En las elecciones presidenciales del 23 de febrero de 1958 se imponía Arturo Frondizi, candidato de una de las facciones en que había quedado rota la Unión Cívica Radical.
Con Perón y el peronismo proscriptos, la UCR era número puesto en cualquier comicio, de ahí que cesara el autocontrol de sus dirigentes y terminara por estallar la sorda rivalidad latente entre los dos líderes del Movimiento de Intransigencia y Renovación. Arturo Frondizi y Ricardo Balbín se enfrentaron en la convención nacional de la UCR, de donde surgieron dos partidos: la UCR Intransigente de Frondizi y la UCR del Pueblo que lideraba Balbín. Los separaba un diferendo filosófico: quién de los dos sería el futuro presidente. Todo lo demás, vino después.
A fin de desnivelar a su favor, Frondizi buscó el apoyo de Juan Perón. Se valió para ello de su aura de nacionalista modernizador y defensor de la estatización petrolera. Balbín, por su parte, debía contener detrás de su candidatura tanto al viejo alvearismo conservador expresado en el unionismo, como a la ambigua y bochinchera “línea Córdoba”. Se vio obligado entonces a adoptar un talante más “tradicional” y cercano al régimen libertador y democrático, que llegaba a su fin ahogado en sangre ajena.
Por medio de su alter ego Rogelio Frigerio, Frondizi suscribió un pacto con el exiliado, que le permitió ganar las elecciones con el 52% de los votos y que le granjeó la antipatía y el negro rencor del sector mayoritario de las Fuerzas Armadas, embanderado en un liberalismo económico extremista, y entusiastamente alineado en el lado norteamericano del mundo y de la vida.
Un Maquiavelo de papel maché
Es imposible saber si Frondizi estaba realmente dispuesto a cumplir con el pacto. Lo hizo en parte, al amnistiar a miles de presos políticos y gremiales, reformar la ley de asociaciones profesionales restableciendo la promoción del sindicato único de rama y actividad con personería gremial al más representativo, así como la protección contra el despido para los delegados. En contrapartida, si bien derogó el inicuo decreto 4161, mantuvo la proscripción del peronismo, las denuncias penales contra el líder exiliado y la intervención de la CGT, lo cual le granjeó la enemistad simultánea de las Fuerzas Armadas, el movimiento obrero, el peronismo, la UCR del Pueblo, el socialismo y el resto de los partidos y partiditos alineados con el ideario de la revolución libertadora y democrática.
Creía ser un hombre astuto, un Maquiavelo capaz de engañar a todos mediante ardides, triquiñuelas y trampas tan sofisticadas que acabaron por atraparlo a él mismo.
El colmo de la modernidad
Sin sombra de dudas, era un hombre inteligente, un intelectual, como había habido y habría posteriormente muchos otros en la política argentina, pero contaba con algo a su favor: la parada. Alto, delgado, petulante, de gruesos anteojos y aire a judío ligero para los números, medalla de oro en la facultad de Derecho, dicción correntina que era sorprendentemente tomada como rasgo de cultura y don de mundo, para los bobalicones de ayer, de hoy y de siempre, no podía ser otra cosa que un “Estadista”.
Como suele ocurrir, el principal peligro de toda fantochada es que el primero en tomársela en serio es el propio fantoche. Y, como dirían los muchachos de medio siglo después, Frondizi se la creyó. Así como se la creyeron la mayoría de los argentinos, para quienes “desarrollo” y “modernización” se volvieron palabras mágicas, conjuros indicados para curar el atraso, la decadencia, el clientelismo y el mal de ojo. Fue así como, por efecto del mito desarrollista, en aras del progreso y la modernización, fue desmantelado un sistema de transporte público relativamente silencioso, impulsado por energía renovable y no contaminante para reemplazarlo por un sistema basado en un combustible fósil perecedero, ruidoso y tóxico.
El ejemplo no vino de casualidad: la “modernización” del transporte fue la trampera en la que cayeron el tramposo y la multitud de vivos que empezaban a brotar como hongos regados por las humedades de un desarrollo mediático ya entonces sin freno ni medida.
