Por Rodrigo Codino*
Hace mucho tiempo que los medios masivos de comunicación vienen marginalizando voces, hasta que logran que se callen o que queden reducidas a manifestarse en espacios que ni siquiera son propios pero que los admiten, a veces a regañadientes. Hace poco Raúl Zaffaroni escribió un artículo denominado “Censura, táctica y estrategia” y puso el ojo en esta forma de silenciamiento. Con mucho refinamiento en sus argumentos, el profesor emérito de la Universidad de Buenos Aires dio en la tecla sobre lo que ocurre con los medios masivos de comunicación cuando de algún modo se empeñan en crear algunos demonios.
La particularidad de la demonización es que se vuelve un mecanismo para desvirtuar no solo la palabra en una coyuntura específica, sino las ideas que subyacen en el autor, autora o protagonista, e incluso hasta un conjunto de pensadores o militantes afines desgraciados.
Como toda falsedad, esta se expande, se repite para finalmente terminar convirtiéndose en un dogma que es difícil de derribar incluso con sólidos fundamentos.
Esto no es nuevo en la historia. Ya desde el siglo XIX se sostuvo con razón que la prensa era un nuevo soberano que nacía para quedarse; y se dijo en oportunidad del escarnio público al que fue sometido Alfred Dreyfus.
En este siglo XXI la pugna por el reconocimiento o defensa de un derecho, cualquiera sea, además de transitar los Tribunales, se volcó al terreno de la información. El peligro es tal en los tiempos que corren que se puede generar un consenso casi automático en torno a una noticia falsa con consecuencias desastrosas para quienes la padecen, incluso la apertura de procesos penales por algún delito, además de denigrar la honorabilidad de la que goza cualquier ser humano.
Surge entonces, como forma de resistencia, una contra-información pero si esta no alcanza suficiente entidad para que aquel dogma artificialmente creado se pueda desvirtuar, se la descalifica apelando a un estilo literario: es un relato o una ficción.
Los ejemplos en Argentina sobran: llamar “golpista” a alguien significa lisa y llanamente sindicarlo como “desestabilizador de la democracia” y puede dar lugar a la intervención del fuero penal federal de excepción; denominar a un sujeto “drogadicto”, “falopero” o “quemado” lo puede conducir a un proceso penal por infracción a la ley de tóxicos prohibidos como consumidor, facilitador o distribuidor y puede quedar atrapado en la telaraña judicial, sea en un fuero ordinario o de excepción; señalar que alguien es “traidor a la patria”, “corrupto”, “ladrón”, “asesino”, “narcotraficante“, “contrabandista” o “miembro de una asociación ilícita” es, sencillamente, tirarle el Código Penal por la cabeza, sin siquiera contar con la protección de un casco ni de jurisdicción preestablecida.
El escrache mediático asume formas tan groseras que hace que la presunción de inocencia se invierta sin necesidad que jueces, fiscales o defensores se expidan sobre las imputaciones. Una vez que se propaga una falsa información, el chimento con mala fe se vuelve imparable en tiempos de globalización informativa. La justicia también tiene sus tiempos y sus protagonistas, no son ajenos al espectáculo público.
Las descalificaciones suelen ser suficientes para estigmatizar a algunos actores sociales y ponerlos en un rincón. Más aun, si esto no alcanza, la gota que salpica al señalado se extiende como una mancha de aceite hacia sus prójimos y abarca a grupos de personas que adhieren o se identifican con las ideas de estos“acusados” por los grupos mediáticos. Surge entonces la participación delictiva o cuasidelictiva con o sin proceso penal. Lo cierto es que el ejercicio de esta práctica atraviesa todos los medios de comunicación masiva.
De este modo, como todos la practican, se llega a creer en la existencia de un periodismo impoluto, una realidad difícilmente contestable. El periodista se ampara en la inviolabilidad de la fuente de información y en la idea que lo que transmite es objetivo, cuando se sabe desde tiempos inmemoriales que la objetividad o imparcialidad no existen o que, en definitiva, se trata de opiniones discutibles porque toda verdad es relativa. Que nadie puede atribuirse el monopolio de la verdad es de Perogrullo.
Es particularmente llamativo en los medios de comunicación que se esconda algo elemental, esto es, que siempre se tiene a un “superior” que marca el límite de lo que se puede o no decir en ese medio o que incluso la propia empresa comunicacional pueda tener intereses en la difusión del descrédito.
El periodismo independiente encuentra sus límites porque sus empleadores no son otra cosa que empresas y como tales les interesa obtener ganancias a través de sus auspiciantes. El sexo, el deporte y la violencia siempre dieron sus frutos; los escándalos políticos, también.
Esta forma de informar contaminada a veces por intereses económicos de las empresas comunicacionales, coloca a muchas personas honorables en situación de indefensión pues deben luchar contra un sentido común que se instala y que se filtra como el agua.
En este contexto, algunos operadores de justicia se transforman en verdugos. Se parecen mucho a aquellos sujetos a quienes se les privó el uso de la guillotina, pero con la diferencia que utilizan las herramientas para construir los cadalsos. La Constitución Nacional, el Código Penal o el de procedimiento penal, se transforman mágicamente para algunos jueces y fiscales en textos de literatura fantástica, que se llevan puesto varios derechos humanos según quién sea el narrador más creativo que goce de la impunidad en el poder.
La picota para el escarnio no necesita ladrillos actualmente, basta con valerse de la información falsa y de algún medio que aproveche la oportunidad. El apuntado pasa a ser un sujeto con derechos de baja intensidad o sin intensidad alguna.
Estas prácticas que creíamos abandonadas y que las estudiamos en la historia permanecen a través de los siglos: el verdugo necesita el cadalso, la picota muestra el ejemplo de lo indigno.
Algunos fiscales, jueces y medios de comunicación nos llevan a la edad media sin necesidad de apelar a Dios ni al derecho divino, son ellos mismos los que reescriben los textos como si fueran los nuevos glosadores del castigo público.