En 2020 cumplen 20 años. Son la generación que nació el mismo año que la televisión argentina estrenó la serie Okupas y Andrés Calamaro hizo que cada día tuviera una extensión de 72 horas de producción musical, lo que resultó en el maratónico disco El salmón, de cinco CDs, luego del doble Honestidad Brutal del año anterior. Los cambios tecnológicos son quizás el signo distintivo que atraviesa a esta generación posmilennialls, los denominados centennialls.
Estaban aún en las panzas de sus madres cuando en sus casas se encendían cada noche los televisores que sintonizaban series como Gasoleros y en las elecciones nacionales la fórmula Eduardo Duhalde/Ramón Ortega del Partido Justicialista era derrotada por la de Fernando De La Rúa/Carlos “Cacho” Álvarez de la Alianza UCR-FrePaSo, tras diez años de menemismo.
Apenas una camada anterior a la de sus nacimientos, sus hermanas y hermanos mayores, pongamos por caso, llegaron a presenciar lo que implicaba que cualquier familiar tuviera que caminar cuadras para encontrar un teléfono público, colocar monedas de 25 o 50 centavos, y así comunicarse con otras personas, o tuvieron la experiencia de viajar en colectivos esperando que el chofer les “cortara” boletos con un número capicúa. Sus primas o hermanos apenas unos años más grandes escucharon cassettes en un grabador, compraron películas en VHS para ver en una videocasetera, se fascinaron descubriendo los radio-llamados y los correos electrónicos alguna una vez que ingresaron a un locutorio para conectarse por 15 minutos a una computadora que tuviera conexión a internet. Parecen todas anécdotas de otro mundo, o de éste pero en tiempos pre-históricos. Sin embargo, estamos hablando de apenas veinte años atrás.
Es que en las dos primeras décadas del siglo XXI la humanidad ha asistido a una aceleración temporal inusitada, si bien la segunda mitad del siglo XIX y todo el siglo XX ya se habían caracterizado por transformaciones científico-técnicas asombrosas. Recuerdo el ejemplo que alguna vez citó el filósofo alemán Walter Benjamin, quien decía que durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918), quienes habían crecido trasladándose en carreta, entonces veían desde las trincheras como aviones arrojaban bombas desde el cielo sobre sus cabezas.
A diferencia de los milennialls, que fueron creciendo mientras la revolución tecnológica se desarrollaba (vivieron el pasaje del VHS a los DVDs; del walkman al mp3; de la cámara de fotos analógica a la digital; del fotolog al blog; de los mensajes en SMS a los de WS), los centennialls (o generación Z) ya son “nativos digitales”: nacieron y crecieron en un mundo con internet, donde los teléfonos celulares no sólo eran moneda corrientes sino que además de usarse hablar servían para sacarse fotos, chatear por facebook, enviar e-mails y hacer búsquedas en google.
Según suelen ser caracterizados por los medios hegemónicos de comunicación (sobre todo europeos), los rasgos principales de los centennialls son el emprendedorismo, el autodidactismo y la irreverencia. Lo que suelen olvidarse de mencionar estas empresas periodísticas, es que esa fisonomía está íntimamente relacionada con el contexto mundial de mutación del trabajo, y que es esa la base material de tales características: a mayor desarrollo tecnológico –paradójicamente– mayor desocupación/precarización laboral, y menos posibilidades de empleo (en peores condiciones de trabajo, además). De allí que esa mayor plasticidad (para adaptarse a las distintas situaciones) y movilidad (para pensarse y habitar las vidas con menos ataduras que sus predecesores), estén íntimamente relacionadas con la lógica de la instantaneidad que toma las vidas contemporáneas. Si hubo algo así como una cultura obrera ligada a los Estados de Bienestar (y en Argentina fundamentalmente relacionado a la memoria peronista), el siglo XXI es el borramiento total de la posibilidad de anudar esa memoria a una proyección existencial concreta: ningún centennills piensa (para bien, o para mal) que trabajará en el mismo lugar que sus padres y abuelos, o que vivirá luego en el mismo barrio en que se crió y, mucho menos, que pasados sus veinte años de edad reproducirá el modelo de familia nuclear de sus antecesores, en línea de movilidad social ascendente tan gráficamente ejemplificada en el tridente “casita-automóvil-vacaciones con los hijos a fin de año”.
Ese mundo a quedado atrás, y el problema es que los análisis al respecto suelen oscilar entre la nostalgia que adora a un mundo ido como si hubiese sido el mejor de los que se podían habitar, y la adoración a-crítica a lógicas que las más de las veces parecen conquistadas cuando han sido impuestas para ampliar los márgenes de ganancias de las empresas que dominan el mundo.
