La “normalización” del régimen de los talibanes en Afganistán sigue su curso. Las potencias mundiales, encabezadas por Estados Unidos, China y Rusia, como las potencias regionales en Medio Oriente, todos los días lanzan declaraciones en las que, de una manera u otra, legitiman a los seguidores del Mulá Omar, uno de los hombres más misteriosos que se conoció en tierras afganas y que controló con puño de hierro el país entre 1996 y 2001, durante el primer Emirato Islámico impuesto por el movimiento Talibán.
Luego de 20 años de resistencia, y de una fina y constante política diplomática, los talibanes tardaron apenas unos días en llegar a Kabul, conquistar el poder y presentarse al mundo como una versión moderada de lo que fueron en el pasado. En estas dos décadas, que en Afganistán comenzó con la invasión militar de Estados Unidos en 2001, el movimiento Talibán se refugió en montañas y poblados, desde donde cometió crímenes de los más diversos, impuso su versión conservadora y ortodoxa del Islam, se inmiscuyó en el redituable negocio del tráfico de opio, y continúo con la formación de sus militantes, ya sea en escuelas coránicas afganas o en Pakistán, una de las potencias de la región que siempre respaldó a este movimiento yihadistas, nacido al calor de la invasión de la Unión Soviética en la década de 1970.
Aunque por estos días las declaraciones de portavoces y líderes talibanes intentan calmar las aguas y asegurar que el mundo crea sus promesas de mesura e inclusión, el régimen que ahora rige el destino de los afganos y las afganas ya comenzó a aplicar su política represiva. Aun cuando buena parte de las miradas están sobre Kabul, en el resto del país los talibanes se mueven con la libertad que les da el poder. Los videos sobre hechos represivos contra mujeres, ex soldados y pobladores, ya comenzaron a repetirse de forma acelerada.
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Desde que los talibanes tomaron el poder, las protestas se multiplicaron, como también lo fueron los castigos a quienes participaban. La semana pasada, el régimen anunció la prohibición de las manifestaciones que no estuvieran autorizadas. Esto quiere decir, simplemente, que en el nuevo Afganistán salir a las calles implica quedar desprotegido por cualquier tipo de derecho civil.
Mujeres en Kabul y otras ciudades del país se movilizaron y recibieron gases lacrimógenos y latigazos por parte de los talibanes. En varios videos difundidos en redes sociales, se pueden ver los castigos físicos que los milicianos islamistas les aplicaron a dos periodistas. Las espaldas de los reporteros están profundamente marcadas por latigazos. Este método represivo fue una marca registrada del régimen talibán en la década de 1990.
Otras imágenes que se empezaron a multiplicar son la de los murales borrados. Donde había colores e imágenes, los talibanes ahora escriben consignas a favor del Emirato Islámico. A pocos días de ingresar en Kabul, también fueron tapados afiches con imágenes de mujeres. En las universidades, las aulas fueron divididas por una tela para separar a las mujeres de los hombres.
Cuando tomaron el poder, los talibanes dijeron que iban a respetar los derechos de las mujeres dentro de su interpretación de la Sharia (Ley Islámica). Para este grupo, esa interpretación —que gran parte de la comunidad musulmana a nivel mundial no comparte—, implica que una mujer vale menos que un animal.
Las atrocidades cometidas por el movimiento Talibán en la década de 1990 están retornando a Afganistán de forma paulatina. Después de estos primeros tiempos, es probable que los talibanes se lancen de forma abierta a cazar opositores, como lo hicieron hace 20 años.
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¿Estados Unidos fue derrotado en Afganistán? Esta pregunta todavía cruza los debates sobre las últimas semanas que se desarrollan, frenéticas, en la nación asiática. La invasión ordenada por la Casa Blanca, junto a los países de la OTAN, tuvo dos grandes justificaciones: la lucha antiterrorista (profundizada luego de los atentados en 2001 a las Torres Gemelas y el Pentágono), y el “renacer” afgano con promesas de democracia y libertades, algo que no existía bajo el régimen de los talibanes.
Hubo otra justificación: defender a las mujeres afganas y restablecer sus derechos, pisoteados no sólo por el régimen talibán, sino que desde mucho antes por los grupos muyahidines que se disputaron el país tras la derrota soviética en 1992 y la posterior caída del gobierno de Mohammed Najibullah, el cual sobrevivió apenas unos años antes que los talibanes lo secuestraran en una sede de la ONU en Kabul, lo torturaran y ahorcaran en la vía pública.
Por supuesto, la ocupación militar occidental durante dos décadas no cumplió ninguna de sus promesas. El país está sumido en la pobreza y las mujeres –en los últimos 20 años- fueron las principales víctimas de los crímenes de guerra, asesinatos, violaciones y desplazamiento, no sólo producidos por las fuerzas extranjeras, sino también por el propio movimiento Talibán y los denominados Señores de la Guerra, que mantienen un fuerte control territorial.
