Aunque el cielo está despejado y el sol brilla en el cielo angustiosamente azul, la tarde es fresca. Mientras, en el playón de la Axion, un guaraní de edad indescifrable espera no sé qué, sentado en el borde de un cantero, donde en el mástil flamea la bandera nacional. El viejo, de piel rugosa, mira hacia la nada con las manos encallecidas apoyadas en el mango de un bastón de palo. De pronto irrumpe una camioneta 4×4, estaciona y bajan dos mujeres jóvenes, rubias, gringas. El indio viejo se yergue y se para a un costado sin hablar, como si su sola presencia ya no necesitara de palabras para expresar la indefensión en la que vive, y una de las mujeres le alcanzó, sin aproximarse demasiado, una bolsa con lo que queda de unas chipas.
Dejo de observar la escena porque llegó Martín, funcionario del gobierno provincial, justo a la hora pactada para ir a la Tekoa Mbocayaty, donde vive una de las comunidades guaraníes de San Ignacio y donde me espera Yolanda Benítez, referente de la comunidad distante unos seis kilómetros de la RN 12. Viajamos un poco apretujados por el camino de tierra que, increíblemente, está en buen estado porque nos acompañan algunas integrantes del equipo de fútbol femenino del Club Villa Urquiza de Posadas, que van a jugar un campeonato amistoso con sus pares mbyas. En el trayecto atravesamos montes tupidos y, a los costados, se pueden ver entradas a propiedades privadas y complejos turísticos.
Durante el viaje, las chicas hablan de la táctica de juego a emplear para llevarse un buen resultado y Martín me cuenta que viene trabajando con la comunidad con proyectos productivos y que, al enterarse de que había un equipo de fútbol femenino, organizó el encuentro. Pienso en anotar algunos datos, pero de pronto el sendero se angosta un poco y ante nuestros ojos aparecen unos ranchos de madera, otros de barro y alguna edificación de material, como incrustadas en ese espacio montaraz, en cuyo centro está la cancha de fútbol, donde en ese momento se disputa un partido entre varones. Estacionamos y allí está Yolanda: es bajita pero fortachona; nos recibe sonriente y alegre por la visita. Nos saludamos. Después de varias llamadas para concretar el encuentro, al fin nos conocemos.

ALDEA. Yolanda nació en la aldea treinta y siete años atrás. A pesar de las dificultades muestra un carácter jovial y sonríe cada vez que hace falta una sonrisa. Nos apartamos del público que rodea la cancha y nos sentamos en el patio de su casa. Ella me cuenta que allí viven 31 familias, que la aldea tiene unas 1500 hectáreas y que también hay una escuela de nivel inicial y primario donde concurren más de sesenta alumnos. Desde el patio, sin alzar demasiado la vista, se ven las aguas del Yabebirí. Le pregunto si pescan en el arroyo y me dice:
—Algo pescamos, aunque ahora los vecinos blancos no quieren que pesquemos, ni juntemos madera de los montes ni cortemos tacuaras para hacer los ranchos. Y los dueños de todo esto somos nosotros, que cuidamos y tenemos nuestra historia en el lugar.
—¿Hace un año atrás los quisieron desalojar?
—Sí, pero no pudieron. Nosotros resistimos, fuimos a la justicia y acá estamos.
Las tierras de la aldea son apetecibles para los blancos, que cada tanto aparecen con títulos apócrifos y reclamos violentos. La proximidad del caudaloso arroyo Yabebirí, el monte nativo y la cercanía de las ruinas jesuíticas de San Ignacio la tornan un blanco para los desarrollos inmobiliarios inescrupulosos. Es entonces que le pregunto cuáles son las mayores dificultades de la comunidad.
—Acá todo es dificultad, el Estado no ayuda mucho. Hacen falta chapas para las casas y ladrillos y otras ayudas. Estoy en una asociación de varias comunidades que luchamos por preservar nuestras tierras, nuestras plantas medicinales, nuestra música y conservar nuestra cultura, y para que los jóvenes no tengan problemas de consumo de alcohol y drogas. Porque cuando van a los pueblos urbanos les venden y consumen. Ese es un problema contra nuestra cultura.
A unos pasos, otra mujer con un bebé en los brazos nos escucha con atención. La invitamos a que se acerque y sonríe cuando acepta la invitación. Habla con Yolanda, que me dice que ella se llama Norma Jiménez. Quiere decirnos algo, pero no habla español, así que Yolanda va a oficiar de traductora.
Norma es flaca, lleva el pelo recogido y la tristeza asoma en su mirada. La escucho sin entender una sola palabra, pero el énfasis parece claro y preciso. Al terminar, Yolanda me traduce:
—Ella dice que tiene tres hijos y que vive muy pobre, que le hace faltan chapas y material para hacerse una casa, porque le gusta vivir en la aldea, y que hace falta ayuda del Estado porque tiene tres hijos.
Yolanda agrega que ahora el Estado provincial las está ayudando a hacer unas huertas para consumo propio y que han plantado lechuga, acelga y repollo, y que le gusta trabajar en la tierra y poder vender más adelante.