La era del realismo capitalista
Durante los años macristas, entre cierta intelectualidad y activismo progresista de la clases medias urbanas de la Argentina, circuló bastante la corta pero potente obra del crítico cultural Mark Fisher. Sus libros, publicados en castellano por Caja negra ediciones –primero Realismo capitalista, ¿hay alternativas?, en 2016; luego Los fantasmas de mi vida. Escritos sobre depresión, hautología y futuros perdidos, en 2017; y finalmente, en 2019, el Volúmen I de K-punk, escritos reunidos e inéditos (libros, películas y televisión)– fueron insumo para pensar cuestiones fundamentales de la cultura contemporánea. Más allá de las diferencias etáreas y geopolíticas (Fisher estaba por cumplir 50 años cuando se suicidó, el 13 de enero de 2017, en Inglaterra, desde donde pensó y escribió durante décadas), sus aportes son hoy insumo imprescindible para abordar cualquier tipo de crítica política de la cultura contemporánea.
Entre otras cuestiones, Fisher destacó que esa lógica de la instantaneidad en la que nos encontramos inmersos produce una falta de perspectiva de largo plazo, que puede verse tanto hacia adelante (falta de visualización de proyectos) como hacia atrás (dificultad por inscribir la propia existencia, singular y generacional, en la historicidad). Esta situación, según Fisher, produce la paradoja de que, mientras la vida social se acelera, la cultura se enlentece, viéndonos inmersos en una ausencia de novedad. Está claro: Fisher piensa sobre todo la producción cultural en el mundo británico thatcherista y posthatcherista.
Es sabido que cada generación debe crecer, en general, inmersa en un clima de incomprensión de quienes la antecedieron (así pasó en la Argentina de la “juventud maravillosa” respecto de quienes habían protagonizado la resistencia peronista; de la juventud rockera respecto de la militante setentista; de la kirchnerista respecto de la noventista/dosmilunera y así). Es cierto también que parece haber poca innovación en el campo de las producciones culturales que en otros momentos supieron ser vanguardia contestataria (el ejemplo más notorio parece ser el rock), pero cabe indagar en los modos de gestación o recreación de dinámicas culturales en sentido amplio, antropológico digamos.
Volviendo a la Generación Z, cabe subrayar que todos sus recuerdos están marcados por la década kirchnerista, a nivel nacional, y del denominado ciclo de gobiernos progresistas en la región. Y que sus momentos de politización y rebeldía se produjeron durante los recientes años de ofensiva neoliberal, de la mano de la gestión Cambiemos encabezada por Mauricio Macri, en Argentina, pero también, por el ascenso de Bolsonaro en Brasil, las dificultades de la Revolución Bolivariana en Venezuela y el viraje del proceso ecuaoriano tras la asunción de Lenin (“Kerenski”) Moreno en la presidencia de dicho país. Proceso –el de los últimos años– en donde las politizaciones y producciones culturales circularon por otros ámbitos, diferentes a los de la década anterior, donde los centennills eran apenas criaturas (que crecieron a su vez en un mundo dominado por la era del realismo capitalista, donde no puede ni siquiera imaginarse una alternativa al capitalismo, y en el cual operó una gran incapacidad de gestarse “recuerdos de largo aliento”, como supo señalar Fisher).
El Nestornauta y la Marea Verde
Alguna vez, el ensayista Horacio González supo destacar que la originalidad del pensamiento argentino (y Latinoamericano) consistía en su capacidad de mezclar tradiciones. Él lo decía en relación a la filosofía, pero podría pensarse en todos los ámbitos de la producción cultural.
Pensando en la acepción reaccionaria que el filósofo francés Félix Guattari supo atribuir al concepto de cultura (en tanto proceso “modelizador”) y en su propuesta de “resingularización” (procesos de creación por fuera de la norma), cabe preguntarse si, por parte de aquellas y de aquellos que crecieron viendo y escuchando a sus alrededores imágenes y discursos progresistas mientras se producían formas de subjetivación neoliberal, no son los de la mezcla sus modos de gestar novedad.
El Trapp, por ejemplo, que puede visualizarse como “penetración cultural iperialista” por parte de cierta franja etárea, puede ser asumida por otra (mucho más joven), como un equivalente a lo que el rock implicó durante las últimas décadas del siglo XX. Si se trata de pensar en novedades culturales, al menos en la Argentina contemporánea, quizás no son las formas clásicas del arte en donde haya que ir a husmear, sino en los movimientos sociales que han sacudido las formas de entender en el mundo y habitarlo. Por ejemplo –al menos en las amplias franjas de las clases medias urbanas– los feminismos han operado una auténtica revolución molecular, que ha trastocado no sólo los vínculos entre hombres y mujeres, sino que ha introducido en las juventudes al menos dos elementos que podríamos caracterizar de “novedad cultural”: el lenguaje inclusivo, y la ruptura con la hetero-normatividad. Resulta inimaginable, para quienes tenemos más de treinta años, pensar que en nuestras adolescencias podríamos haber hablado con “E” (nosotres, les pibis) o en femenino trastocando las palabras (la colectiva, nuestras cuerpas), o que nuestras opciones sexuales no sólo no debían reducirse al género opuesto, sino incluso que podría no estar definido binariamente, o simplemente, que no había necesidad de encontrar una identidad.