédito del Banco Interamericano de Desarrollo (BID).
Pero sucedieron cosas: De la Rúa fue electo presidente, Enrique Olivera quedó al frente de la intendencia, Anchorena siguió lo que había empezado hasta que Aníbal Ibarra ganó la jefatura de Gobierno. Agotado el crédito del BID, nació el Masterplan, un operativo de restauración que hizo agua pronto, cuando se dividieron las tareas entre los técnicos de obra y los técnicos artísticos. El poder lo tomaron los arquitectos. Después de Cromañón y la destitución de Ibarra, con su suplente, Jorge Telerman, las obras se demoraron más. Derrotados por Macri en las elecciones -pero con el prestigio intacto de la arquitecta Silvia Fajre, funcionaria, y esposa de Roberto Kirschbaum- crecieron las sospechas de que el Masterplan sería administrado por terceros a cambio que Clarín apoyara la candidatura del suplente en funciones.
Macri enterró al Masterplan por un plan propio: Cultura se hizo cargo del arte y Desarrollo Urbano de la obra. Y que el patrimonio del Teatro (archivos, partituras, hemerotecas, vestuarios y escenografía) fuera a parar a cuarteles de invierno. A relajarse: el Colón no es un parque temático porque saltarían de vergüenza hasta los periodistas más “cultos”. Pero a nadie debería sorprender que se asemeje a lo que es: un shop cultural. Esa es la cultura PRO. Ese es el negocio PRO.