El difícil arte de negociar confianza

Por estos días, el gobierno peruano propone avanzar en una serie de reformas al tiempo que disputa el voto de confianza a su Gabinete. La crisis con Perú Libre y la amenaza de una derecha golpista.
PEDRO CASTILLO PRESIDENTE DE PERU

Hace apenas tres meses Pedro Castillo asumía las riendas del Perú luego de un ajustado balotaje contra Keiko Fujimori, un proceso lleno de tironeos donde la oposición se esforzó en negar los resultados y extender la proclamación hasta último momento. El tiempo vino a confirmar lo evidente: aquella victoria electoral fue cierta pero transitoria, y lo más difícil aún estaba por venir. Es que gobernar el Perú no es tarea sencilla (para nadie), mucho menos para un proyecto que llegó con vocación de cambio y el rechazo visceral de la derecha.

A comienzos de octubre, el Ejecutivo sufrió el primer sismo en su coalición de gobierno. Una serie de cambios en el Consejo de Ministros ensanchó la distancia entre Pedro Castillo y el partido que lo llevó a la presidencia, Perú Libre.  Y si bien las diferencias son de origen —también se observaron durante la campaña—, no está del todo claro que la relación pueda recomponerse. Los adversarios políticos observan con satisfacción, después de todo, marginar a los sectores más intransigentes fue su estrategia desde el día uno. Hoy, la gobernabilidad se juega en todos los frentes.

Fuego amigo

Cuando Pedro Castillo se embarcó en la campaña presidencial nadie apostaba por él. Contaba con su trayectoria como rondero y referente sindical, una síntesis de dos sectores bien dinámicos del Perú: las rondas campesinas y el Magisterio. El apoyo político llegó de la mano de Perú Libre, un partido de origen regional con un ideario de izquierda y una experiencia de gestión local, en el Departamento de Junín.

En los primeros días de gobierno, la bancada oficialista y la composición general del Gabinete expresaban, en relativa armonía, ese equilibrio de fuerzas. La coalición la completaba Juntos por el Perú, el espacio encabezado por Verónika Mendoza que se sumó tras la primera vuelta electoral. Pero las cosas cambiaron mucho desde entonces.

El punto de inflexión se dio con el desplazamiento de Guido Bellido, que era la figura fuerte de Perú Libre dentro del Consejo de Ministros. En contra de Bellido, se planteaba que era una personalidad controvertida que dificultaba la construcción de acuerdos. En su lugar se asignó a Mirtha Vasquez y se les otorgó protagonismo a voceros más conciliadores. La misma noche del anuncio, el Secretario General de Perú Libre, Vladimir Cerron, expuso sin medias tintas esta disputa: “Es momento que Perú Libre exija su cuota de poder, garantizando su presencia real o la bancada tomar posición firme. Nuevo Perú y Frente Amplio ya fueron servidos”.

Desde entonces, la tensión fue en aumento, con derivaciones dentro del Ejecutivo y también en el Congreso. La bancada oficialista es testimonio de estas divergencias: los congresales que provienen del Magisterio se encolumnan detrás de Castillo, al tiempo que los legisladores de Perú Libre definieron quitar su apoyo al nuevo gabinete. A esta puja por los espacios de poder se suma el debate respecto a las prioridades del gobierno: en una de sus primeras entrevistas como premier, Mirtha Vasquez aseguró que la Asamblea Constituyente “no es una prioridad”. Se trata de una de las propuestas impulsadas con fuerza por Perú Libre y que, de hecho, funcionó como estandarte durante la campaña. 

El voto de confianza

La cuestión de confianza es un mecanismo constitucional sensible, que en la práctica funciona como un arma de doble filo. Por un lado, establece que el presidente del Consejo de Ministros (el equivalente a nuestro jefe de Gabinete) debe presentarse ante el Congreso luego de asumir el cargo para obtener su respaldo con la mayoría simple de los votos, caso contrario, está obligado a renunciar. La alternativa es aún más drástica: si el Ejecutivo no obtiene el voto de confianza, el presidente bien puede disolver el Parlamento y convocar a elecciones legislativas. Así es que en este espacio se define buena parte de la institucionalidad peruana.

El lunes de esta semana, mientras se discutía el voto de confianza al nuevo Gabinete encabezado por Mirtha Vasquez, el pleno del Congreso se suspendió al conocerse la muerte de Fernando Herrera Mamani, congresista de Perú Libre que sufrió un paro cardiorrespiratorio mientras seguía el debate desde su domicilio. La sesión se reprogramó, ya no para la misma semana sino para el jueves 4 de noviembre, extendiendo aún más la incertidumbre respecto a la investidura de ministros.

