La princesa en la taberna

Gilda se hizo Santa porque así lo quiso el pueblo. A 25 años de su muerte, recorremos su vida y su impacto social, el cual sigue siendo vigente.
Gilda Cantando

Un corazón de plástico azul con el escudo de Boca. Placas doradas con dedicatorias y agradecimientos. Una está firmada por la Tota Santillán. Flores de plástico y flores frescas. “Gracias Gilda por haberme concedido el milagro”. Deseos anónimos. Zapatillas de bebés colgadas. La cara de Mickey en goma eva. Rosarios de muchos colores. Papelitos pegados con cinta de papel. Una caja de helado convertida en buzón de cartas. Cuento la palabra milagro: 36 veces.

En el cementerio de la Chacarita se encuentran los restos de Gilda, su hija Mariel y su madre Tita. Ellas, junto a tres músicos del conjunto y el chofer, murieron en un accidente el 7 de septiembre de 1996, cuando un cambión embistió al micro en el cual viajaba Gilda, su grupo musical y parte de su familia. Iban rumbo a Chajarí, Entre Ríos, para dar un concierto. Fue en el km 129 de la ruta 12, conocida anteriormente como “la ruta de la muerte”.

Norberto es el cuidador de la galería 24, dónde están ubicados los nichos de la cantante y su familia. Su trabajo consiste exclusivamente en mantener las tres lápidas lindas, cuidadas, sacar las flores muertas, barrer, regar las plantas que dejan los fans alrededor del lugar. En el sector 24 hay restos de otras personas, que también están muy cuidados. No sé si las mantiene Norberto por inercia o si las familias de esos muertos se sienten obligadas a mantener cierto equilibro, ciertos parámetros estéticos con respecto a los tres nichos famosos. La galería 24 tiene luz cálida.

Norberto me cuenta que no hay ni un solo día en que la cantante no reciba visitas. Que el 11 de octubre sería su cumpleaños nº 60. Que la hija Mariel hoy tendría la misma edad de Gilda cuando murió. Casi 35 años. Me subo a la escalera que amorosamente me alcanza el cuidador. Nicho nº 3635. Toco con timidez su foto enmarcada en dorado y le dejo un clavel violeta. Tengo que hacer fuerza para meterlo en el alambre que sostiene a las otras flores: está totalmente lleno.

Gilda firmando

Su nombre era Miriam Alejandra Bianchi. Nació en Villa Devoto, barrio de la capital porteña, el 11 de octubre de 1961. Madre de dxs hijxs. Fue maestra jardinera hasta los 30 años aproximadamente, edad en la que se animó a dejar definitivamente su trabajo y dedicarse a la música. Un tiempo antes, había visto el anuncio en el diario: “Se busca cantante femenina para formar un grupo tipo Las Primas”. El hombre que recibía en su casa a las candidatas era el productor y músico Juan Carlos “Toti” Giménez, quien luego fue su pareja y productor durante toda su trayectoria. Ese día, en ese casting, la eligió a ella.

Su carrera musical fue corta pero arrasadora. En cinco, seis años, la abanderada de las bailantas logró lo que a la mayoría de lxs artistas musicales les lleva décadas. Disco de oro. Disco Platino. Doble Platino. Pero no fue un milagro: Gilda era una obrera de la música tropical. En una misma noche, podía llegar a cantar en 5 lugares diferentes, ubicados uno del otro a distantes kilómetros. Le daba su teléfono a lxs fans, se quedaba hasta tarde hablando con ellxs, dejaba entrar al público aunque los patovas ya hubiesen cerrado las puertas y todo el mundo la recuerda como “encantadora”. Amaba a su pueblo. Y algo que la acercaba mucho a su gente: sus canciones hablaban sobre el amor. Sí, el amor, un tema clásico por excelencia. Desde que los relatos de la humanidad existen, es una preocupación que interpela a todxs, sin importar la época o el lugar.