Al comienzo de la gestión del Maquiavelo correntino se desempeñó en la Secretaría de Transporte un activo defensor del ferrocarril: Alberto López Abuín, quien propuso una política de modernización que incluía la incorporación de material rodante nuevo, buscando de esta forma mejorar el transporte de cargas a fin de permitirle ganar terreno frente al avance del tráfico automotor que se experimentaba en el país. El Estadista rechazó el plan con el argumento de que exigía inversiones a largo plazo, lo que motivó la renuncia de López Abuín, quien fue reemplazado por el ingeniero Alberto Costantini.
Acérrimo antiperonista, Costantini se había desempeñado como jefe del Departamento de Puentes y Caminos, director Provincial de Vialidad de San Juan y presidente de Obras Sanitarias de la Nación durante el periodo libertador y democrático. Luego de reemplazar a López Aubín, en junio de 1959 fue designado ministro de Obras y Servicios Públicos. Por entonces, ya ocupaba el ministerio de Hacienda y Trabajo el capitán ingeniero Álvaro Alsogaray.
El cazador cazado
Hombre de confianza del sector ultraliberal de Ejército, Alsogaray, que se había desempeñado como subsecretario de Comercio y luego ministro de Industria de Pedro Eugenio Aramburu, llegó al gabinete de Arturo Frondizi como consecuencia de uno de los 34 planteos “planteos” de que el Estadista sería víctima. Se trataba de reclamos militares ligados a exigencias de nombramientos o renuncias.
Frondizi fingía aceptar, hacía pequeñas concesiones, designaba funcionarios y creía estar engañando a todos, sin advertir que su gobierno parecía cada vez más un Frankenstein espástico, que daba golpes de ciego atizándose cada tanto la propia nariz mientras marchaba alegremente rumbo a la esquizofrenia.
A un año y meses de haber ganado las elecciones, debía aceptar en un ministerio clave a quien personificaba lo opuesto a su desarrollismo y, muy especialmente, el de su alter ego, de quien fingió deshacerse mientras lo escondía en el ropero. Desde luego, nadie le creyó.
Dirá Alain Rouquè “Para preservar lo que queda de legalidad, el presidente sacrifica a sus colaboradores, uno a uno a fin de aplicar, a pesar de todo, el programa, lo que a veces será un mal cálculo. No solamente Frondizi sobreestima el poder de sus adversarios en el seno del ejército, sino que, a menudo las presiones así aceptadas le hacen trazar una política opuesta a la que ya estaba trazada. Álvaro Alsogaray es de esta manera, durante veinte meses, una especie de primer ministro que conduce una política independiente”.
Una solución simple
El capitán ingeniero venía con un descubrimiento fenomenal: la causa de la inflación era la emisión monetaria.
El enunciado contenía el remedio: así como la interpretación bestial de las ciencias bioquímicas asegura que muerto el perro, se acaba con la rabia, la interpretación bestial de las ciencias económicas (para lo que un capitán del ejército convertido en ingeniero civil estaría particularmente dotado) llevaba a concluir en que, detenida la emisión, se acababa la inflación. Todo consistía en pasar el invierno, según aseguró en cadena nacional. Un invierno que no duró tres meses sino que se prolongó por 60 años en los que una y otra vez el capitán ingeniero y sus adláteres, cómplices y seguidores repitieron una y otra vez la misma receta obteniendo –como no podía ser de otra manera– los mismos resultados.
El capitán ingeniero comenzó por negociar un stand by con el FMI (hacía apenas un año y monedas que el país, completamente desendeudado durante la década peronista, había solicitado por primera vez un crédito al Fondo y ya no podía pagarlo) en el que se comprometía gozosamente a eliminar el déficit público, proponiendo un principio que los inventores del agujero al mate de décadas después llamarían “déficit cero”.
Hay dos modos de reducir un déficit: aumentando los ingresos o reduciendo los gastos, lo que a primera vista parecería ser sencillo: bastaría con restringir las obras públicas, reducir presupuestos, bajar los sueldos y prescindir de personal superfluo, que, según se mire, podría ser absolutamente todo el personal del Estado, con excepción del ministro de Hacienda y Trabajo, claro está.