Por debajo de la propaganda y el espectáculo que Occidente construyó en 2001 para justificar la invasión a tierras afganas, había un botín mucho más redituable. En Afganistán no sólo aceitaron el saqueo natural y cultural del país, sino que en 2003 lo perfeccionaron con la invasión contra Irak, desatada bajo una de las grandes mentiras que el mundo vio como si nada: la posesión por parte del régimen de Sadam Husein de armas de destrucción masiva. Es bueno recordar que cuando Husein, en la década de 1990, experimentaba con gases químicos contra el pueblo kurdo de Irak, Occidente miraba para otro lado. En esa época, Sadam todavía era el “dictador amigo” que funcionaba para los juegos geopolíticos de Washington en Medio Oriente.
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Si hay algo que no fue derrotado en Afganistán es el capitalismo. Estados Unidos se encargó de que miles de millones de dólares fluyeran de los bolsillos de los y las contribuyentes norteamericanos hacia territorio afgano, y luego retornaran a las cuentas bancarias del complejo-militar industrial y de empresas contratistas, a las que se les encargó la tercerización de la invasión.
Diferentes fuentes y estudios calculan que Washington “gastó” 2,3 billones de dólares en las dos décadas de guerra en Afganistán. La revista Forbes calculó que la ocupación les costó a los y las estadounidenses 300 millones de dólares al día.
El diario inglés The Independent apuntó que, según un análisis de Pacific Standard, “se pagaron casi cinco billones de dólares a contratistas militares contratados por el Pentágono, entre ellos Lockheed Martin, DynCorp, Black & Veatch y Academi, antes conocida como Blackwater, la empresa de mercenarios propiedad de Eric Prince, hermano de la secretaria de Educación de Trump, Nancy DeVos, y aliado del ex presidente”.
A mediados de agosto, The Intercept publicó un artículo en el que se calculan las ganancias accionarias que generaron las contratistas en defensa Boeing, Raytheon, Lockheed Martin, Northrop Grumman y General Dynamics, las cinco más importantes del mundo. El periodista Jon Schwarz realizó el siguiente análisis: “Si compró 10.000 dólares en acciones divididas equitativamente entre los cinco principales contratistas de defensa de Estados Unidos el 18 de septiembre de 2001, el día en que el presidente George W. Bush firmó la autorización para el uso de la fuerza militar en respuesta a los ataques terroristas del 11 de septiembre, y reinvirtió fielmente todos los dividendos, ahora valdría (cada acción) 97.295 dólares”. “Es decir, las acciones de defensa superaron al mercado de valores en general en un 58 por ciento durante la guerra de Afganistán”, simplificó Schwarz.
En una entrevista reciente, el veterano de Irak y activista pacifista estadounidense, Mike Prysner, apuntó de forma acertada que lo denominados “Papeles de Afganistán”, publicados por The Washington Post en 2019, “revelaron que el gobierno supo siempre, a lo largo de los 20 años que duró esta guerra, que no había posibilidad alguna de evitar una victoria talibán tras la retirada”.
Para Prysner, que integra el Partido Por el Socialismo y la Liberación, la Casa Blanca optó “por alargar el conflicto eternamente” en Afganistán, algo que “no era mal negocio”. “Era bueno para el ejército —analizó el ex soldado—. No morían suficientes soldados para que al público le importase. Y a los ciudadanos estadounidenses no le preocupan los civiles afganos, por lo que no había presión para finalizar la guerra. Era una situación ventajosa para el Pentágono y para el complejo militar-industrial, por lo que Washington no le prestaba demasiada atención. No tenían por qué hacerlo”.
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La situación social de Afganistán es crítica. A los 20 años de ocupación hay que sumar los años de régimen talibán y de la guerra entre los propios muyahidines –financiados por Estados Unidos, vía Paquistán-, que se desató luego de la retirada de las tropas soviéticas.
La semana pasada, la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de la ONU (OCHA) solicitó 606,2 millones de dólares para proporcionar asistencia humanitaria a 11 millones de afganos y afganas. El dinero, según la ONU, tiene que utilizarse para brindar seguridad alimentaria, promocionar la agricultura, reforzar el sector de la salud, entre otros. El portavoz de la agencia, Jens Laerke, advirtió que “los servicios básicos en Afganistán se están colapsando y los alimentos y otras ayudas vitales están a punto de agotarse”.
¿Los talibanes optarán por paliar las necesidades de los habitantes de Afganistán o utilizarán su poder para reproducir un modelo de explotación que el país viene sufriendo hace décadas? Por el momento, caracterizar al movimiento Talibán como una organización que puede llevar a algún tipo de liberación es, como mínimo, un error. En esta nueva versión, efímeramente moderada, los talibanes buscan por todos los medios acordar con Estados Unidos, Rusia, China, Paquistán, Turquía e Irán, para que el flujo de dinero y negocios se mantenga. En la concepción talibán de la sociedad, la economía no busca una ruptura con el actual sistema establecido. Si en la década de 1990 impusieron una mezcla de feudalismo y “capitalismo desesperado” (sus reuniones con la administración Clinton y con el empresario argentino Carlos Bulgheroni para trazar gasoductos en el subsuelo del país, son la punta del iceberg), en 2021 el movimiento busca la “concordia” con las potencias para que sus recursos naturales (que no son pocos) sean explotados y comercializados, como también “blanquear” el redituable tráfico de opio que, desde Afganistán, abastece al mundo, principalmente a Europa.