El viejo Marx sostenía que las tragedias históricas suelen repetirse en forma de farsa. Pero si hubiese conocido la Argentina de los siglos XX y XXI, quizás su conclusión sería que ciertas farsas son copiadas una y otra vez a lo largo de la historia.
Por caso, a comienzos de 2019, el entonces presidente Mauricio Macri impuso por decreto la llamada “extinción de dominio”, eufemismo que alude al despojo patrimonial (incluso de modo retroactivo) a imputados sin sentencia firme en expedientes penales y también a sospechosos no procesados, a través de un estrambótico mecanismo articulado desde el fuero civil y comercial. Era una ingeniería reñida con el principio de inocencia, en la cual ya se adivinaban sus víctimas preferenciales: ex funcionarios kirchneristas, figuras opositoras y empresarios rivales. Y si bien ese procedimiento trae al recuerdo la Comisión Nacional de Reparación Patrimonial (Conarepa) de la última dictadura cívico-militar, en realidad fue ideado por la denominada Revolución Libertadora, de la cual ahora se cumplen 66 años.
Al respecto cabe mencionar un episodio conexo, exhumado del olvido por Carlos Hugo Morete, un antiguo investigador de la Secretaría de Derechos Humanos en la gestión de Eduardo Luis Duhalde. Fue mientras buscaba en las cajas del Archivo General de la Nación los “decretos PEN”, que establecían arrestos extrajudiciales durante los regímenes castrenses que hubo desde 1955 en adelante, para aplicar las leyes reparatorias a sus víctimas.
La cuestión es que entre los papeles del período comprendido entre el 16 de septiembre de ese año y el 1º de mayo de 1958 –cuando la Libertadora le prestó la Casa Rosada al doctor Arturo Frondizi–, también aparecieron los célebres “decretos de Interdicción”, otro modo de llamar el despojo de bienes como forma de castigo político. Solamente en aquella modalidad persecutoria, pasaron por los ojos de “Gogo” (así como sus amigos le dicen a Morete) unas mil resoluciones aplicadas a funcionarios, dirigentes y militantes peronistas, además de figuras del deporte, del espectáculo y de la cultura. Pero hubo un caso que a él le impresionó sobremanera: el de la actriz Fanny Navarro.
En este punto no está de más contextualizar su calvario. Y a su hacedor: Próspero Germán Fernández Alvariño (a) “Capitán Gandhi”.
Este sujeto era un viejo comando civil notoriamente chiflado, quien fue puesto a trabajar por los militares que derrocaron a Juan Domingo Perón en lo que peor podía hacer un paranoico: la investigación de delitos. Y lo hizo desde la bautizada Comisión 38, con sede en una oficinita del Departamento Central de Policía. Allí desfilaron “sospechosos” de la talla del historiador José María Rosa y Héctor J. Cámpora, entre otros.
Fue en aquel cubículo donde el tal Gandhi despuntó su gran obsesión: probar que el suicidio del hermano de Evita, Juan Duarte, fue en realidad un asesinato ordenado nada menos que por Perón.
Ya desde su primer período presidencial, nadie ignoraba que “Juancito” era un tarambana. Cuando el General enviudó, él siguió siendo su secretario privado. Pero lo cierto es que había quedado a la intemperie; en parte, porque comenzó a ser objeto de denuncias por presuntas trapisondas.
El 6 de abril de 1953, Perón advirtió por cadena nacional que no tendría contemplaciones ante ningún caso de corrupción; entonces dijo: “Aunque sea mi propio padre, irá preso porque robar al pueblo es traicionar a la Patria”.
Todo indica que Duarte interpretó que aquellas palabras eran para él. Y tres días después se pegó un tiro en su piso de la avenida Callao al 1900.
Su cuerpo fue hallado a la mañana siguiente por el mucamo; únicamente vestía calzoncillos, camiseta y medias con portaligas. Cabe destacar que había dejado una carta, pero de lectura imposible ya que estaba empapada en sangre.
Luego del golpe de Estado, al frente de la Policía Federal fue nombrado el capitán Aldo Molinari, otro espécimen con ensoñaciones patológicas. Fue él quien ordenó convertir el suicidio de Duarte en un asesinato, una directiva que Gandhi convirtió en la razón de su vida.
Dicho sea de paso, otra farsa reproducida por el macrismo, casi 60 años después, con el suicidio del fiscal Alberto Nisman.
Pero volvamos al infierno de 1955, cuando Fanny Navarro fue obligada a comparecer en la cueva de Fernández Alvariño. Su Pecado: haber tenido una relación sentimental con el difunto.
El asunto tuvo un detalle digno de mención. Fue cuando, para doblegar la reticencia de la interrogada, Gandhi dijo:
–Le voy a mostrar algo que la ayudará a recordar.
Entonces puso en medio del escritorio una caja de cartón, y la abrió con estudiada lentitud. Antes de caer desmayada, la actriz alcanzó a ver la cabeza descompuesta de quien en vida fuera Juancito.
Once lustros después, Gogo halló el legajo de su “Interdicción”. Ahora, tras otros diez años, difundía entre sus amigos un texto con el relato de esa ya olvidada trama. A continuación, un fragmento:
“No sólo tuve ese decreto en mis manos sino que en esos años me tocó tomar el testimonio de su sobrino cuando se presentó como causahabiente a reclamar la reparación histórica-económica que brindaba la ley. No recuerdo su nombre, sí su apellido: Romero. Había llegado a ser arquero de una famosa tercera de Boca, donde el más destacado era un wing de su mismo apellido, al que por su baja estatura llamaban ‘Romerito’. Acompañaba la documentación probatoria con unos recortes de diario donde aparecía con el plantel que viajó a Europa por algún torneo juvenil. Era el comienzo de los ’70. Al regresar, un milico que estaba en la Comisión Directiva descubrió su parentesco con Fanny Navarro, y lo dejaron libre. Trató de seguir su carrera en clubes del ascenso, pero no pudo. El estigma lo superó. Romero me contó cómo Fanny, prohibida, perseguida, sin trabajo ni dinero, viendo cómo se degradaba su vida, entró en un estado irremediable de vulnerabilidad y tristeza. Ella era propietaria de un chalet que ya no podía mantener sin dinero, y la interdicción no le permitía disponer de su venta para comprar un departamento más pequeño y vivir con la diferencia. Así se fue apagando. Así la condenaron a una muerte por goteo”.
Fanny Navarro falleció en 1971. Tenía apenas 50 años. Su vía crucis bien puede considerarse un “daño colateral”, un castigo del montón, algo de relleno. Porque todo apuntaba hacia el “Tirano Prófugo”. Hacia sus inmuebles y sus cuentas bancarias. Incluso, su colección de motonetas fue expropiada a modo de prueba irrefutable de “enriquecimiento ilícito”.
En tren de farsas recurrentes, cualquier similitud con las persecuciones del régimen macrista no son una simple coincidencia.