Aun suponiendo que pudiera llegarse a extremos semejantes, ninguna persona cuerda podría creer que reducirá un déficit bajando los ingresos. Alsogaray lo hizo: redujo a cero los derechos de importación, lo que además de bajar los ingresos del Estado dejó indefensa a la industria nacional, con el consiguiente deterioro en la capacidad empresaria de pagar impuestos y contratar personal. No conforme, porque de algún lado tenía que salir la plata para compensar la liberalización de las importaciones, aumentó los impuestos sobre el consumo y las tarifas de los servicios públicos, al mismo tiempo que se reducían las retenciones a las exportaciones tradicionales.
«La enfermedad del país es la sobreinversión –sostuvo el capitán ingeniero–. Exhibe signos de cierta producción industrial, en detrimento de la industria más eficiente del país, que es la agricultura y la ganadería».
El Estadista estaba frito: había metido dentro de su gobierno al principal enemigo. Y la cosa no iba a acabar ahí: al limitar al máximo la emisión no sólo se restringió la oferta monetaria sino que se redujo la capacidad de Estado de pagar sus compromisos o encarar obras públicas, con los consiguientes nocivos efectos sobre el empleo y la actividad económica.
En sus brillantes razonamientos, el capitán ingeniero parecía no haber previsto que la disminución de la actividad económica tenía que contraer la base tributaria, con lo que el déficit no se redujo sino que, por el contrario, aumentó hasta tal punto que ya no fue posible pagar las cuentas ni los salarios del sector público.
Naturalmente, como era de uso y costumbre del FMI hasta el sorprendente (y sugestivo) súpercredito otorgado a la administración Macri, habiendo fijado todos los condicionantes posibles, el FMI no iba a aceptar un nuevo stand by, y el capitán ingeniero se vio obligado a emitir un empréstito forzoso que calificó de “patriótico”, y en tren de mayor argentinidad denominó “9 de Julio”, bonos con que se pagaron cuentas y salarios, que pronto se devaluaron estrepitosamente, incrementando el desastre económico, la conflictividad social y el descalabro financiero.
Pero el Estadista ya se había librado de él y las Fuerzas Armadas se habían librado del Estadista.
Maestros
Mientras el Estadista sufría en Martín García los primeros síntomas del síndrome de Estocolmo que lo aquejaría en forma creciente hasta su muerte, el capitán ingeniero volvía a ser ministro en el gobierno de José María Guido, un patético títere del poder militar, desde donde completaría su obra de descalabro económico y financiero del país, y prepararía su ingreso a la actividad política, en la que dejaría profusa descendencia.
Con los años, sería contratado por el tío Jorge Blanco Villegas, un vivillo empobrecido con ínfulas de bacán, que ya vivía de los negocios de su cuñado, entre los que puede mencionarse el vaciamiento del Banco de Italia y Río de la Plata y el lavado de activos, por el que, al momento de su paso al más allá era investigado por el gobierno estadounidense.
La tarea del capitán ingeniero sería docente: debía enseñar la interpretación bestial de las ciencias económicas al sobrino Mauricio. Para completar la formación del joven estudiante, el tío Blanco Villegas le organizaba periódicos almuerzos con el doctor Arturo Frondizi, quien lo introducía en los secretos misterios de la alta política.
Con semejantes maestros, son comprensibles la escasa capacidad intelectual y el simultáneo deterioro moral del alumno, así como lo torpe y trillado de las soluciones mágicas que encontraría para todo y que, sorprendentemente, tantos incautos volverían a tomar en serio, como si el capitán ingeniero, el directivo de Acíndar, Machinea y Cavallo no hubieran sido suficientes.
Lo que el sobrino seguramente todavía trata de entender es por qué la reducción del gasto y la restricción monetaria no eliminaron la inflación en un instante. ¡Si el capitán ingeniero le había explicado que era tan fácil…!