En este juego de contrapesos, el Legislativo siempre cuenta con un as bajo la manga, que es la facultad de destituir al presidente mediante la ambigua figura de “incapacidad moral”. En la historia reciente del país, este mecanismo se utilizó contra Alberto Fujimori en el año 2000 y contra Martín Vizcarra en noviembre de 2020. La salida de Vizcarra derivó por ese entonces en el relevo de Manuel Merino y una serie de manifestaciones donde resultaron muertos dos jóvenes, Brian Pintado e Inti Sotelo.

La preocupación desde un primer momento es que los sectores de derecha  —que ostentan la mayoría en el Parlamento—  estén preparando el terreno para la vacancia de Castillo. Cuando Héctor Béjar abandonó la Cancillería en agosto de este año, tras una fuerte campaña en su contra y con la intervención pública de la Marina, advirtió que en última instancia iban por el presidente. Ni la salida de Guido Bellido, ni la renovación del Gabinete ha contentado a la oposición, que en los hechos no ha mostrado ninguna intención de garantizar gobernabilidad.

Por el contrario, en una de las últimas sesiones, el Congreso aprobó una ley que limita el ejercicio del voto de confianza para el Ejecutivo a la hora de discutir leyes o reformas constitucionales. Así, el Legislativo condiciona aún más a Castillo, desoyendo a los especialistas y al Ministerio de Justicia, que advirtieron a viva voz sobre la inconstitucionalidad de la medida. La modificación planteada solo contó con opiniones favorables de constitucionalistas cercanos al fujimorismo.

La premier Mirtha Vasquez la definió como “una Ley que pone en riesgo la democracia”, y presentó una demanda frente al Tribunal Constitucional (TC), que este miércoles admitió por unanimidad la presentación del Ejecutivo. Ahora, el Congreso tendrá treinta días para otorgar una respuesta. A golpe y contragolpe, el margen de negociación se hace cada vez más estrecho y la quietud no parece una opción: todo lo que no avanza, retrocede.

Las reformas en curso

Al calor de esta disputa, dentro y fuera de las instituciones peruanas, el gobierno viene trazando algunas líneas de acción que también despertaron la reacción de los poderes fácticos. Hace algunas semanas se lanzó la denominada “segunda reforma agraria”, que postula una serie de medidas de apoyo a la agricultura familiar, un sector que produce más del 70% de los alimentos que se consumen en el país.

El anuncio está cargado de historia: la primera reforma agraria de Velazco Alvarado en 1969 significó la muerte demorada del gamonalismo, un régimen que sometía a la mayoría indígena. Cuando los grandes hacendados, dueños de todas las cosas, perdieron la fuente central de su poder —la tierra—, se generó un auténtico hecho emancipatorio. Las heridas de aquel orden casi feudal se arrastran hasta hoy, en formas no tan sutiles de racismo y exclusión.

Esta reforma se enfrenta a las dificultades de un ordenamiento territorial donde la agricultura convive con la actividad extractiva, y donde además, el sector exportador concentra la mayor parte de la infraestructura y el acceso al agua.

Por otro lado, esta misma semana Pedro Castillo se refirió a una medida vital para la vida diaria de los peruanos y peruanas: el uso social del gas de Camisea, una importante zona de explotación en el corazón de Cusco. El presidente solicitó al Congreso trabajar una ley sobre la nacionalización del gas de Camisea y aseguró que, en paralelo, renegociará el contrato para operar el yacimiento que hoy está en manos privadas. Tras estas declaraciones, los poderes económicos no tardaron en pedir explicaciones sobre el supuesto “doble discurso” del presidente.

José Maria Arguedas, uno de los mayores exponentes de la literatura peruana, decía:

“La lucha es un bien, el más grande bien que le ha sido otorgado al hombre, pero siempre que la lucha no sea irremediablemente estéril o inútil, porque entonces ya no es lucha, es el infierno”. 

Pedro Castillo busca escapar del infierno, aunque la realidad por momentos se le parezca tanto.

Lejos de ser una lucha estéril, cambiar los destinos del Perú es una tarea osada. En ese camino, el flamante presidente enfrenta una derecha con un historial profundamente antidemocrático que, en lugar de ceder, se envalentona ante la más mínima concesión. La unidad con los socios más cercanos, aunque forzosa, puede ser decisiva para el futuro del gobierno.

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