Gilda sonriendo, foto de cuerpo

La mayoría de sus letras fueron escritas por ella. En una entrevista, cuenta que un día un amigo la fue a visitar, destrozado porque su novia lo había dejado. Cuando le contó por todo lo que había pasado, cuánto había sufrido, Shyll (así le decían desde chica, por ser fan de uno de los personajes de Los Angeles de Charlie) le dijo: “pero hermano, te sacaste la lotería, te sacaste un clavo de encima. Lo que tenés que pensar es: Valeria, fuiste, fuiste, Valeria”. Y fue así cómo surgió el famoso tema “Fuiste”, el cual quien lo cante, hasta el día de hoy, siente una especie de empoderamiento (si me dejaste, vos te lo perdés). Las malas lenguas dicen que se lo dedicó a su ex marido, pero, personalmente, prefiero creer en la primera versión. Porque así fue siempre Gilda: ella misma compuso su propia historia con anécdotas inchequeables, versiones diferentes a “las reales” o a cómo la recordaban los protagonistas, relatos fantásticos y misteriosos. Aún en vida, Gilda se construyó alrededor de los mitos, alrededor de la ficción. Y luego de su muerte, la mística se hizo aún mucho más poderosa. Su figura se elevó por encima de los límites terrenales.

Dicen que, al costado de la ruta, a metros de donde ocurrió el accidente, a los pocos días del hecho apareció un cassette con grabaciones inéditas de la cantante. Entre ellas, se encontraba la canción “No es mi despedida”, a la cual, según el Toti Giménez, Shyll le cambió la letra varias veces durante los días previos al accidente:

“Recuérdame en cada momento

porque estaré contigo

no pienses que voy a dejarte

porque estarás conmigo.

Me llevo tu sonrisa tibia

tu mirante errante

desde ahora en adelante

vivirás dentro de mi”

¿Qué es lo que hace que una cantante de música tropical de los años ’90 se convierta en una Santa? Dejando de lado las historias de sus supuestos milagros en vida y post mortem, (que son innumerables, como la niña que le puso la grabadora con canciones de Gilda a su mamá en coma y se recuperó, o la del señor que luego de años con problemas del corazón se curó al ser tocado por sus manos, o las señoras que le llevaban sus bebés para que les bajara la fiebre al salir de un recital), y dejando de lado su trágico accidente a una edad tempranísima, yo creo que el fenómeno de Gilda y su sacralización popular se debe más que nada a un hecho: su devoción por el Pueblo.

Famoso foto de Gilda, flores.

Gilda revindicó a los sectores populares, cantó en la cárcel de La Plata y luego almorzó con los presos, quienes le escribieron cartas hasta el día de su muerte (dejo un videíto del show, que siempre me saca unas lágrimas), dio conciertos en cientos de pueblos, ciudades, países de Latinoamérica tales como Bolivia y Paraguay. Su show preferido fue el que hizo de manera gratuita en el anfiteatro de Junín, “sin el lucro de la boletería. Ese fue un show para el pueblo”. Cuando no estaba en Argentina, decía que extrañaba mucho a su país, aunque las giras fuesen de pocos días. Extrañaba el olor a mate y a facturas. Sostenía que ella y su banda sufrían del mismo mal: el argentinismo. Su ciudad preferida era Buenos Aires, su comida, el asado con vino tinto. Lo que le molestaba era “la gente chusma” y la hipocresía. Le gustaba la gente frontal y observar a la gente cuando viajaba en colectivo. Le incomodaba que la gente pensara que era curandera, milagrosa, aunque nunca les negó sus manos. Siempre les repetía que ella era sólo era una música, a la cual le gustaba cantar y bailar con su público.

A la cantante le cerraron las puertas en numerosas ocasiones, más que nada por ser mujer  (en ese momento, en el ambiente tropical las voces femeninas eran muy pocas), y por no cumplir con los parámetros de belleza de las cantantes tropicales, pero aun así siguió luchando. En sus recitales, siempre le decía a su público: “si les cierran las puertas, desplieguen las alas y vuelen alto”.

Gilda se hizo Santa no por imposición de la iglesia: se hizo Santa porque así lo quiso el pueblo. La devoción para con lxs humildes, los sectores marginados, los que transpiran en un sótano al ritmo del teclado y los bongós, las mujeres trabajadoras, las madres solteras, los hombres enfermos. Y es hasta el día de hoy que, 25 años después de su muerte, si queremos levantar los ánimos en una fiesta, le damos play a una canción de Shyll. 

En una entrevista, de las pocas que dio en toda su carrera, le preguntan qué opina sobre su apodo “La princesa”. Y ella responde que, si en todo caso fuese una princesa, sería aquella que deja su vestido en la entrada de la taberna, para poder entrar y bailar con los de adentro.

Me gusta pensar en esa escena, y hasta le agregaría algo más: que, al colgar su vestido en la entrada, diga fuerte y claro, como lo hacía en sus canciones: “Yo soy Gilda”.

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