PARTIDO. El juego ha comenzado entre Villa Urquiza y el equipo Mbocayaty (Lugar de palmeras). La cancha tiene lugares con césped y otros de tierra pelada, como todo potrero que se precie, además de otras particularidades: los arcos no tienen las mismas medidas; uno es notoriamente más pequeño que el del rival, ventaja que se soluciona cuando las jugadoras cambian de terreno de juego. A lo largo del campo hay una hilera de bancos de madera con nutrido público asistente; algunos comparten mates y bebidas y alientan al equipo.
Llama la atención la diferencia de los cuerpos: las capitalinas se ven altas, robustas y algunas con inocultable entrenamiento en algún gimnasio. Las guaraníes no son altas y lucen delgadas, gráciles y ágiles. Cuando el partido comienza, la diferencia se vuelve visible: si uno fuera el comentarista de la contienda, bien podría decir que el equipo local tiene un juego basado en la habilidad, en el dominio de la pelota y en la rapidez para elaborar jugadas colectivas. Una de las jugadoras juega descalza y otras dos que marcan las bandas comparten el mismo par de botines, por lo cual una lleva calzado el pie izquierdo y la otra el derecho. Ambas sobresalen por su juego virtuoso, lo podríamos llamar maradoniano.
Cada tanto algún perro atraviesa la cancha y debe ser sacado para que no interrumpa el juego. A la invasión perruna se le suma la de una pata con su hilera de patitos seguidores que insisten en caminar por la cancha junto a unas gallinas. Al final se soluciona el inconveniente y el match continúa hasta que, a pesar del dominio guaraní, termina empatado y la victoria se dirimirá por penales.
Mientras se hace un alto para dirimir quiénes patearán, un blanco con un canasto, y que ha tomado unos vinos, vende pan casero para el mate. Se acuerda patear tres penales por equipo, de los cuales las pibas de Villa Urquiza convierten dos y erran uno. Las chicas guaraníes convierten los tres, con la particularidad de que todos los tiros fueron ejecutados por la misma jugadora, lo cual demuestra dos cosas: una, que las reglas se pueden modificar según los lugares de juego; y la otra, la extrema confianza en la ejecutante por parte de todo su equipo.
Al terminar se podían escuchar los comentarios de las jugadoras de Villa Urquiza: “Son chiquitas pero súper rápidas”, “Cuando se hablaban en guaraní para ordenarse tácticamente, no sabíamos qué hacer porque no entendíamos nada” y “Tienen un dominio muy bueno de la pelota y se mueven muy bien en la cancha, son súper ligeras”.
Al final comienza otro juego con jugadoras de la aldea y debo interrumpir la conversación con Yolanda porque ella juega en uno de los equipos. Se la ve alegre en el campo de juego con su atuendo de futbolista.

RUINAS. El equipo de Yolanda perdió y ella vuelve para seguir la charla. Vuelve a insistir en que ellos deben tener dominio sobre el monte y dice:
—De ahí sacamos las semillas para hacer nuestras artesanías y collares. De las tacuaras que no quieren que cortemos, hacemos los canastos, pero no quieren que vendamos en las ruinas. Siempre nos corren de esos lugares.
Le pregunto si tienen algún espacio en las mismas y me responde:
—No, no tenemos espacio y las ruinas también son nuestras, nosotros estábamos antes en la historia y las hicimos nosotros. Y ahora son solo de ellos. Nosotros deberíamos estar porque se hizo con el esfuerzo de nuestros abuelos. Tenemos que tener un espacio para mostrar nuestras artesanías y nuestra cultura. Tenemos una orquesta de nuestra música y la gente puede escucharla. Esperá, te voy a mostrar un video.
Busca en su celular, lo encuentra y juntos miramos al cuarteto donde un mbya ejecuta una guitarra en afinación abierta y otros tocan sus instrumentos originarios. Dos chicas cantan una melodía que suena hermosa y, según me dice Yolanda, la canción habla de la propiedad que ellos, los guaraníes, tienen por heredad de sus ancestros: del monte, del agua, del río y de las plantas medicinales. En el video algunos sostienen dos carteles en los que reclaman por la falta de consulta en salud y educación pública en los territorios guaraníes.
Le pregunto si tienen algún contacto o si reciben algún apoyo de la iglesia católica y me dice:
—Nosotros tenemos nuestro dios Tupa, pero respetamos a todos. Los curas no ayudan y nuestros abuelos trabajaron con ellos en la historia de las ruinas. Tenemos derecho de estar ahí.
Los partidos han terminado, el sol se va perdiendo entre las nubes y el frío acecha. Despacio nos vamos yendo, con el saber de haber vivido y compartido un momento entrañable y la promesa mutua de un próximo encuentro, que seguramente ocurrirá.